De haberlo, de pensarlo, de sentirlo, no hay Cristo puertorriqueño más claramente elegido y develado por sus obras y su martirio, que Pedro Albizu Campos.
El gobierno de Puerto Rico, sin Fortuño, representado en los rossellistas de Rivera Schatz, se propone bautizar el centro de convenciones de San Juan, precisamente este 30 de octubre, día histórico, con el nombre del gobernador que mejor instrumentó en el gobierno de Puerto Rico una avalancha de pillaje y un torrente vasto de corrupción.
Histórico es el 30 de octubre porque en el 1950, como reacción a las acciones políticas del presidente Truman y de Muñoz Marín confabuladas para enmascarar ante la comunidad internacional la perpetuación del coloniaje en Puerto Rico, el Partido Nacionalista orquestó una insurrección contra el gobierno colonial de Estados Unidos superior, a mi juicio, en efectos, drama e importancia histórica, desde la perspectiva contemporánea, al Grito de Lares.
La gesta de Lares fue planificada por Ramón Emeterio Betances en el 1868. El mismo desató sus banderas y sus fuegos un 23 de septiembre y apenas logró tocar las campañas de la libertad en Utuado antes de ser barrido por las fuerzas españolas. Fue una insurrección abortada, pues tuvo que ser adelantada al conocerse que había sido delatada. En España tenía lugar la Revolución Septembrina que destronó a la reina Isabel II y dio inicio a un nuevo periodo “democrático”. Allá estaba entonces, y en ella estuvo ligado, Eugenio María de Hostos. En Cuba la insurrección comenzó el 10 de octubre en Yara, dirigido por Céspedes.
No sólo la fecha histórica y el bautizo del centro de convenciones nos mueve a redactar estas líneas. Lo hace también la bibliografía extensa publicada sobre el tema, particularmente el libro reciente de don Luis Nieves Falcón titulado “Un siglo de represión política en Puerto Rico” (San Juan, 2009), amén de otros de años atrás, como las biografías sobre Albizu de Marisa Rosado y Federico Ribes, el libro sobre la insurrección nacionalista del 50 de Miñi Seijo y el de la “ley de la mordaza” que se utilizó para encarcelar al liderato nacionalista, de Ivonne Acosta.
Conviene no olvidar que la insurrección del 50 no se limitó a Jayuya, aunque desde allí se lanzara el grito. Acciones coordinadas ocurrieron también en Utuado, Peñuelas, Ponce, Arecibo, Mayagüez, Naranjito, San Juan, aparte del ataque a la Casa Blair, en Wáshington, residencia oficial del presidente Truman, y posteriormente, el ataque al Congreso federal norteamericano, entre otras cosas. Al acontecimiento se le llamó el “derrocamiento de la segunda república”. En el mismo actuó toda la policía insular, la guardia nacional cuyos aviones bombardearon el pueblo de Utuado, y, naturalmente, los agentes “federales”, es decir, coloniales. Don Pedro estuvo consciente de que le faltó un poco más de respaldo de los puertorriqueños.
Albizu Campos fue sitiado en su casa de San Juan donde francotiradores disparon a gusto hasta el dos de noviembre, cuando realizaron el asalto con la ayuda de gases lacrimógenos. Albizu ya había sido encarcelado antes, en el 1936, por sus discursos políticos. Volvió a estarlo de manera casi ininterrumpida. La vida que conoció, tras obtener grados universitarios en química y en ingeniería y graduarse de Leyes en la Universidad de Harvard, fue la cárcel. Si bien, para muchos la creación del Estado Libre Asociado reivindica históricamente la gestión histórica de Muñoz al colocar a Puerto Rico en un plano de menguada autonomía e imbuirle un reconocimiento internacional como país del que carecía absolutamente, lo cierto es que muy poco cambió la realidad colonial y que el precio que tuvo que pagar el pueblo puertorriqueño fue demasiado alto.
Hoover, el célebre director del FBI, vivió obsesionado con Albizu y los nacionalistas puertorriqueños. Muñoz fue el carcelero. Uno y otro comparten la responsabilidad histórica ante el martirio y la sistemática tortura de un hombre que salió inconsciente de la lluvia de gases para verse encerrado en un compartimiento sin ventilación durante días hasta sufrir un ataque al corazón. Posteriormente, se le aplicó una tortura a base de radiaciones. Decir que no murió en la cárcel es un eufemismo, pues lo que salió de prisión, algunos días antes del deceso, era un cadáver. Sus culpas inexcusables: la verticalidad insobornable de una bandera que bate con mayor energía mientras el viento se le oponga con más fuerza; la lucha de frente, como el toro que no muge, la verdad y el derecho que nace de la condición humana, el afán sublime de buscar la libertad verdadera y útil para su pueblo, el valor de la abnegación que hace apóstoles y cristos.
Este 30 de octubre no me importa a mí Rosselló ni el centro de convenciones. Cosas elevadas, intangibles, sublimes aletean mis humores y palpitan en mi sangre.
El gobierno de Puerto Rico, sin Fortuño, representado en los rossellistas de Rivera Schatz, se propone bautizar el centro de convenciones de San Juan, precisamente este 30 de octubre, día histórico, con el nombre del gobernador que mejor instrumentó en el gobierno de Puerto Rico una avalancha de pillaje y un torrente vasto de corrupción.
Histórico es el 30 de octubre porque en el 1950, como reacción a las acciones políticas del presidente Truman y de Muñoz Marín confabuladas para enmascarar ante la comunidad internacional la perpetuación del coloniaje en Puerto Rico, el Partido Nacionalista orquestó una insurrección contra el gobierno colonial de Estados Unidos superior, a mi juicio, en efectos, drama e importancia histórica, desde la perspectiva contemporánea, al Grito de Lares.
La gesta de Lares fue planificada por Ramón Emeterio Betances en el 1868. El mismo desató sus banderas y sus fuegos un 23 de septiembre y apenas logró tocar las campañas de la libertad en Utuado antes de ser barrido por las fuerzas españolas. Fue una insurrección abortada, pues tuvo que ser adelantada al conocerse que había sido delatada. En España tenía lugar la Revolución Septembrina que destronó a la reina Isabel II y dio inicio a un nuevo periodo “democrático”. Allá estaba entonces, y en ella estuvo ligado, Eugenio María de Hostos. En Cuba la insurrección comenzó el 10 de octubre en Yara, dirigido por Céspedes.
No sólo la fecha histórica y el bautizo del centro de convenciones nos mueve a redactar estas líneas. Lo hace también la bibliografía extensa publicada sobre el tema, particularmente el libro reciente de don Luis Nieves Falcón titulado “Un siglo de represión política en Puerto Rico” (San Juan, 2009), amén de otros de años atrás, como las biografías sobre Albizu de Marisa Rosado y Federico Ribes, el libro sobre la insurrección nacionalista del 50 de Miñi Seijo y el de la “ley de la mordaza” que se utilizó para encarcelar al liderato nacionalista, de Ivonne Acosta.
Conviene no olvidar que la insurrección del 50 no se limitó a Jayuya, aunque desde allí se lanzara el grito. Acciones coordinadas ocurrieron también en Utuado, Peñuelas, Ponce, Arecibo, Mayagüez, Naranjito, San Juan, aparte del ataque a la Casa Blair, en Wáshington, residencia oficial del presidente Truman, y posteriormente, el ataque al Congreso federal norteamericano, entre otras cosas. Al acontecimiento se le llamó el “derrocamiento de la segunda república”. En el mismo actuó toda la policía insular, la guardia nacional cuyos aviones bombardearon el pueblo de Utuado, y, naturalmente, los agentes “federales”, es decir, coloniales. Don Pedro estuvo consciente de que le faltó un poco más de respaldo de los puertorriqueños.
Albizu Campos fue sitiado en su casa de San Juan donde francotiradores disparon a gusto hasta el dos de noviembre, cuando realizaron el asalto con la ayuda de gases lacrimógenos. Albizu ya había sido encarcelado antes, en el 1936, por sus discursos políticos. Volvió a estarlo de manera casi ininterrumpida. La vida que conoció, tras obtener grados universitarios en química y en ingeniería y graduarse de Leyes en la Universidad de Harvard, fue la cárcel. Si bien, para muchos la creación del Estado Libre Asociado reivindica históricamente la gestión histórica de Muñoz al colocar a Puerto Rico en un plano de menguada autonomía e imbuirle un reconocimiento internacional como país del que carecía absolutamente, lo cierto es que muy poco cambió la realidad colonial y que el precio que tuvo que pagar el pueblo puertorriqueño fue demasiado alto.
Hoover, el célebre director del FBI, vivió obsesionado con Albizu y los nacionalistas puertorriqueños. Muñoz fue el carcelero. Uno y otro comparten la responsabilidad histórica ante el martirio y la sistemática tortura de un hombre que salió inconsciente de la lluvia de gases para verse encerrado en un compartimiento sin ventilación durante días hasta sufrir un ataque al corazón. Posteriormente, se le aplicó una tortura a base de radiaciones. Decir que no murió en la cárcel es un eufemismo, pues lo que salió de prisión, algunos días antes del deceso, era un cadáver. Sus culpas inexcusables: la verticalidad insobornable de una bandera que bate con mayor energía mientras el viento se le oponga con más fuerza; la lucha de frente, como el toro que no muge, la verdad y el derecho que nace de la condición humana, el afán sublime de buscar la libertad verdadera y útil para su pueblo, el valor de la abnegación que hace apóstoles y cristos.
Este 30 de octubre no me importa a mí Rosselló ni el centro de convenciones. Cosas elevadas, intangibles, sublimes aletean mis humores y palpitan en mi sangre.
Marcos
Reyes
Dávila
Reyes
Dávila