Señor Presidente de la República:
Señores:
Han sido tantas, durante estos cuatro años de prueba, las perversidades intentadas contra el Director de la Escuela Normal, que acaso se justificaría la mal refrenada indignación que ahora desbocara sobre ellas.
Pero no: no sea de venganzas la hora en que triunfa por su misma virtud una doctrina. Sea de moderación y gratitud.
Sólo es digno de haber hecho el bien, o de haber contribuído a un bien, aquel que se ha despojado de sí mismo hasta el punto de no tener conciencia de su personalidad sino en la exacta proporción en que ella funcione como representante de un beneficio deseado o realizado.
El que en ese modo impersonal se ha puesto a la obra del bien, de nadie, absolutamente de nadie, ha podido recibir el mal. ¿Qué gusano, qué víbora, qué maledicencia, qué calumnia, qué Judas, qué Yago han podido llegar hasta él? ¿Es él un gusano? ¿Es el un áspid? ¿Es él una excrecencia revestida de la forma humana?
No, señores: él es lo más alto y lo más triste que hay en la creación. Es la roca desierta que soberanos esfuerzos han solevantado lentísimamente por encima del mar de tribulaciones, y que sufre sin quebrantarse la espuma de la rabia, el embate de la furia, el horror desesperado de las olas mortales que le asedian. Es La conciencia, triste como la roca, pero alta como la roca desierta del océano. Y no la conciencia individual, que siempre toma su fuerza en la inconciencia circundante, sino la conciencia humana, que toma su fuerza de sí misma, que de sí misma recibe su poder de resistencia, y, secundando a la naturaleza, sacrifica el individuo a la especie, la personalidad a la colectividad, lo particular a lo general, el bienestar de uno al bienestar de todos, el hombre a la humanidad.
En esa región de la conciencia no hay pasiones como las pasiones vergonzosas que amojaman el cuerpo y el alma de otros hombres: unos y otras pasan por debajo, precipitándose en la sima de su propia nada, sin que logren de la conciencia, que va trepando penosamente su pendiente, ni una mirada, ni una sonrisa, ni un movimiento de desdén. Ascendiendo siempre la una, bajando siempre las otras ¿qué venganza más digna de la una que el seguir siempre ascendiendo, qué castigo mayor para las otras que el seguir siempre bajando?
Una vez, en los Andes soberanos, por no se sabe qué extraordinaria sucesión de esfuerzos, había logrado subir al penúltimo pico de la cúspide misma del desolado ventisquero del Planchón una alpaca de color tan puro como la no medida plancha de hielo que le servía de pedestal. Descendiendo por la vertiginosa pendiente del ventisquero, y hundiéndose en los cóncavos senos de la tierra con todo el fragor de dos truenos repetidos mil veces por los ecos subterráneos, dos torrentes furiosos azotaban la mole en que la alpaca se asilaba. Las oleadas la sacudían, las espumas la salpicaban, los horrísonos truenos la amenazaban, y la tímida alpaca no temía.
Muy por debajo de la cumbre, al pie del ventisquero, una turba de enfermos, que habían ido a buscar la curación de sus dolencias o de sus pasiones en aquella salutífera desolación, se entretenía contemplando la angustiosa lucha entre el débil andícola y los fuertes Andes; y, como siempre que los hombres se entretienen, los unos se mofaban del débil, los otros celebraban
con risotadas las irracionales mofas, éstos tiraban piedras que no podían alcanzar al inaccesible animalito, aquéllos trataban de acosarlo con sus vociferaciones, alguno que otro lo compadecía, sólo uno tomaba para sí el ejemplo que él le daba, y todos deseaban que llegara el desenlace cualquiera que esperaban.
Mientras tanto, la alpaca solitaria, indiferente a los gritos y las risas de los hombres, impasible ante el estruendo y el peligro, buscaba un punto da apoyo en la saliente de hielo petrificado que coronaba el ventisquero, y, después de caer una y más veces, logró por fin encaramarse en el único seguro de aquel desierto de hielo desolado. Entonces, conociendo por primera vez el peligro de muerte que había corrido, y oyendo por primera vez las vociferaciones que la habían acosado, dirigió una mirada plácida a los hombres, a los torrentes desenfrenados y al abismo a donde habían tratado de precipitarla, fijó la vista en el espacio inmenso, y, percibiendo sin duda cuan invisible punto son los seres mortales en la extensión inmortal de la naturaleza, trasmitió a sus ojos expresivos la centelleante expresión de gratitud que a todo ser viviente conmueve en el instante de su salvación; y, dirigiendo otra mirada sin encono a las fuerzas naturales y a los hombres que la habían acosado, por invisibles senderos se encaminó tranquilamente a su destino.
En el alma de todo ser racional que ha logrado salvar las dificultades de una hora trascendental, se manifiesta el mismo fenómeno que observé en la alpaca descarriada de los Andes. Por encima de toda pasión odiosa se levanta en el fondo el sentimiento de la gratitud.
Yo la siento profunda, y la proclamo en voz alta ante vosotros.
Todos, en el Gobierno de la nación, en el gobierno del municipio, en el gobierno de la familia, en el gobierno de la opinión, como legisladores, presidente y secretarios del Estado, como representantes de la comunidad municipal, como jefes e inspiradores del hogar, como guías de la opinión cotidiana, todos vosotros, así Los presentes como los distantes, así los que sostuvisteis como los que iniciasteis esta obra, así los que desde el primer momento descubristeis la intención redentora que ella conlleva como los que hayáis tardado en ver la pureza de sus designios, así los que hayáis podido calumniarla como los que la hayáis combatido por error o por sistema, así los claros enemigos de la obra como los oscuros enemigos del obrero, todos sois dignos de gratitud, porque habéis contribuido a un beneficio que la República estimará tanto más concienzudamente cuanto mayor número de generaciones, redimidas por este esfuerzo común de redención, vengan a darle cuenta de la causa fundamental de la serie de bienes que en lo porvenir sucederá a la maraña de males que en lo pasado la envolvían.
Todos habéis contribuido a esta obra, los unos excitando con vuestra simpatía las pasiones generosas del amigo, los otros estimulando, en el que inútilmente quisisteis considerar como enemigo, las reacciones sublimes que el odio injusto promueve en las almas poseídas de la verdad y de la justicia.
Factores del bien como habéis sido todos, acaso deseáis que se le exponga, tal cual es, a los ojos atentos de la República; y ese deseo es el que va este discurso a complacer.
Harto lo sabéis, señores: todas las revoluciones se habían intentado en la República, menos la única que podía devolverle la salud. Estaba muriéndose de falta de razón en sus propósitos, de falta de conciencia en su conducta, y no se le había ocurrido restablecer su conciencia y su razón. Los patriotas por excelencia que habían querido completar con la restauración de los estudios la restauración de los derechos de la patria, en vano habían dictado reglamentos, establecido cátedras, favorecido el desarrollo intelectual de la juventud y hasta formado jóvenes que hoy son esperanzas realizadas de la patria: o sus beneméritos esfuerzos se anulaban en la confusión de las pasiones anárquicas, o la falta de un orden y sistema impedía que fructificara por completo su trabajo venerando.
La anarquía, que no es un hecho político, sino un estado social, estaba en todo, como estaba en las relaciones jurídicas de la nación; y estuvo en la enseñanza y en los instrumentos personales e impersonales de la enseñanza.
Para que la República convaleciera, era absolutamente indispensable establecer un orden racional en los estudios, un método razonado en la enseñanza, la influencia de un principio armonizado! en el profesorado, y el ideal de un sistema superior a todo otro, en el propósito mismo de la educación común.
Era indispensable formar un ejército de maestros que, en toda la República, militara contra la ignorancia, contra la superstición, contra el cretinismo, contra la barbarie. Era indispensable, para que esos soldados de la verdad pudieran prevalecer en sus combates, que llevaran en la mente una noción tan clara, y en la voluntad una resolución tan firme, que cuanto más combatieran, tanto más los iluminara la noción, tanto más estoica resolución los impulsara.
Ni el amor a la verdad, ni aun el amor a la justicia, bastan para que un sistema de educación obtenga del hombre lo que ha de hacer del hombre, si a la par de esos dos santos amores no desenvuelve la noción del derecho y del deber: la noción del derecho, para hacerle conocer y practicar la libertad; la del deber, para extender prácticamente los principios naturales de la moral desde el ciudadano hasta la patria, desde la patria obtenida hasta la pensada, desde los hermanos en la patria hasta los hermanos en la humanidad.
Junto, por tanto, con el amor a la verdad y a la justicia, había de inculcarse en el espíritu de las generaciones educandas un sentimiento poderoso de la libertad, un conocimiento concienzudo y radical de la potencia constructora de la virtud, y un tan hondo, positivo e inconmovible conocimiento del deber de amar a la patria, en todo bien, por todo bien y para todo bien, que nunca jamás resultara posible que la patria dejara de ser la madre alma de los hijos nacidos en su regazo santo o de los hijos adoptivos que trajera a su seno el trabajo, la proscripción o el perseguimiento tenaz de un ideal.
Todos y cada uno de estos propósitos parciales estaban subordinados a un propósito total; o, en otros términos, era imposible realizar parcialmente varios o uno de estos propósitos, si se desconocía o se descuidaba el propósito esencial: el de formar hombres en toda la excelsa plenitud de la naturaleza humana.
Y ese fin ¿cómo había de realizarse? Sólo de un modo, el único que ha querido la naturaleza que sea medio universal de formación moral del ser humano: desarrollando la razón; diré mucho mejor diciendo la racionalidad; es decir, la capacidad de razonar y de relacionar, de idear y de pensar, de juzgar y conocer, que sólo el hombre, entre todos los seres que pueblan el planeta, ha recibido como carácter distintivo, eminente, excepcional y trascendente.
Y para desarrollar la mayor cantidad posible de razón en cada ser racional ¿qué principio había de ser norma, qué medio había de ser conducta, que fin había de ser objeto de la educación?
¿Habíamos de dejar las cosas como estaban? Habríamos seguido obteniendo, del sistema de educación apetecido, lo que el sistema practicado estaba dando a la República: unos cuantos hombres de intelectualidad natural muy poderosa, que, en virtud de sus propios esfuerzos y contra los esfuerzos de su viciosa educación intelectual, se elevaban por sí mismos a una contemplación más pura y más leal de la verdad y el bien que la generación de bípedos dañinos o inofensivos que los rodeaban. ¿Habíamos de ir a restablecer la cultura artificial que el escolasticismo está todavía empeñado en resucitar? Habríamos seguido debiendo a esa monstruosa educación de la razón humana, los ergotistas vacío que, en los siglos medios de Europa y en los siglos coloniales de la América latina, vaciaron la razón, dejando como impuro sedimento las cien generaciones de esclavos voluntarios que viven encadenados a la cadena del poder humano o a la cadena del poder divino y que, cuando se encontraron en la sociedad moderna, al encontrarse en un mundo despoblado de sus antiguos dioses y de sus antiguos héroes, no supieron, en Europa, ponerse con los buenos a fabricar la libertad, no supieron, en la América latina, ponerse con los mejores a forjar la independencia.
¿Habíamos de buscar, en la dirección que el Renacimiento dio a la cultura moral e intelectual, el modelo que debíamos seguir? No estamos para eso. Estamos para ser hombres propios, dueños de nosotros mismos, y no hombres prestados; hombres útiles en todas las actividades de nuestro ser, y no hombres pendientes siempre de la forma que en la literatura y en las ciencias griegas y romanas tomaron las necesidades, los afectos, las pasiones, los deseos, los juicios y la concepción de la naturaleza. Estamos para pensar, no para expresar; para velar, no para soñar; para conocer, no para cantar; para observar, no para imaginar; para experimentar, no para inducir por condiciones subjetivas la realidad objetiva del mundo.
¿Habíamos, por último, de adoptar una organización docente que nos diera el esqueleto, no el contenido de la ciencia?
¿Qué habríamos hecho de la organización de los estudios, norteamericana, alemana, suiza, francesa, si nos faltaba el elemento generador de la organización? ¿Qué Condorcet ha podido imbuir el principio vital en un facsímil de hombre? ¿Qué Cuvier ha podido poner en movimiento las organizaciones anatómicas que restauraba? ¿Qué Pigmalión ha podido dar el fuego divino de la vida al bello ideal que ha esculpido el estatuario? Como el soñador deificado de la Grecia, como paleontólogo que Francia dio a la ciencia, como el filósofo que la Revolución Francesa malogró, no la estatua, no los huesos, no la imagen, necesitábamos la vida.
Aun más que la vida. Para que la razón educada nos diera la forma vital que íbamos a pedirle, necesitábamos restituirle la salud.
Razón sana no es la que funciona conforme al modo común de funcionar en la porción de sociedad humana de que formamos parte. Razón sana es la que reproduce con escrupulosa fidelidad las realidades objetivas y nos da o se da una interpretación congruente del mundo físico; la que reproduce con estoica imparcialidad las realidades subjetivas, y se da o nos da una explicación evidente de las actividades morales del ser que es en las profundidades del esqueleto semoviente que somos todos.
Razón sana no es la que destella rayos desiguales de luz: brillando ahora con los fulgores de la fantasía, deslumbrando después con los espejismos de la rememoración, esclareciendo con claridad solar una incertidumbre o una duda, y, complaciéndose después en las sombras o en las medias tintas, camina por la vida como va por los senderos del mundo el caminante imprevisor: tropezando y cayendo y levantándose, para volver a tropezar y a caer y a levantarse. Razón sana es la que funciona estrictamente sujeta a las condiciones naturales de su organismo.
Y entonces es cuando, directora de todas las fuerzas físicas y morales del individuo, normalizadora de todas las relaciones del asociado, creadora del ideal de cada existencia individual, de cada existencia nacional, y del ideal supremo de la humanidad, se dirige a sí misma hacia la verdad, dirige la afectividad hacia lo bello bueno, dirige la voluntad al bien; regula, por medio del derecho y del deber las relaciones de familia, de comunidad, de patria; forja el ideal completo del hombre en cada hombre; el ideal de patria bendecida por la historia, en cada patriota; el ideal de la armonía universal, en todos los seres realmente racionales; e, iluminando con ellos la calle de amargura que la naturaleza sorda ha señalado con índice inflexible al ser humano, le lleva de siglo en siglo, de continente en continente, de civilización en civilización, al siempre oscuro y siempre radiante Gólgota desde donde se descubre con asombro la eternidad de esfuerzos que ha costado el sencillo propósito de hacer racional al único habitante de la Tierra que está dotado de razón. Llevar la razón a ese grado de completo desarrollo, y enseñar a dejarse llevar por la razón a ese dominio completo de la vida en todas las formas de la vida, no es fin que la educación puede realizar con ninguno de los principios y medios pedagógicos que emplea la enseñanza empírica o la enseñanza clásica. La una prescinde de la razón. ¿Cómo ha de poder dirigir a la razón? La otra la amputa. ¿Cómo ha de poder completarla? La una nos haría fósiles, y la vida no es un gabinete de historia natural. La otra nos haría literatos, y la vida no está reducida, y las fuerzas creadoras no están concretadas, a la limitación o admiración de las armonías de lo bello. La vida es un combate por el pan, por el puesto, por el principio, y es necesario presentarse en ella con la armadura y la divisa del estoico: Conscientia, propugnans pro virtute.
La vida es una disonancia, y nos pide que aprendamos, gimiendo, llorando, trabajando, perfeccionándonos, a concertar en una armonía, superior a la pasivamente contemplada o imitada por los clásicos, las notas continuamente discordantes que, en las evoluciones individuales, nacionales y universales del hombre por el espacio y el tiempo, lanza a cada momento la lira de mil cuerdas que, con el nombre de historia, solloza o canta, alaba o increpa, exalta o vitupera, bendice o maldice, endiosa o endiabla los actos de la humanidad en todas las esferas de acción, orgánica, moral e intelectual, que hacen de ella un segundo creador y una creación continua.
Monstruoso el escolasticismo, eunuco el clasicismo, ¿qué enseñanza era necesaria para verificar la revolución saludable en esta sociedad ya cansada de revoluciones asesinas?
La enseñanza verdadera: la que se desentiende de los propósitos históricos, de los métodos parciales, de los procedimientos artificiales, y, atendiendo exclusivamente al sujeto del conocimiento, que es la razón humana, y al objeto de conocimiento, que es la naturaleza, favorece la cópula de entrambas y descansa en la confianza de que esa cópula feliz dará por fruto la verdad.
Dadme la verdad, y os doy el mundo. Vosotros, sin la verdad, destrozaréis el mundo: y yo, con la verdad, con sólo la verdad, tantas veces reconstruiré el mundo cuantas veces lo hayáis vosotros destrozado. Y no os daré solamente el mundo de las organizaciones materiales: os daré el mundo orgánico, junto con el mundo de las ideas, junto con el mundo de los afectos, junto con el mundo del trabajo, junto con el mundo de la libertad, junto con el mundo del progreso, junto —para disparar el pensamiento entero— con el mundo que la razón fabrica perdurablemente por encima del mundo natural.
¿Y qué sería yo, obrero miserando de la nada, para tener esa virtud del todo? Lo que podríais ser todos vosotros, lo que pueden ser todos los hombres, lo que he querido que sean las generaciones que empiezan a levantarse, lo que, con toda la devoción, con toda la unción de una conciencia que lleva consigo la previsión de un nuevo mundo moral e intelectual, quisiera que fueran todos los seres de razón: un sujeto de conocimiento fecundado por la naturaleza, eterno objeto de conocimiento.
La verdad que de esa fecundación nacería, hasta tal punto es un poder, que ya lo veis, a vuestra vista está: la faz, distinta de la humanidad pasada, con que se nos presenta la humanidad actual, no es obra de otro obrero, ni efecto de otra causa, que de la mayor cantidad de verdad que el hombre de hoy tiene en su mente. Esa mayor cantidad de verdad no se debe a otra operación de alquimia o taumaturgia que a la simple operación de observar la realidad del mundo tal cual es.
¿Y para qué, si no para eso, tenemos nosotros los sentidos? ¿Y para qué, si no para eso, transmiten ellos sus sensaciones al cerebro? ¿Y para qué, si no para eso, funciona en el cerebro la razón?
Y, sin embargo, hacer eso, que es lo que la naturaleza ha querido que hiciese el hombre en el planeta que le ha dado, ha parecido, a los irreflexivos de todas partes, un atentado contra la naturaleza, y a los irreflexivos de por acá ha parecido un atentado contra Dios.
Pero, Señor, providencia, causa primera, verdad elemental, razón eficiente, conciencia universal, seas lo que fueres ¿hasta cuándo ha de ser un crimen la inocencia? ¿Hasta cuando ha de ser un mal la aspiración al bien? ¿Hasta cuándo ha de ser aborto de la naturaleza el que más se esfuerza por ser su fiel hechura? ¿Hasta cuándo ha de ser un ofensor el que sólo quiere ser defensor de la razón?
¿De la razón? De la parcela de razón que tú, sin duda tú, razón centrípeta, has imbuido en el espíritu del hombre, para que, evolucionando independientemente de su foco, se lance en el espacio sin fin de la verdad y, teniendo en tu seno el centro fijo, imite a la vorágine de mundos que se precipitan en el infinito, y que trazando en él sus invisibles órbitas, y poseídos del vértigo que los aleja de su centro, son, como la razón humana, tanto más prueba de que existe el centro a que obedecen, cuanto más en lo hondo del infinito se sumergen.
¿Qué cuerpos en el espacio, qué razón en el mundo de los hombres, qué virtud en el alma de los niños, puede no ser más recular cuando obedezca naturalmente a su centro de atracción?
Así como el centro del mundo planetario está en el sol, y el centro de la razón está en el mundo que contempla, así el centro de toda virtud es la razón. Desarrollar en los niños la razón, nutriéndola de realidad y de verdad, es desenvolver en ellos el principio mismo de la moral y la virtud.
La moral no se funda más que en el reconocimiento del deber por la razón; y la virtud no es más ni menos que el cumplimiento de un deber en cada uno de los conflictos que sobrevienen de continuo entre la razón y los instintos. Lo que tenemos de racionales vence entonces a lo que tenemos de animales, y eso es virtud, porque eso es cumplir con el deber que tenemos de ser siempre racionales, porque eso es la fuerza (virtus), la esencia constituyente, la naturaleza de los seres de razón.
Para lograr ese fin, más alto y mejor que otro cualquiera (por ser, tomando un pleonasmo expresivo de la metafísica alemana, el fin final del hombre en el planeta), por lograr ese fin han querido los grandes maestros, desde Confucio hasta Sócrates, desde Mencio hasta Aristóteles, desde Comenio hasta Pestalozzi, desde Fenelón hasta Froebel, desde Tyndall hasta Lockyer, desde Mann hasta Hill, secundar a la razón en su incesante evolucionar hacia la verdad. Por lograr ese fin se quiso también aplicar aquí el sitema y el procedimiento racional de educación. Formar hombres en toda la extensión de la palabra, en toda la fuerza de la razón, en toda la energía de la virtud, en toda la plenitud de la conciencia, ése podrá haber sido el delito, pero ése ha sido y seguirá siendo el propósito del director de esta obra combatida.
Para que la obra fuese completamente digna de un pueblo, ni un solo móvil egoísta he puesto en ella.
Si el egoísmo hubiera sido mi guía o mi consejero, hace ya mucho tiempo que hubiera desistido de la empresa: la calumnia habría dado la voz a la viril indignación, y habría acabado.
Pero ni al mal egoísmo ni al egoísmo bueno presté oído, y el mismo tranquilo menospreciador de aullidos que antes era, soy ahora; y la misma que fue en la ley, es en el presupuesto de mi vida la recompensa económica de mi trabajo material.
Si hubiera sido egoísta, abiertas generosamente para mí han estado las puertas de una comarca hermana, y me las he cerrado.
Si hubiera sido egoísta, constitución, posibilidad de ser útil, simpatías personales, la misma vocación, me hubieran llamado a la política, y mirad que vivo en la soledad de mis deberes.
Si hubiera sido egoísta, me hubiera abierto a todas las expansiones que dan popularidad al hombre público, y mirad que estoy tan encerrado como siempre en mi reserva. Si hubiera sido egoísta...
Pero ¿cómo me atrevo a alucinaros? ¿Cómo me atrevo a mentiros? ¿Cómo me atrevo a engañaros?
Al modo de la virgen pudorosa que se ruboriza al negar el afecto que suspira en lo profundo, el alma virgen de dolo y de mentira inflama el rostro del que miente una virtud.
Vedme, señores, confeso de mentira ante vosotros. Vedme confeso de haberos engañado. Yo no puedo negaros que os engaño. Yo no puedo negaros que soy el más egoísta de los reformadores. Yo no puedo negaros que en la obra intentada, en la perseverancia de que ella es testimonio y en el dominio de las circunstancias que la han contrastado, mi más fuerte sostén ha sido el egoísmo.
Mis esfuerzos, mi perseverancia, el dominio de mí mismo que requiere esta reforma, no han sido sólo por vosotros: han sido también por mí, por mi idea, por mi sueño, por mi pesadilla, por el bien que merece más sacrificios de la personalidad y el amor propio.
Al querer formar hombres completos, no lo quería solamente por formarlos, no lo quería tan sólo por dar nuevos agentes a la verdad, nuevos obreros al bien, nuevos soldados al derecho, nuevos patriotas a la patria dominicana: lo quería también por dar nuevos auxiliares a mi idea, nuevos corazones a mi ensueño, nuevas esperanzas a mi propósito de formar una patria entera con los fragmentos de patria que tenemos los hijos de estos suelos.
Tíreme la primera piedra aquel de entre vosotros que se sienta incapaz de ese egoísmo.
Con ése no se contará para la alta empresa. Y cuando ya las legiones de reformados en conciencia y en razón, por buscar lógicamente la aplicación de la verdad a un fin de vida necesario para la libertad y la civilización del hombre en estas tierras y para la grandeza de estos pueblos en la Historia, busquen en la actividad de su virtud patriótica la Confederación de las Antillas, que conciencia y razón, deber y verdad, señalan como objetivo final de nuestra vida en las Antillas, la Confederación pasará sobre ese muerto. Y cuando, al meditar en la eficacia del procedimiento intelectual que se habrá empleado para llegar a la Confederación, diga alguno que la Confederación de las Antillas es más una confederación de entendimientos que de pueblos, el que ahora me acuse quedará eliminado de la suma de entendimientos que hayan concurrido al alto fin.
Pero si el soñador no llegara a la realización del sueño, si el obrero no viese la obra terminada, si las apostasías disolviesen el apostolado, ni la vida azarosa, ni la muerte temprana podrán quitar al maestro la esperanza de que en el porvenir germine la semilla que ha sembrado en el presente, porque del alma de sus discípulos ha tratado de hacer un templo para la razón y la verdad, para la libertad y el bien, para la patria dominicana y la antillana.
Y cuando más desesperado cierre los ojos para no ver el mal que sobrevenga, del fondo de su retina resurgirá la escena que más patéticamente le ha probado la excelencia de esta obra.
Estábamos en ella: estábamos trabajando para acabar de entregar a la República esos hombres. Uno de ellos iba a ser examinado, y se había dado la señal. El órgano con su voz imponente hacía resonar ese interludio sublime que, con cuatro notas, penetra en lo hondo de la sensibilidad moral, y la despierta en los rincones de la sensibilidad física, y eriza los nervios en la carne.
La Escuela era en aquel momento lo que en esencia es: y el silencio y el recogimiento atestiguaban que se estaba oficiando en el ara de eterna redención que es la verdad.
De pronto, al pasar por la puerta una mujer del campo, se detiene, deja en la acera los útiles de su industria y de su vida, intenta trasponer el umbral, se amedrenta, vacila entre el sentimiento que la atrae y el temor que la repele, levanta sus escuálidos brazo, se persigna, dobla la rodilla, se prosterna, ora, se levanta en silencio, se retira medrosa de sus propios pasos, y así deja consagrado el templo.
Los escolares imprevisores se reían, el órgano seguía gimiendo su sublime melopea, y, por no interrumpirla ni interrumpir la emoción religiosa que me conmovía, no expresé para los escolares la optación que expreso ante vosotros y ante la patria de hoy y de mañana.
¡Ojalá que llegue pronto el día en que la Escuela sea el templo de la verdad, ante el cual se prosterne el transeúnte, como ayer se prosternó la campesina! Y entonces no la rechacéis con vuestras risas, no la amedrentéis con vuestra mofa; abridle más las puertas, abridle vuestros brazos, porque la pobre escuálida es la personificación de la sociedad de las Antillas, que quiere y no se atreve a entrar en la confesión de la verdad.
Eugenio María de Hostos, “Forjando el Porvenir americano, Obras Completas”, vol. XII, tomo I, 1939, p. 128; “Antología”, prólogo de Pedro Henríquez Ureña, selección, arreglo y apéndice de Eugenio Carlos de Hostos. Imprenta, Litografía y Encuadernación Juan Bravo, Madrid, 1952, pp. 137-153.