Una España de arrayán
Para Myriam Álvarez
Para mi hermano
Josemanuel Maldonado,
y para Miguel Hernández,
naturalmente.
Josemanuel Maldonado,
y para Miguel Hernández,
naturalmente.
Es cierto que los tapices flamencos
han perdido su color
en Madrid y en Sevilla,
y que las paredes de La Alhambra
ya no escuchan lamentos en árabe,
que a la gitanas
se les caen las ramitas de romero
y que a El Ave
se le extraviaron los molinos de viento...
Pero sobre el silencio negro de la noche
inunda el olor de arrayán
que baja de lo alto por toda Granada,
y El Cristo de Velázquez
aún guarda silencio
ante un don Miguel de Unamuno
mohíno y despierto,
y la catedral de Córdoba
es el corazón palpitante y vivo
de una mezquita laberíntica
que debió gozar Jorge Luis Borges,
y San Juan de la Cruz duerme alto,
sobre mi cabeza,
su sueño que espera afuera de Segovia
y del alcázar
que inspiró el castillo en que nacieron
los sueños del niño que fue Disney.
¿A qué hablar
de una España tan turisteada
–me preguntaba,
después de la hispanofilia del treinta
y la antihispanofilia
que quiso rectificar después nuestro pasado–,
como si Lorca hubiese muerto para el Darro
y no cantase en el observatorio
del Parque de las Ciencias de Granada,
y como si en Sevilla
no sonaran las campanas
para un pueblo entero que se viste
de Domingo de Ramos?
Que no se agota Goya
por más que se le mire su aquelarre,
ni La Mancha
se desmancha de sus marrones y olivas
por más que lo cepillen los trenes
y lo aplane el silencio de un espacio
tan vasto que no puede despertar.
He cruzado el oceáno por primera vez...
Por primera vez accedí al pozo abierto
del cante hondo que me llamaba desde niño,
seguro de las murallas de Ávila
y del hidalgo,
seguro del siglo de oro
y de la guerra de León Felipe,
seguro de ser preso
por mi romance con Abenámar,
moro de la morería,
que a fines de marzo
y en Granada la roja
donde los cerros se hacen aguas
me abría para siempre
la Puerta del Sol,
la de Alcalá,
la de La Alhambra,
y las puertas de todas las Españas.
han perdido su color
en Madrid y en Sevilla,
y que las paredes de La Alhambra
ya no escuchan lamentos en árabe,
que a la gitanas
se les caen las ramitas de romero
y que a El Ave
se le extraviaron los molinos de viento...
Pero sobre el silencio negro de la noche
inunda el olor de arrayán
que baja de lo alto por toda Granada,
y El Cristo de Velázquez
aún guarda silencio
ante un don Miguel de Unamuno
mohíno y despierto,
y la catedral de Córdoba
es el corazón palpitante y vivo
de una mezquita laberíntica
que debió gozar Jorge Luis Borges,
y San Juan de la Cruz duerme alto,
sobre mi cabeza,
su sueño que espera afuera de Segovia
y del alcázar
que inspiró el castillo en que nacieron
los sueños del niño que fue Disney.
¿A qué hablar
de una España tan turisteada
–me preguntaba,
después de la hispanofilia del treinta
y la antihispanofilia
que quiso rectificar después nuestro pasado–,
como si Lorca hubiese muerto para el Darro
y no cantase en el observatorio
del Parque de las Ciencias de Granada,
y como si en Sevilla
no sonaran las campanas
para un pueblo entero que se viste
de Domingo de Ramos?
Que no se agota Goya
por más que se le mire su aquelarre,
ni La Mancha
se desmancha de sus marrones y olivas
por más que lo cepillen los trenes
y lo aplane el silencio de un espacio
tan vasto que no puede despertar.
He cruzado el oceáno por primera vez...
Por primera vez accedí al pozo abierto
del cante hondo que me llamaba desde niño,
seguro de las murallas de Ávila
y del hidalgo,
seguro del siglo de oro
y de la guerra de León Felipe,
seguro de ser preso
por mi romance con Abenámar,
moro de la morería,
que a fines de marzo
y en Granada la roja
donde los cerros se hacen aguas
me abría para siempre
la Puerta del Sol,
la de Alcalá,
la de La Alhambra,
y las puertas de todas las Españas.
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