Hostos
en su viaje al
Por Marcos Reyes Dávila
(Conferencia ofrecida para fundar la Cátedra Latinoamericana de la Universidad Columbia de Asunción, Paraguay en el 2002, y redictada como Conferencia Inaugural del Año del Centenario de la Muerte de Hostos, en UPRH, 2003.)
“La grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es...
El hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este mundo”.
Alejo Carpentier
El hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este mundo”.
Alejo Carpentier
No hablamos de Hostos para recordar una pieza de museo ni, mucho menos, para mitificar una figura de la historia remota. Se trata de un modelo de tal vitalidad que no caduca, se trata de una personalidad con tales atribuciones de perennidad que lo mismo actúa para levantar nuestro sentido de orgullo nacional que arroja luces para comprender nuestro pasado, nuestro presente, y nuestro porvenir. Tampoco vamos a Hostos sólo por gratitud ante el hombre grande que fue: vamos a Hostos porque deslumbra la manera como expandió por todo un continente su personalidad egregia, porque dignifica el género humano, porque tiene respuestas para muchas de nuestras crisis imperiosas de hoy, y porque tras su último respiro quedamos tan atónitos que no sabemos qué hacer con tanta vida.
En efecto, en el caso de Hostos, nos asombramos de su lucha de día a día, de toda una vida. No tuvo cuna de oro ni meta de laurel: lo más inaudito en su caso es la totalidad de su camino. Por eso este centenario de la muerte de Hostos no tiene para nosotros ápice de pesar, sino aire de alabanza. Y no lo conmemoramos como hacemos con las tragedias, sino que lo celebramos, como corresponde hacer con aquellos asombros que nos elevan mientras imparten soplo de vida.
1. Presentación: De los fundadores.
Quisiéramos creer que la posmodernidad neoliberal de la globalización ya se muestra tambaleante y reculona sobre el terreno del pensamiento de manera que estamos ahora en plena época postemporánea. Pero no vemos la postemporaneidad ni a diestra ni a siniestra, y me temo que no se deba a una una incapacidad nuestra para asumir una perspectiva presentista por deberle demasiado, a nuestros años, al siglo pasado, ese siglo que hasta ayer calificábamos de contemporáneo, y siglo del que aún, al menos yo, no puedo desubicar mis pies para instalarme sin deuda en el 21. Antes bien, creo, aunque lo más seguro es que quién sabe, como se dice tan sabiamente en México, que se trata de que el que sabe mirar atrás se instala en una atalaya que también permite mirar el porvenir.
En Francia hubo una secta en el siglo 17, resucitada por la revolución de 1848, que creía imperfecto al ser humano por carecer de un ojo detrás de la cabeza. Eugenio María de Hostos, recordando la referencia ilustrada, insiste, en que los latinoamericanos necesitamos de ese ojo, pues es necesario ver no sólo el pasado que hemos tenido, sino el pasado que aún comparte con nosotros, y el pasado que todavía mañana tendremos, como ocurre con el traje que vestí mañana en los célebres versos de Vallejo.
Hostos sabía muy bien que no todas las miradas atrás nos convierten en estatuas de sal, pues mirar atrás no es sólo asunto de certificar de dónde viene el lastre que nos mantiene en naufragio permanente. Algunos indios de América creían que en los momentos difíciles debíamos evocar y convocar el auxilio de nuestros antepasados. Como ellos, les propongo convocar los antepasados más íntimos y entrañables; convocar a aquellos antepasados que mejor instrumentaron el uso de la luz contra las sombras; aquéllos que enfrentaron la adversidad con una tenacidad que no reconoció límite; aquéllos que acaso, ya en tránsito a la inmortalidad de la historia, nos legaron como herencia inmarcesible el valor del carácter, la dignidad del amor y de la solidaridad, y la lección magistral de saber que sólo vivimos en los otros, por los otros y para los otros, y que a esos otros nos debemos. Ese espíritu de los ayeres vive, y vive por ellos, sobre ellos y con ellos, como piedra, como fuente, como cimiento. Y es sobre esos espíritus que debemos fundar el saber y las instituciones. A fin de cuentas, el Paraná debió enseñarnos, como le enseñó el Duero a Jorge Manrique como llevar su duelo, que el tiempo y la vida son como los ríos que van a dar a la mar, una continuidad desde el origen que sólo existe mientras corre en libertad. Y el zócalo de este continente nuestro que fundaron nuestros antepasados es, bien mirado, sencillamente egregio.
Los historiadores de la literatura y de las ideas no dejan de señalar en nuestro caso el problema de la imaginación colonizada, y de cómo a contrapelo, las bases de nuestra historia propia tuvieron que luchar contra la censura y la represión del pensamiento más tenaz. Hay quien asegura que lo americano brotó primero en los barracones de esclavos, en la mita de los indios, a orillas de los ríos, disperso en la pampa y la cordillera, marginado e inundado de desesperación, pero siempre al margen de los enclaves del poder colonial. Lo cierto es que dentro de las ciudades amuralladas también germinó la nueva semilla, a veces encarnada en lo inusitado. Por no incurrir en el dilatado machismo que es característica tan penosa de nuestro pensamiento, recordemos como ejemplo, con celeridad, el nombre sin sombra de Sor Juana Inés de la Cruz. Su obra fue –y es, la proclamación del principio creador en la libertad del pensamiento. Como ella, y junto a ella, es justo también recordar los próceres de nuestra independencia política, pues en su agenda estuvo el propósito de completar las tareas de la libertad, aunque la vida no les diera para tanto. Bolívar supo que la libertad estaba más allá de las cadenas rotas, aunque su vida se perdiera en el río Magdalena sin hallar cómo constituir la utopía de la libertad ansiada. Por eso me parecería hermoso que recobráramos el espíritu ayacucho, el espíritu chimborazo, panameño y jamaiquino de esa piedra de Pedro que es Simón Bolívar y, como Venezuela, también nuestros países se refundaran como repúblicas bolivarianas de América.
Hostos: fundador
Hoy, si me lo permiten, me propongo recordar a otro de esos espíritus fundadores. Mejor que recordarlo será pasarle la palabra. Fue amigo de Sarmiento y con Sarmiento se le compara. Fue amigo de Mitre, de Lastarria, de Bilbao, de Guillermo Matta, de Fernando de los Ríos, de Federico Henríquez y Carvajal y de Luperón, del presidente del Perú, Manuel Pardo... José Martí lo consideró maestro, igual que don Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, Máximo Gómez... Inútil, o al menos redundante, extenderse con una lista de nombres que no termina. Nació en el pueblo de Mayagüez en Puerto Rico, pero descansa en la ciudad de Santo Domingo, en el Panteón de los Héroes de la República Dominicana, con su llama eterna. La primera locomotora que cruzó los Andes entre Argentina y Chile llevaba su nombre. Y la Sociedad de Estados Americanos lo proclamó en la víspera del centenario de su nacimiento, en Lima, 1938, “Ciudadano Eminente de América”. Sin embargo, no fue un buscador de gloria, aunque con la gloria soñara, porque su vida entera estuvo consagrada a la defensa, intransigente, de sus principios, de manera que no lo compraron los triunfos lisonjeros, no lo compró la oferta de la gobernación de Barcelona, no lo compraron los que intentaron sobornarlo con cantidades cuantiosas para su causa de independencia antillana, no lo compró la miseria, ni la pobreza, ni la soledad, no lo compraron ni lo hicieron temblar presidentes, no lo compró ni lo venció la adversidad ni la derrota.
Viajó al sur. En su periplo se detuvo en Colombia, Panamá, Perú, Chile, Argentina, Brasil y, más tarde, en Venezuela, para auscultar el corazón del continente entero. De los 21 tomos de sus Obras completas, al menos once están íntimamente consagrados al porvenir americano: uno al viaje como tal, otro a temas sudamericanos, otro a temas cubanos, otro a la República Dominicana, otro a sus hombres e ideas, otro –no podía faltar– a su Madre Isla, pero en todos respira como inspiración, incluso en el tomo que recoge las luchas de su época española, el tema de una América que apreció como pocos con su mirada dilatada. Incluso en su Tratado de moral, libro que se ha reconocido como una de las cumbres del pensamiento ético latinoamericano. O su Tratado de Sociología, libro que funda en nuestra lengua una nueva ciencia. O sus Lecciones de Derecho Constitucional. O su Geografía evolutiva y su Geografía política universal. –¡Y aún no mencionamos la profunda revolución pedagógica que instaló en la práctica en la República Dominicana y desde las rectorías chilenas de los liceos de Chillán y el Liceo Miguel Luis Amunátegui en Santiago de Chile, principalmente!
Principalmente, decimos, porque al respecto de lo que concierne a su quehacer educativo habría que empezar al menos señalando que José Manuel Estrada le ofreció al hombre sin diplomas que fue Hostos la Cátedra de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, que dirigió dos colegios en Venezuela (en Isla Margarita y Puerto Cabello, y dictó cátedra en Caracas), que fundó en Mayagüez, Puerto Rico, el Instituto Municipal de Enseñanza Reformada, y que fue además, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Chile. En algunos casos redactó incluso las leyes sobre educación. En otros, la filosofía educativa. En otros, programas académicos y textos de las más variadas materias. Formó los maestros. Su creatividad no dejó aspecto yermo. Ni siquiera perdió de vista que la misión última de su pedagogía era formar los ejércitos necesarios para hacer practible su utopía de una América verdaderamente libre. Su nombre: Eugenio María de Hostos. Con la gracia de ustedes será Hostos, "el sembrador", como lo llamó Juan Bosch, quien inaugure esta Cátedra de Pensamiento Latinoamericano. A nombre, pues, de Hostos, del Puerto Rico colonial, de esa isla Vieques que no tiene olvido, y del mío propio, les doy las gracias a la Universidad Columbia del Paraguay por fundar con Hostos esta Cátedra.
Se diría que al hacer el fugaz esbozo de su personalidad histórica en el marco de la cultura, destacamos, como suele hacerse, las obras de razón y de pedagogía de aquél que suele describirse en primer término, como un célebre educador, y luego, pensador y filósofo. Pero el caso verdadero es que Hostos es aún más grande en la esfera de los sueños y de las utopías. Me refiero a la obra de pasión y ardor consagrada a la búsqueda de verdad y de justicia, búsqueda que no conoció límites ni reconoció advertencias o sacrificios. Alguna vez califiqué esa obra como la llamarada escrituraria, término que defendí en la ponencia que presenté en el congreso dedicado a Hostos a propósito del sesquicentenario de su natalicio. Allí defendí la idea, entre otras, de que tal vez la obra más importante de Hostos no es la académica ni la que corresponde en propiedad a los géneros literarios generalmente reconocidos como tales, sino la otra, la que se recoge en los llamados géneros ancilares o instrumentales, de manera que en el caso de Hostos, como se ha señalado en el caso de Martí, la proliferación en Hostos de estos textos no desmerece al escritor, sino que halla en él la cifra de su grandeza. Recuerdo, si se me permite la anécdota, que un catedrático argentino se me acercó entonces, al términar mi ponencia, para decirme que estuvo muy hermosa, pero que era lástima que no fuera verdad. No supe entonces, ni sé ahora, cómo se pueden leer tantas páginas de Hostos sin temblar, o para decirlo con sencillez, sentirse tocado en lo más hondo.
Hostos en su viaje al sur
En otras oportunidades hemos estudiado su obra literaria y su teoría estética, el sentido de su personalidad histórica, el carácter de su obra revolucionaria tanto en la época española que corresponde al joven Hostos como a su prédica antillanista y latinoamericanista, el carácter revolucionario en la forjación de su carácter y de su obra educativa , sus íntimas vinculaciones con José Martí... Pero en esta oportunidad, ante la inminencia del centenario de su muerte que conmemoraremos en agosto del 2003, como expresión de agradecimiento por la invitación que se me hiciera para participar de este encuentro, y como piedra fundadora del pensamiento latinoamericano que les propongo, quisiera repasar el sentido y la importancia que tuvo en el desarrollo de la personalidad y del pensamiento revolucionario de Hostos y, especialmente, el impacto que tuvo en su mirada utópica de todo el continente, los viajes que realizó precisamente por este contorno de ustedes, muy cerca de estos lares: me refiero a su viaje al sur.
Varias cosas habría que aclarar antes. Primero, que hay un volumen de 440 páginas en la edición de 1939 de las Obras completas de Hostos titulado precisamente Mi viaje al sur (VI), pero que este tomo, como antes indicamos, está lejos de contener todos los trabajos escritos durante el viaje y a propósito de él. Hay, otro tomo en esas obras que se titula, Temas sudamericanos (VII), escrito en su mayor parte durante ese viaje. Asimismo, muchas páginas de su Diario (I y II) en dos tomos, de las páginas recogidas en el volumen de Temas cubanos (IX), así como el tomo titulado Hombres e ideas (XIV), el volumen de Cartas (IV) y el de Crítica (XI), y, finalmente, el volumen que conforma Forjando el porvenir americano (XII): en todos ellos hay trabajos escritos durante el viaje o a propósito de él, fragmentos de una mirada hambrienta y tragadora como un Archivo de Indias, mirada que es necesario recorrer descalzo para tener una idea de cuán fundante fue esa contemplación.
En segundo lugar, hay que aclarar que el viaje al sur de Hostos responde a la coyuntura en que se halló a su regreso a América (Nueva York) en 1869. Al menos desde 1863, año en que publicó su novela La peregrinación de Bayoán, Hostos se había dado a la tarea de resolver el dilema colonial de las Antillas apoyando y empujando una revolución liberal republicana en España que diera al traste con el absolutismo monárquico. Su misma novela, antes mencionada, estaba escrita, por un lado, con el propósito de abrirle los ojos al público lector español ante el atropello de que eran víctimas sus colonias de ultramar y, por otro, con el de hacer “propaganda” a favor de una confederación hispánica de estados libres que incluyera a sus Antillas. De esa manera las Antillas, postradas e inermes por el régimen, podrían gozar de la plenitud de los derechos ciudadanos y ejercer una soberanía viable, no tanto en cuanto a la posibilidad de ejercerla sino en cuanto a su convencimiento de que la independencia, dado el estado de penuria en que se encontraba especialmente Puerto Rico, tenía cerradas las posibilidades de desarrollo en libertad. Pero tras el triunfo de los liberales en 1868, el nuevo gobierno español se negó a extender la nueva política a las colonias con el pretexto de los gritos revolucionarios de Yara en Cuba, y de Lares, en Puerto Rico. Indignado por lo que consideró una traición a los principios, Hostos rompió con sus antiguos correligionarios y se trasladó a Nueva York para participar como soldado en una expedición que se preparaba para Puerto Rico. La expedición nunca salió. Mientras, Hostos tuvo que enfrentar entre los emigrados el problema de las aspiraciones anexionistas de muchos de ellos, principalmente entre los cubanos. En esas circunstancias es que resuelve hacer su viaje al sur. Pretendía no sólo buscar apoyo entre los países hermanos de la América Latina para la lucha que se desarrollaba en Cuba, sino organizar comités de trabajo, tanto en el sur como en el norte. Esta fue la fórmula exitosa de Martí al fundar en el exilio el Partido Revolucionario Cubano. Pero al crear una fuerza de apoyo en el sur, Hostos pensaba que podría equilibrar la dependencia exclusiva en el apoyo de los norteamericanos y de la emigración radicada en el norte. Dado el fuerte anexionismo existente entre los suyos, la dependencia exclusiva en esa emigración y en la colaboración norteamericana era de temer.
En tercer lugar, hay que aclarar que su condición de exiliado parece acelerar, profundizar y radicalizar su apego e identificación con la patria grande latinoamericana, pues si bien por una parte, ya ese apego y esa identificación están presentes en La peregrinación de Bayoán, por otra, su conciencia de que no tiene patria en la tierra en que nació, colonia española, lo mueve a identificarse no sólo con la unidad de coyuntura histórica que lleva a cuestas el continente entero, sino, lo que es más importante, a juicio de Fernando Aínsa, la unidad de porvenir que vislumbra en términos de una utopía por la que vale la pena todo martirio (Hostos: sentido y proyección de su obra en América. Ed. de la UPR, 1995, 421). Es así como Hostos, que en su paso a Cartagena alcanza a vislumbrar la costa de Cuba que nunca pisó, hace de esa patria del porvenir que concibe la causa de su vida, de manera que antes de pisar tierra del sur ya se siente hijo de ella.
¿Que de dónde le llega a Hostos esta devoción? Creemos que es el resultado de su propio convencimiento, una especie de autofecundación audaz de la sorpresa, inoculación de su intuición visionaria, impronta de sus afectos fraternales, pero sobre todo, la inmolación de su sentido del deber y de su consagración plena a los propósitos de la libertad. Sobre este respecto hablamos ya, como podrá sentirse, de uno de los temas más interesantes y permanentes de la obra de Hostos: el tema de la asunción de América, como augurio y como “utopía inconclusa” (Roberto Mori, EXÉGESIS 39-40: 4), como definición de una epifanía comunitaria, pero también como análisis e interpretación de sus problemas, como propuesta y lucha por buscar soluciones y diligenciarlas, como identificación íntima y pacto de sangre, no sólo con el ideal de la patria grande, sino, lo que es mucho más significativo, con su habitante natural, especialmente los pobres de la tierra. La solidaridad de Hostos con las poblaciones marginadas del continente no tiene límites. El tema, como se ve, es demasiado basto para pretender siquiera tocar la mayor parte de sus aspectos. Me limitaré a abordar algunos de los tópicos que estimo de mayor interés.
La construcción de su idea de América
Como hemos apuntado antes, estimamos que es en su viaje al sur que Hostos construye una fórmula concreta de la América grande. Ponderándola venía desde antes de 1863, cuando la incluye como factor clave en su obra primeriza, el poema-novela que titula La peregrinación de Bayoán. En esta obra convergen todos los tiempos: el asfixiante pasado colonial, el precario presente en crisis, la lucha por un porvenir vislumbrado dentro de un posibilismo utópico. En esta novela, como hará toda su vida, Hostos sueña sobre cubierta, y sueña sobre el mar. Se diría que la contemplación del océano dilata horizontes, pero que, enemigo acérrimo de toda fantasía sin asiento en la realidad, sus sueños siempre son idealidades posibles que le permiten concretar agendas y programas de lucha. Sus sueños son tan grandes y profundos, tan hondos y completos, tan orgánicos y específicos, que parecen anticipar cada reticencia, responder a cada objeción de la realidad, resolver cada obstáculo del camino. Lejos, pues, de la utopía de fe y la concepción sin raíz en ningún lugar de Moro, Campanela y Bacon, la de Hostos es una utopía reflexiva asentada en tierra, vislumbre que brota del estudio rudo de la realidad concreta. Por eso puede acotar que “la verdad tiene más mártires y mejores que la fe” (O. C., VI, 54). Y por eso podemos asegurar que en su obra se constituye de una manera más pulida y compleja la visión de la América mestiza, la visión de la América que como Martí también calificó como sencillamente “nuestra”.
Siempre es lejano el porvenir, asegura Hostos, como el arcoiris que se aleja a cada paso, pero no sin hacernos al andar el plan de la vida. Así, y en efecto, según veremos, en cada etapa de su peregrinaje por el sur se expande y perfecciona cada vez más su mirada. En tierra de Bolívar, Cartagena, desembarca, y allí mismo se inserta en lo que habrá de ser su destino al bautizarse americano, hijo de Bolívar. Vive la ciudad que despierta con vívida fruición, como de niños. Tanta, que le sorprende su encuentro con las ruinas del primer castillo español. Pero como nada detiene sus análisis y su búsqueda de soluciones, pasan por su mente los ferrocarriles, el comercio, la navegación de los ríos, la población. En Colombia, Hostos encuentra la primera solución al problema que lo trae al sur. Se trataba de una ley de mutualidad de servicios que primero conversa con el presidente y luego logra hacer aprobar por el congreso: una ley para poblar –y desde luego, desarrollar– con antillanos la costa norte de Colombia, de manera que cubanos y puertorriqueños exiliados puedan ser acogidos por un país del sur, en un centro más próximo y propicio para la lucha que se desarrollaba en Cuba, mientras simultáneamente, éstos ayudaban a desarrollar y poblar una zona yerma. Sin embargo, será en su breve estadía en Panamá, esperando pasaje gratuito para el Perú –que no consigue–, que aflorarán en su conciencia algunos de los pensamientos de más hondo calado respecto a su concepción de América.
En el istmo Hostos repasará la historia colonial de América para adscribirse a los sueños utópicos que alucinaban a Bolívar al convocar al primer congreso latinoamericano. Tras censurar el cosmopolitismo de pésimo carácter que allí impera (VI, 75) pues todos creen estar en su casa, según dice, menos el panameño, hace un interesante análisis geopolítico que se deriva tanto de las ambiciones históricas del congreso que Bolívar convocara allí con el propósito de reintegrar la patria grande, como de las posibilidades del canal que de seguro algún día uniría, perforado el istmo, los dos grandes océanos, ya fuera por Panamá, ya lo fuera por Nicaragua. Tras contrastar la precaria situación discordante de Panamá, atribulada de extranjeros, Hostos reflexiona sobre la importancia que la posesión del canal tendría para los latinoamericanos y la necesidad de asegurar su neutralidad futura. Por eso, le parece imperativo denunciar las “mal disimuladas tentativas de los angloamericanos para apoderarse subrepticiamente de él” y las “ insolentes usurpaciones de autoridad a que se entregan los jefes norteamericanos de la estación naval del golfo” (VI, 78). Es entonces que Hostos, como hemos dicho, proclama una de sus visiones más grandes del porvenir: las grandes Antillas, toda la parte de Panamá que corresponde al Istmo, y las cinco repúblicas centrales formarán una confederación de estados libres intermediaria de las dos grandes masas continentales, próxima a una por su origen y su carácter, próxima a la otra por sus conexiones políticas, comerciales e industriales, solución de continuidad para ambas. La grandeza de esta visión no está en la confederación de por sí, la grandeza está en la misión que Hostos le atribuye: mantener en sus límites propios ambas masas continentales.
Ciertamente que Hostos soñaba con la constitución de grandes conglomerados políticos como triunfos del principio federal. Y no temía que se rompieran en conglomerados más pequeños, pues como dice, “la libertad no se domicilia en parte alguna con tanta fuerza como en los territorios pequeños”. Pero desde ese entonces las formas colosales de la democracia norteamericana le inspiraban temor. Para enfrentar la nordomanía latinoamericana del siglo XIX que afiebraba también a la emigración de las Antillas, Hostos tuvo que defenderse primero de los que lo acusaban de sentir rencor contra los norteamericanos y, acto seguido, hacer una lista de los motivos que lo movían a sentir admiración hacia los norteamericanos: la república; la libertad religiosa; las leyes que establecen que el derecho individual, la afirmación del ser y la conciencia es anterior y superior a toda ley y reglamentación convencionales; la igualdad ante la ley de los individuos, de los sexos, de las razas. Pero luego aclara, que la admiración por sus principios es reflexiva, y que son precisamente los motivos de su admiración los que nutren su rechazo a la ambición territorial de los norteamericanos y al anexionismo. A su juicio, añade, no es bueno: “es malo que los norteamericanos tengan las tendencias absorbentes que han demostrado con su guerra contra México, la conquista de sus territorios, las tentativas de dominio sobre Santo Domingo, su repulsión hacia los latinoamericanos, el principio egoísta de la supremacía continental de la doctrina Monroe, su ideal de vida que es ocupar todo el continente desde Behring hasta el istmo, el archipiélago incluido, su prolongación de la guerra de independencia suramericana, su oposición a la idea de Bolívar, antes y después del Congreso de Panamá, su oposición a la independencia de Cuba, su usufructo de la desgracia y debilidad latinoamericanas y que la fuerza de atracción de sus instituciones y tradiciones sólo alimenten su vanidad y nada de su solidaridad” (VI, 81-82).
Hostos ve entonces, casi treinta años antes del 98, cómo germina en los Estados Unidos la misma política imperialista que practican muchos estados europeos en África, en el oceáno Índico, en el Pacífico. Ese imperialismo occidental que extermina, francamente genocida, culturas y pueblos por todos los océanos, será claramente denunciado luego en el Tratado de moral. Pero ya en Panamá, en 1870, piensa que sólo la independencia a tiempo de las Antillas, y la unión de éstas en una confederación junto a las repúblicas centrales, podrían frenar las ambiciones territoriales de los norteamericanos. Hostos formula entonces aquí la conocidísima imagen de las Antillas atribuida a Martí, como “el fiel de la balanza”, ni norte ni sudamericanos: antillanos. Esa divisa es suya. Y también de los revolucionarios puertorriqueños como su amigo de la época española de estudios, Segundo Ruiz Belvis, y naturalmente, de Ramón Emeterio Betances, acaso en última instancia, el padre del antillanismo.
En su peregrinaje Hostos se detuvo también en el Perú. Entusiasta es la descripción del viaje, la entrada en El Callao, su encuentro con Lima. En su descripción de Lima detalla cada espacio, cada construcción, cada personaje. La pobreza que le había sido tantas veces funesta pues parece desmerecer ante los demás su reconocimiento como postulante, le ha sido esta vez, según dice, de gran beneficio, “amiga inapreciable” la llama, pues nadie se le pega, nadie lo importuna con sus comentarios, nadie lo distrae, se ve obligado a transitar a pie, callejear, a utilizar los callejones estrechos que atajan, a encontrarse de frente con cada personaje contrastante, a resolver los extravíos, a ver con sus propios ojos y enjuiciar con su propio juicio. La descripción del amanecer en una plaza recuerda aquella hermosa mañana en que Oliver Twist despierta frente a la plaza pública que también despierta. Hostos celebra la creciente algarabía de cobrizos, negros, tamaleras, melcocheros, aguadores, tisoneras, camaroneros, polleros, vendedores, así como los demás transeúntes chinos, indios, cuarterones (VI, 133-134): “Who will buy this beatiful morning!”, parece decir.
Allí estudió el presente del Perú, el país, y la política de su presidente Manuel Pardo. En Chile estudiará su estado presente, y la política de su presidente Federico Errázurriz. Su ensayo sobre la “Exposición chilena de 1872", escrito recién llegado, ganó el primer premio. Allí aboga por el ferrocarril trasandino y defiende el derecho de la mujer a usufructuar los beneficios de una educación igual a la del varón. Vislumbra la importancia que tendrá el Canal de Magallanes. La situación del araucano y del patagónico. La estructura geográfica desde el norte desértico y la costa hasta la Tierra del Fuego y las cumbres andinas que recorre a caballo. En Argentina estudia el presente del país y la política de su presidente Domingo F. Sarmiento. Además, estudia la inmigración europea, y cómo el ferrocarril y la electricidad se convierten en un instrumento eficaz de civilización de la pampa al poner en asociación los factores aislados, y llevar la costa al interior. Además, insiste en la importancia de trascender los Andes y encontrarse con Chile. En su estudio del interior de la república, la zona de Córdoba, Río Cuarto, Rosario, San Luis, San Lorenzo, Jesús María, recopila los datos más minuciosos de población, profesiones, alfabetismo, edificios, vehículos, instrumentos agrícolas, animales de labranza, cosechas, sementeras, producto bruto, gobierno, correos, municipalidad, industria, peones, concesiones, religión, educación, historia, conflictos.
Ya en Brasil, tras arrobarse con la belleza tropical de Santos, se escandilaza al percatarse de que un buque transportaba muchos negros pues alguien le informa que son esclavos. Así, hace de Brasil, acto seguido, objeto de un nuevo estudio sociológico.
El legado colonial
En ese viaje al sur, aflora también otro de los aspectos más significativos en la construcción de su visión de América, pues allí lo golpea la fuerza del pasado colonial. Hostos mira atrás, con su ojo posterior, lo que es nuestra herencia colonial. Aunque, como señalamos antes, había hecho lo propio en su novela de 1863, ahora va mucho más lejos. A pesar de su aversión por las monarquías, los absolutismos y lo español, Hostos no deja de reconocer las aportaciones. Notable es su actitud ante el caso de Cristóbal Colón. Censura la conquista, la colonización, la destrucción de las poblaciones y las culturas precolombinas, pero aún puede enaltecer la figura histórica de Colón. A propósito del Cuarto Centenario de América, por ejemplo, escribió unos ensayos en los que enumera, entre otras cosas, la importancia histórica de la conmemoración: “la posesión de dos océanos; la apropiación de dos continentes, el Nuevo y el marítimo; el aumento de la población del planeta por el aumento de los elementos de alimentación con que América ha provisto al mundo, el maíz, la papa, el cacao, y el azúcar; la formación de más de veinte nuevas naciones, incluyendo el Canadá y Australia; el crecimiento de la industria de transporte marítimo, desde el fuste, la carabela, y la carraca, hasta el clipper, el vapor de ríos, y el de mar; la dilatación del comercio desde los mares cerrados de Europa y desde los litorales, incomunicados entre sí, de China, India, Persia y Europa, al océano abierto y a las costas de todo el mundo comercial; el desarrollo de la industria fabril, desde la fuerza mecánica del brazo, hasta la fuerza propulsora de los agentes físicos más poderosos que el hombre ha logrado poner a su servicio; la dilatación de la patria, desde el lugar en que nace cualquier hombre, hasta el hogar que elige; el aumento de todas las fuerzas productivas, y la transformación de la vida humana, en cuanto instinto, en cuanto razón, en cuanto orden, en cuanto conciencia, en cuanto libertad” (X, 37; ). Consecuente con esa idea, en su libro sobre la Moral social escogió a Colón para explicar lo que llamó deber de civilización, y a Bartolomé de las Casas para explicar el deber de filantropía (XVI, 434 y 381).
Pero, por otra parte, Hostos nunca pierde la ocasión de fustigar ni de lamentar nuestro pasado colonial. En innumerables trabajos Hostos reflexiona sobre el lastre que dejó como herencia el régimen colonial español en América. En numerosos volúmenes de las obras completas de Hostos hay pasajes de importancia e interés sobre este tema, pues era, como es natural, asunto inalienable al revolucionario que dedicó su vida a libertar a Cuba y Puerto Rico del régimen colonial español, a defender la independencia amenazada de la República Dominicana y a defender de Europa y de Estados Unidos a toda la América Latina. Uno de los análisis de mayor interés al respecto es el sicosociológico del colonizado que dedica al poeta cubano Gabriel de la Concepción Valdés, conocido como “Plácido” (IX, 5-109). Hostos combina en él el estudio de la historia decimonónica cubana con la biografía de Plácido, la historia de la represión colonial y la obra poética de Valdés. Pero como es de esperar que encontremos al respecto del mártir cubano referencias al coloniaje, buscamos mejores contextos.
Hostos sostuvo en un comentario dedicado al estudio de la obra de Lastarria, que “nuestro pasado no es nuestro: es el cadáver de la sociedad absurda que sus creadores dejaron al marcharse, y nosotros no enterraremos al insepulto hasta que nos organicemos para vivir racionalmente” (XI, 292), dice. Esta descripción, que bien le cae al monstruo de Mary W. Shelley –Frankenstein o el Prometeo moderno, publicada en 1818–, no podía dejar de aparecer en el volumen dedicado a su Viaje al sur. Hostos cree que, como le ocurre a Krankenstein, “los pueblos son responsables de sus tiranos”. No obstante, se conduele hasta el punto de descubrir, por experiencia propia, cómo se corresponden los males físicos con los males morales del espíritu, pues los dolores del alma que padece por nuestros países se le traducen en dolencias físicas (VI, 126). En Lima conoce al coronel Espinosa. Le llama la atención una de sus obras: Herencia española, de la que extrae el siguiente cuadro:
“Esta vida enfermiza de nuestras nuevas sociedades; estas dificultades de desarrollo de su existencia; este carácter morboso de una civilización que pudiera y debiera ser tan sana; esas formas ridículas de las creencias religiosas; esos frailes convertidos por un hábito sombrío en maestros de moral social; ese clero organizado jesuísticamente para herir en el corazón el progreso moral e intelectual de esos países; las jocosas alianzas del caudillaje semibárbaro con la teocracia semisalvaje; el fanatismo fetichista de las masas ignorantes; la brutalidad de las acciones y reacciones sociales; el predominio de la fuerza bruta; el militarismo entrometido; el personalismo corruptor; el funcionarismo empobrecedor; la inestabilidad, el desorden, la anarquía, las costumbres sociales, políticas, intelectuales, todo cuanto nos echáis en rostro: ¿qué son, señores españoles, sino obra vuestra, patrimonio vuestro, herencia española?” (VI, 179).
Muchos de los aspectos antes mencionados fueron estipulados por el mismo Simón Bolívar que no dejó fuera de su ponderación del régimen español ni siquiera aquello que él llamó en la “Carta de Jamaica” “tiranía activa y dominante” , forma de la tiranía que dejó a nuestros pueblos en una “infancia” política lamentable.
Hostos pasa juicio sobre todos los pueblos hispanoamericanos. Lo podemos afirmar porque entre sus obras hay una Geografía política universal. Sin embargo, como hemos indicado ya, en muchos casos el estudio se expande, y entre esos casos están, naturalmente, los estudios hechos a propósito de los países que visita. Pero además, en sus estudios hace constantes aunque breves incursiones respecto a aspectos de otros países, a modo de comparación, por analogía o contraste. Su relación con el Perú es curiosísima. Por un lado la solidaridad lo mueve a protestar por las “calumnias inicuas” que le hace Europa. Pero por otro, no puede evitar la desesperación que le causan algunas cosas que observa. Es precisamente Perú quien se convierte primero en motivo de su agonía, pues a su juicio “no hay en América un país más calumniado que el Perú; pero –añade– tal vez no hay otro que se preste más que él a la calumnia” (VII, 115). Hostos estima que Perú fue el país más corrompido por el sistema colonial. Su estado social era a su juicio el más complicado, campo abierto al nepotismo y al centralismo. Pero su problema mayor era el de constituir un pueblo unificado, fundido, identificado en un mismo pensamiento nacional, en un pueblo para la república, en un ciudadano para un gobierno democrático que agrava, en vez de mejorar, la “importación del brazo casi esclavo de los chinos” (VII, 119). En vez de ello, observa Hostos: “Vive el indígena en la servidumbre en que lo mantiene la colonia; vive el mestizo en la inferioridad que para él crearan los errores coloniales; vive el criollo en el desdén que desde su infancia le inculcaron hacia las razas que declararon inferiores” (Ibid).
Pero a Hostos, por ratos, le causa mayor desesperación contemplar, sin posibilidad de escape, la omnipresencia de la iglesia. Siendo Mi viaje al sur un libro en el que Hostos repasa, pocos años más tarde de los hechos y a partir de sus notas, las peripecias de su encuentro con el sur, combina la frescura de los encuentros repentinos con la reflexión que a posteriori le provocaron. Callejear por Lima parecía haberlo condenado, según siente, a “conversar con la divinidad” todos los días (VI, 154). Hostos, que sólo creía en el dios de su conciencia y su deber (VI, 151), de repente se encuentra con que “había visto en dos o tres días más frailes, más conventos, más fiestas religiosas, más procesiones” que en todos los años de su vida. Se sentía “bloqueado por iglesias, asediado por capillas y conventos, ensordecido por campanas incansables, desvelado por la visión de frailes, frailecitos, devotos y beatas, deslumbrado por el esplendor del culto, cegado por el continuo resplandor nocturno de la pirotécnica eclasiástica, horrorizado, espantado y aterrado de la popularidad de aquella huelga continua de la iglesia, de aquella estupidez candorosísima de un pueblo que parecía inteligente y del zapar continuo en la conciencia y en la razón colectiva por aquel trastorno de todas las leyes económicas, de todas las reglas de la libertad, de todas las instituciones del sentido común” (VI, 149). Fíjense que no se trata del simple disgusto de un anticlerical. Hostos denuncia el efecto de la iglesia sobre la economía, la libertad y el sentido común, tanto que desarrolló entonces una especie de ecuación social, y un corolario de éste:
“Dado el número de iglesias en un país de Estado creyente, en qué proporción están la religión y la libertad. Esta es la fase política del problema. La fase social es ésta: Dado el abuso de una sola religión, en qué proporción están la religiosidad y la ignorancia.” Dados estos dos teoremas, Hostos propone entonces el siguiente corolario que “agregaba –según dice– la fase demoledora: Dada la población de una ciudad latinoamericana, cuántas iglesias sobran en ella o cuántas iglesias obstan en ella al desarrollo de la libertad y de la civilización” (VI, 148). Hostos ya había observado, a propósito de los mendigos y pordioseros, que “había una relación entre la abundancia de iglesias y la ciega conducta de la sociedad peruana, al dejar en estado de coloniaje a su raza indígena” (VI, 142).
En su estudio sobre la Federación Argentina Hostos repasa la historia de los hijos de Loyola en el corazón del continente y explica las razones de su éxito en la constitución de las misiones, destacando entre otras cosas la imitación de la organización de los Incas y el socialismo teocrático que lograron establecer. A juicio de Hostos, comparado con la tiranización colonial, la colonización de los jesuitas resultaba “más sabia, más humana, más fructuosa y más civilizadora” (VII, 79-80). No obstante, también a propósito de la obra de los jesuitas, Hostos señala que “la civilización no llorará jamás con lágrimas suficientes el tiempo perdido en los siglos coloniales de América Latina” (VI, 287). Como hemos visto, su evaluación no es, como puede parecer de entrada, desequilibrada. Hostos reclama que no tiene animosidad contra la Compañía de Jesús que representó sin embargo, aunque con móviles mezquinos, todo lo que el coloniaje negaba o deprimía en la América nuestra. Pero, a propósito de la Universidad de Córdoba, denuncia que sin embargo la milicia de Jesús sirvió “para completar el sistema de conquista que sobre la conciencia de los indígenas y los criollos americanos desarrollaba” (VI, 288).
Hay otro aspecto sobre este tema que me es imposible dejar en el tintero, y es la defensa de la América Latina respecto a la injusta comparación que en su defecto se le hace con la América del norte. En muchos trabajos Hostos analiza las causas del divergente y desigual desarrrollo de las Américas. Hay toda una serie de artículos que a modo de crónica extranjera publica en Chile en 1874, y en los cuales estudia el peligroso desarrollo de la libertad en el coloso del norte. Pero a propósito de este tópico prefiero comentar ahora un trabajo que escribe como introducción a los estudios que hace del Perú, Chile y la Argentina, y de la situación particular en cada uno de estos países, en sendos artículos también, de los respectivos presidentes Manuel Pardo, Federico Errázurriz y Domingo Faustino Sarmiento.
El artículo se titula, precisamente, “La América Latina”. En este trabajo, repito, en defensa de nuestros países contra los que nos agreden lo mismo en Montevideo que en Ecuador, y contra los que nos calumnian, lo mismo en Bolivia que en Centroamérica, Hostos presenta una serie de preguntas que subvierten y claramente revierten la opinión general sobre el asunto, francamente llana y desinformada. Hostos pregunta allí, socráticamente, a nuestros críticos, cosas como éstas: quiénes poblaron los Estados Unidos y quiénes la América Latina, y para qué; qué representa Inglaterra y qué España en la historia de la humanidad; cuál es el sistema colonial de uno y de otro; cuál de las dos guerras de independencia empezó antes y cuál duró menos; en cuál de las dos la metrópoli puso más violencia; cuál tuvo más auxiliares; cuál fue el carácter de cada una de sus revoluciones; en qué momento histórico se dieron; en qué momento comienza la emigración europea; qué población tenía una y otra; qué parte tuvo la inmigración en el trabajo, en la producción, en la riqueza inicial y combinada, en uno y otro mundo... Las respuestas a éstas y otras preguntas sólo podían poner en su justa perspectiva las cosas. Y Hostos intenta hacerlo, con el rápido esbozo de lo que quisiera fuera un estudio científico, de las tres repúblicas antes mencionadas.
La fundación de la Sociología
Llamo la atención, otra vez, a que Hostos lleva dentro de sí el método científico. No puede enajenárselo. Martí se refiere a eso cuando califica como “matemático” el “idioma” de Hostos, y acaso por esa razón en varias oportunidades Hostos, por su parte, califica asuntos que estudia y aclara como “numerables”. Lo indudable es que en esta serie de siete artículos, escrita según parece tras completar el periplo de su viaje, se pone en evidencia si la unimos a los demás textos escritos en este periodo, que en Hostos se encuentra la más abarcadora mirada, la más penetrante, la más robusta de datos, la más asentada en la realidad concreta, la más compleja y rica interpretación de ese sueño militante, de esa utopía con programa, de esa reflexión ansiosa que es el tema de la América grande, la América mestiza, la América que quería llamar Colombia, la América que se le adentra en la intimidad como víscera de su organismo para trasplantar, expandir y desarrollar la ciencia sociológica, y que incluso en el Tratado de Sociología llama con el cariño personal de quien la ha recorrido a pie, y con la misma ternura del hijo que transita todos los martirios por los caminos de cada uno y de todos los países de su América: “nuestra América”. (O.C., ed. crítica, VIII.I: 238). Aunque en su época española Hostos comienza a desarrollar un pensamiento sociológico respecto a sus luchas por la libertad de las Antillas, la lectura de los textos de Hostos de los setenta nos permite conjeturar que es allí y entonces, como fruto de su estudio cada vez más extenso, abarcador y detallado de su América, y no en sus lecturas del positivismo comtiano, que Hostos funda, temprano en esa década de los setenta, la ciencia de la sociología. Cuando menos, es ya la práctica prematura de una perspectiva y de un método, el ejercicio precoz de sistematizar unos datos específicos. De esta práctica y de este ejercicio extraerá años más tarde los principios de la ciencia. Hostos mismo parece estar consciente de ello (Véase, sobre este particular, por ejemplo, VI, 290). Y a nadie debería extrañarle, pues repetidamente observa Hostos en su obra pedagógica que todo saber arranca de la intuición y de la observación, y que pasa por los grados de desarrollo naturales de la inducción y deducción hasta desembocar en la sistematización, que ya es la ciencia.
No puedo, sin embargo, dar por terminado el comentario sobre este aspecto, sin aludir a un rango importante que ostenta esta perspectiva sociológica. Es en este periplo de su viaje al sur que Hostos, como hemos demostrado antes, en su esfuerzo por estudiar y comprender los países, se plantea el problema del pasado colonial para comprender el presente, pues de alguna manera este pasado colonial sobrevive en la independencia. Pero al formular las tareas, necesarias y urgentes, del presente, respecto al porvenir que ansía, transita una especie de sociología de la dependencia, que lo lleva a proclamar entonces, veinte años antes que Martí, la necesidad de proclamar la segunda independencia de América. Como puede verse, pues, decimos que la forjación de la utopía en Hostos tiene un carácter revolucionario porque lleva embarazada la estrategia y el programa para hacer verdadera la libertad, tanto en cuanto en la soberanía de los pueblos como en cuanto la libertad de los ciudadanos. Y decimos, también, que ese sueño y esa utopía revolucionarios tienen su germen en su estudio científico de la sociedad latinoamericana, estudio ya, al menos, casi sociológico, y en propiedad político. Leer a Hostos, en verdad, es como transitar un paraje lleno de sorpresa donde abundan puentes insospechados de riesgo. A reto del riesgo vivió él, y así mismo –está en sus obras– recorrió a caballo cumbres y riscos de los Andes.
Los desheredados de la tierra
Antes de comentar brevemente este importante tema de la obra de Hostos, quisiera hacer mención, con toda celeridad, de un último tópico de altísimo interés en la obra de este viaje. Me refiero a su solidaridad con los desheredados de la tierra, las poblaciones marginadas, las porciones de población excluidas en nuestros países que cancelaban entonces, y aún cancelan, cualquier desarrollo de democracia y cualquier aspiración de libertad.
Su encuentro con cada uno de estos grupos desamparados es singularmente dramático. En su viaje a Cartagena, Hostos se encuentra con una fiesta de cholos (VI, 100). En Lima, callejeando una mañana por el mercado, se encuentra por “primera vez” con los ‘descendientes puros de Atahualpa y Huáscar’, toda una familia de la raza por él “condolida, compadecida, querida, estimada y respetada” (VI, 135). En Lima también, se topa delante de una iglesia con catorce chinos mendigos (VI, 142). El encuentro lo mueve a publicar en Lima, en 1870, un artículo sobre su primer encuentro con un chino (VII, 147) y otros artículos en su defensa. En Brasil, Los Santos, la sorpresa de encontrar, en medio de lo que creyó la visión de un paraíso tropical, una embarcación con un grupo de esclavos negros (VI, 380). Hay otros encuentros, pero éstos resultan ser los más dramáticos.
En la embarcación que se dirigía a Cartagena, al inicio del viaje, Hostos viajaba sobre cubierta y con pasaje de tercera, pues carecía de recursos. Discriminado y degradado de condición social por aquellos que ahora lo ignoraban, aislado de los viajeros de alguna cultura con los que pudiera conversar como gustaba hacer, acompañado de mulas, de la tripulación, de los sirvientes y esclavos, se percata de que los cholos y cholas de la embarcación estaban cantando. Hostos los describe minuciosamente como una “raza nueva”, en parte quichua y en parte caucásica. Bajo sus carpas, dice, convirtieron el buque en feria. Se contagía de entusiasmo su corazón, se detiene a hablarles, preguntarles, examinarles y dejarse examinar, a reírse de sus ocurrencias, y al oír con deleite de corazón sus cantos, empezó a encontrar los motivos sustanciales y permanentes que le permitían afirmar la confraternidad esencial de la América Latina. Hostos opina que son los gobiernos los que han impedido la confraternidad que sin embargo sienten y desean espontáneamente los pueblos.
Ya en Lima, por otra parte, y movido por la curiosidad y la solidaridad, Hostos siguió a una familia de cinco incas. Los describe físicamente, así como su manera de conducirse. Iban buscando compradores. Un mercader los llama y se intenta una compraventa, pero los indios advierten el engaño y se marchan. Entre el mercader y Hostos se desarrolla una interesante conversación en la que Hostos demuestra que la desconfianza del serrano es producto de su experiencia con los blancos de los poblados y que está bien fundada, pues incluso este mismo mercader intentó comprarles más barato de lo barato. Poco después, cuando el mercader le comenta a Hostos que los blancos van a la sierra de vez en vez para enganchar a los indios para el ejército o a robarles sus pequeños para venderlos en alguna casa rica de Lima, Hostos arde en cólera. “¡Una república sobre un pueblo maltratado, vilipendiado, despreciado! ¡Una democracia sobre una sociedad cuyos más vitales elementos así estaban comprimidos por el abuso de la tradición y la ignorancia! ¡Una independencia cimentada sobre las mismas iniquidades de la conquista y del coloniaje! (...) ¡Con que soy un iluso!”, protesta Hostos.
En el caso de su encuentro con el chino Hostos parece traspasar el relámpago prospectivo de un existencialismo del aburdo. “Era un caído lo que veía, y me postré”, dice. La visión, que parece descomponerle la conciencia, le carga la frase con un hipérbaton severo, y añade Hostos: “En cuanto puedo yo asegurar que sea frente la del chino. Una superficie angulosa, cubierta de una piel rugosa, coronada por un cráneo angular, tornando ojos en ángulo, tal la frente. Raro vello más esparcido por la cara, como en la árida costa mal crecidas plantas; hundimiento crapuloso de los ojos; depresión enfermiza de las sienes; decoloración cadavérica, demacración pavorosa de las mejillas, tal el rostro. Pecho sumido, brazos caídos, piernas temblorosas, organismo sin nervios y sin músculos, estatura sin desarrollo, talle sin dignidad, tal el aspecto”. Hostos miró en torno, y de cien viandantes la mitad eran chinos. Entonces denuncia la esclavitud civil y social del chino que llaman hipócritamente “inmigración asiática”: esclavo en su país, esclavo en el destierro, esclavo moral en su conciencia. Hostos le reclama a la sociedad limeña que intervenga en los contratos de esta gente para asegurar que sean trabajadores libres, de modo que no terminen por “convertir el hombre en bestia”.
La experiencia de Brasil, por su parte, es con los afroamericanos. No cabe en sí de furia al ver hombres esclavos y exclama: “Esclavos en una patria independiente que reconoce los derechos connaturales de sus hijos!” Hostos tampoco comprende ahora, como antes con los indios del Perú, cómo puede fundarse una nueva nación con un régimen constitucional que pisotee una porción considerable de su propia población. Tras la reacción primeriza que le causa a Hostos encontrar a estos esclavos, Hostos observa el carácter inusitado en el comportamiento afable entre libres y esclavos. Trata de explicárselo, y deriva de su explicación una anticipación del porvenir más risueño. Pero a mi juicio es de más interés un trabajo incluido en el libro de su viaje que se titula “El trabajo esclavo”. Hostos destaca ahí que el origen de la riqueza está en las manos que trabajan y producen, de manera que “todo el capital es obra suya” (VI, 401). Siendo así, el esclavo debería poder comprar muchas veces el valor de su libertad. Tras meditar sobre la liberación de vientre, de cómo la mujer es doblemente esclava, y de cómo la familia se convierte para el esclavo en infierno, Hostos anticipa los beneficios que traerá al país la inmigración de colonos libres.
A estas reflexiones se unen otras hechas en los muelles de Buenos Aires a propósito de los inmigrantes europeos, otras hechas sobre los inmigrantes chilenos en el Perú, otras sobre el derecho a desertar de los maltratados trabajadores de La Oroya, otras sobre los barrios de obreros, otras sobre los indios de la Patagonia, y otras y otras, pues además de huasos, rotos, pehuenches y gauchos, Hostos reivindica, como vimos antes, la marginación de la mujer. El interés de Hostos en la integración de los marginados por raza, origen, cultura, posición social o sexo, es una constante a lo largo de toda su obra, pues “el verdadero pueblo –dice– es el que componen los que trabajan” (VI, 131). Pero ese interés hostosiano parece siempre ir más allá de la solidaridad y del reclamo de justicia, más allá del sentimiento de fraternidad humana y de la conciencia moral, más allá del entendimiento de que la reparación y reivindicación de esta gente es una necesidad sin la cuál no hay ni república, ni democracia, ni libertad. “La razón y la libertad son solidarias”, dijo (VI, 80). Para Hostos “la división de la sociedad en clases no es principio”, sino un “contraprincipio” (II, 222). Y va más allá, y más allá, como si se adentrara, científicamente, en la ternura y en el amor.
Fin de fiesta
Hay un último aspecto de este tema que me seduce de ansiedad al terminar estas palabras. No sabemos en cuántos periódicos desplegó e instrumentó Hostos su tumultuosa actividad reivindicadora. Sólo en España, más de trece; en Nueva York, más de diez; en Perú, más de siete; en Chile, más de 18, en Argentina, más de 8, en la República Dominicana, más de 32. Incluso publicó en varios periódicos franceses y belgas. Es incuestionable que Hostos dio a conocer su pensamiento ampliamente. En 1869, ya Martí, todavía adolescente, reproduce en La Habana algunas de las páginas del discurso que dio Hostos en el Ateneo de Madrid, discurso de ruptura con la revolución española que sus amigos rechazaban extender a las Antillas, principalmente por el levantamiento en Cuba de Céspedes. Años más tarde, en México, 1876, Martí escribe un trabajo sobre un importantísimo escrito de Hostos, el “Programa de los independientes”, texto que Martí califica como un “catecismo de democracia”. Allí –señor catedrático de la Argentina– es el maestro del idioma que todos reconocen en Martí, quien dice que en la palabra de Hostos se equilibran la imaginación y la inteligencia, de manera que “Hostos, imaginativo, porque es americano, templa los fuegos ardientes de su fantasía de isleño en el estudio de las más hondas cuestiones de principios...”
Como muy bien observa Fernando Aínsa (Ibid, 436), el programa que para la Liga de los Independientes desarrolló Hostos en 1876 era una asociación política que propone, como medio de lograr la unidad latinoamericana, lo que tiene entre sus fines, y esto es “la sustitución de la confraternidad sentimental que hoy aproxima tibiamente a la sociedad latinoamericana de las Antillas y del continente, con la confraternidad de intereses materiales, intelectuales y morales, y con la unidad de civilización que espera a sociedades idénticas en origen y tendencias” (II, 220-259). Aínsa entiende que se trata, entre otras cosas, de una nueva formulación de las continuas propuestas asociativas de Hostos, pero esta vez, a la manera de “un verdadero germen de ‘mercado común’ latinoamericano”, que si no llega a constituir una confederación política, bien podría, arguye Hostos, constituir una ‘confederación de ideas’, una “forma definitiva de la libertad”, que levantada a tiempo bien podría evitar la invasión de México, o la tentativa de reanexión de Santo Domingo, o la “catástrofe todavía no bastante llorada del infortunado Paraguay”. El “Programa de los Independientes” es también, y antes de todo, una anticipación de las tareas de la libertad tras obtener la independencia de las Antillas. Así lo expone Hostos en el exordio: “Próxima ya la hora en que los combatientes activos y pasivos de la independencia han de ser llamados a una obra de razón más larga, ningún patriota de razón puede resignar la responsabilidad que ha de tocarle en la tarea de constituir en la libertad la sociedad desorganizada que dejará la guerra y que deja siempre la educación mortífera del coloniaje” (II, 221). Esa conquista del porvenir es tarea ineludible de todo pueblo sometido. Por eso puede Hostos hablar, veinte años antes, con palabras tan similares a las de Martí, veinte años más tarde, de “cuando empiece para la América colombiana la existencia completa”, de “cuando pueda haber historia de América” (XIV, 276). O como dice, sencillamente, en Mi viaje al sur: “la segunda independencia” (105), libre de “la tiranía y el fanatismo”, y de la herencia terrible del colonialismo.
No creo que esté alucinando si veo, o si más que veo pienso, o si más que pienso siento, que todo esto de buscar formas de asociación entre nosotros es, todavía hoy, una tarea urgente. Hostos habló de buscar formas de asociación, confederaciones y federaciones para poder hacer practicable la libertad. Nada, pues tienen en común estas asociaciones de Hostos con la globalización, ni con el Banco Mundial, ni con el Fondo Monetario, ni con los tratados de libre comercio, pues hemos visto que detrás de ellos hay casi siempre una poderosa aspiradora que se traga toda la riqueza del mundo, pero ninguna libertad para los pueblos de los países pequeños, los países pobres, los países de la periferia, los países dependientes eternamente subdesarrollados, cada vez más pobres y hambrientos. ¡Hasta cuándo seguiremos incurriendo en prácticas políticas que sólo aumentan la desesperación de los vecinos de nuestras comunidades!
Hablando sobre Shakespeare, Hostos señala que su obra capital no es “Hamlet”: “la obra capital de Shakespeare es todo Shakespeare. Eso, por lo demás –añade–, es cierto de todos los espíritus de ese orden. Son masa, pedrusco, majestad, Biblia y su solemnidad es su conjunto” (OC, ed. crítica, I.III: 473). Lo mismo puede decirse de Hostos, y vuelvo a interpelar al catedrático argentino que me dijo que no era verdad la llamarada escrituraria que veía yo en la obra de Hostos. Fíjense en la hermosa y expansiva afirmación que acuña ante la pampa, como oración liminar a su encuentro con la Argentina, en su Viaje al sur:
“Nacer americano es recibir al nacer un beneficio” (VI, 241).
En ella no hay lirismo sentimental alguno. Hostos participa aquí de la cosmovisión que expresó magistralmente Alejo Carpentier en El reino de este mundo, visión recogida en el epígrafe de este trabajo: “la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es... el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este mundo”. El beneficio de nacer americano está definido, pues, por las tareas urgentes que quedan por hacer en nuestros países, tareas que, demás está decirlo, no las asume Hostos con enfado ni con resignación, sino con la alegría de quien encuentra en la solidaridad con huasos y pehuenches, con rotos y guaraníes, con negros y chinos, con incas y araucanos, con obreros y criollos, la culminación de su destino: “un desierto que poblar; una naturaleza que conquistar; una sociedad que organizar; una raza que armonizar con otras razas; una población que completar con otra; un carácter nacional que refundir en otros caracteres similares o dispares”, en suma, “una como repetición del principio del mundo y de la humanidad”, un “espacio ilimitado al trabajo del hombre”. (VI, 242).
Entiendo esta fruición de Hostos con la agenda inconclusa que todos los aquí presentes aún tenemos para con nuestra América, dentro del contexto y en relación con otra idea hostosiana: aquella en que reniega de la rémora del jesuitismo que ayer como hoy pesa sobre la conciencia americana. Para Hostos ese “jesuitismo” radica en la visión fatalista o providencialista de nuestra historia, que propia del reino establecido y quieto de los cielos, se riñe con el reino de este mundo. Como se ve, no hay derrota en Hostos porque todo es lucha. Humildemente creo que, de frente a nuestro presente y a nuestro porvenir, deberíamos todos asumir como nuestra esta consigna hostosiana:
“Ha llegado la hora de negar sacrificios a la fatalidad” (VI, 301).
Fernando Aínsa apunta en otra parte del ensayo que hemos mencionado antes que “Hostos no hizo otra cosa que abrir posibilidades en lo imposible de su época (Ibid, 423), como si anticipara el “principio esperanza” que acuñó Ernst Bloch, ése que alienta en la realidad que sueña sus utopías. En el reino de este mundo, reino de las utopías inconclusas que es América, todo es fruto “del esfuerzo, del trabajo, de la lucha”. Explica Hostos: “Esfuerzo de la larva por ser crisálida, trabajo de la flor por florecer, lucha del árbol contra la sombra, del agua contra el obstáculo al nivel, de la simiente contra el grano de tierra que la oprime, del polen vagabundo contra el átomo de polvo que lo fija o contra el soplo de aire que lo impele; esfuerzo del embrión por ser feto; trabajo del huevo o del claustro materno por dar vida; lucha en pro de la vida del pequeñísimo contra el pequeño, del grande contra el pequeño, del grandísimo contra el grande, del igual contra el igual, del menor contra el mayor, entre insectos, entre reptiles, entre alados, entre anfibios”... (VI, 410-411)
En La edad de oro, Martí le explicaba a los niños que en la época colonial no se podía ser honrado en América. (“Tres héroes”). Que no es honrado aquél que no se atreve a decir lo que piensa o que obedece a un mal gobierno sin trabajar para que el gobierno sea bueno. También dice, recordarán ustedes, que aquél que se contenta con vivir sin saber si vive honradamente va en camino de ser un bribón. Siguiendo a Hostos, que aseguró, y repito, que los pueblos se merecen sus tiranos si incurren en el pecado de omisión que es consentir; parafraseando esa conocidísima canción de León Gicco, “Sólo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente”... Saramago nos ha llamado con una campana, en el Foro Social Mundial de Brasil, a reinventar la democracia, y se organizan respuestas alternativas en muchos de nuestros países que buscan globalizar la esperanza amparados en la ardiente fe de que otro mundo es posible. ¡Cómo podemos, por dios, darle la espalda a nuestros sueños?
El Hostos que yo sé renace en cada abrazo fraternal lo mismo que en cada piquete de protesta, como renace hoy en Vieques, Puerto Rico, asediado y bombardeado inmisericordemente por más de 60 años por la Marina de Guerra norteamericana, y donde quiera que la dignidad denuncia la injusticia y la pobreza. Por eso los exhorto a conmemorar el centenario de quien hoy, más que nunca, es presencia fundadora, como una columna de fuego que no ha podido apagar la muerte pues arde en los puños, en las cacerolas, las campanas y las banderas que demandan justicia, pan y libertad por todo el continente.
(2002)
En efecto, en el caso de Hostos, nos asombramos de su lucha de día a día, de toda una vida. No tuvo cuna de oro ni meta de laurel: lo más inaudito en su caso es la totalidad de su camino. Por eso este centenario de la muerte de Hostos no tiene para nosotros ápice de pesar, sino aire de alabanza. Y no lo conmemoramos como hacemos con las tragedias, sino que lo celebramos, como corresponde hacer con aquellos asombros que nos elevan mientras imparten soplo de vida.
1. Presentación: De los fundadores.
Quisiéramos creer que la posmodernidad neoliberal de la globalización ya se muestra tambaleante y reculona sobre el terreno del pensamiento de manera que estamos ahora en plena época postemporánea. Pero no vemos la postemporaneidad ni a diestra ni a siniestra, y me temo que no se deba a una una incapacidad nuestra para asumir una perspectiva presentista por deberle demasiado, a nuestros años, al siglo pasado, ese siglo que hasta ayer calificábamos de contemporáneo, y siglo del que aún, al menos yo, no puedo desubicar mis pies para instalarme sin deuda en el 21. Antes bien, creo, aunque lo más seguro es que quién sabe, como se dice tan sabiamente en México, que se trata de que el que sabe mirar atrás se instala en una atalaya que también permite mirar el porvenir.
En Francia hubo una secta en el siglo 17, resucitada por la revolución de 1848, que creía imperfecto al ser humano por carecer de un ojo detrás de la cabeza. Eugenio María de Hostos, recordando la referencia ilustrada, insiste, en que los latinoamericanos necesitamos de ese ojo, pues es necesario ver no sólo el pasado que hemos tenido, sino el pasado que aún comparte con nosotros, y el pasado que todavía mañana tendremos, como ocurre con el traje que vestí mañana en los célebres versos de Vallejo.
Hostos sabía muy bien que no todas las miradas atrás nos convierten en estatuas de sal, pues mirar atrás no es sólo asunto de certificar de dónde viene el lastre que nos mantiene en naufragio permanente. Algunos indios de América creían que en los momentos difíciles debíamos evocar y convocar el auxilio de nuestros antepasados. Como ellos, les propongo convocar los antepasados más íntimos y entrañables; convocar a aquellos antepasados que mejor instrumentaron el uso de la luz contra las sombras; aquéllos que enfrentaron la adversidad con una tenacidad que no reconoció límite; aquéllos que acaso, ya en tránsito a la inmortalidad de la historia, nos legaron como herencia inmarcesible el valor del carácter, la dignidad del amor y de la solidaridad, y la lección magistral de saber que sólo vivimos en los otros, por los otros y para los otros, y que a esos otros nos debemos. Ese espíritu de los ayeres vive, y vive por ellos, sobre ellos y con ellos, como piedra, como fuente, como cimiento. Y es sobre esos espíritus que debemos fundar el saber y las instituciones. A fin de cuentas, el Paraná debió enseñarnos, como le enseñó el Duero a Jorge Manrique como llevar su duelo, que el tiempo y la vida son como los ríos que van a dar a la mar, una continuidad desde el origen que sólo existe mientras corre en libertad. Y el zócalo de este continente nuestro que fundaron nuestros antepasados es, bien mirado, sencillamente egregio.
Los historiadores de la literatura y de las ideas no dejan de señalar en nuestro caso el problema de la imaginación colonizada, y de cómo a contrapelo, las bases de nuestra historia propia tuvieron que luchar contra la censura y la represión del pensamiento más tenaz. Hay quien asegura que lo americano brotó primero en los barracones de esclavos, en la mita de los indios, a orillas de los ríos, disperso en la pampa y la cordillera, marginado e inundado de desesperación, pero siempre al margen de los enclaves del poder colonial. Lo cierto es que dentro de las ciudades amuralladas también germinó la nueva semilla, a veces encarnada en lo inusitado. Por no incurrir en el dilatado machismo que es característica tan penosa de nuestro pensamiento, recordemos como ejemplo, con celeridad, el nombre sin sombra de Sor Juana Inés de la Cruz. Su obra fue –y es, la proclamación del principio creador en la libertad del pensamiento. Como ella, y junto a ella, es justo también recordar los próceres de nuestra independencia política, pues en su agenda estuvo el propósito de completar las tareas de la libertad, aunque la vida no les diera para tanto. Bolívar supo que la libertad estaba más allá de las cadenas rotas, aunque su vida se perdiera en el río Magdalena sin hallar cómo constituir la utopía de la libertad ansiada. Por eso me parecería hermoso que recobráramos el espíritu ayacucho, el espíritu chimborazo, panameño y jamaiquino de esa piedra de Pedro que es Simón Bolívar y, como Venezuela, también nuestros países se refundaran como repúblicas bolivarianas de América.
Hostos: fundador
Hoy, si me lo permiten, me propongo recordar a otro de esos espíritus fundadores. Mejor que recordarlo será pasarle la palabra. Fue amigo de Sarmiento y con Sarmiento se le compara. Fue amigo de Mitre, de Lastarria, de Bilbao, de Guillermo Matta, de Fernando de los Ríos, de Federico Henríquez y Carvajal y de Luperón, del presidente del Perú, Manuel Pardo... José Martí lo consideró maestro, igual que don Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, Máximo Gómez... Inútil, o al menos redundante, extenderse con una lista de nombres que no termina. Nació en el pueblo de Mayagüez en Puerto Rico, pero descansa en la ciudad de Santo Domingo, en el Panteón de los Héroes de la República Dominicana, con su llama eterna. La primera locomotora que cruzó los Andes entre Argentina y Chile llevaba su nombre. Y la Sociedad de Estados Americanos lo proclamó en la víspera del centenario de su nacimiento, en Lima, 1938, “Ciudadano Eminente de América”. Sin embargo, no fue un buscador de gloria, aunque con la gloria soñara, porque su vida entera estuvo consagrada a la defensa, intransigente, de sus principios, de manera que no lo compraron los triunfos lisonjeros, no lo compró la oferta de la gobernación de Barcelona, no lo compraron los que intentaron sobornarlo con cantidades cuantiosas para su causa de independencia antillana, no lo compró la miseria, ni la pobreza, ni la soledad, no lo compraron ni lo hicieron temblar presidentes, no lo compró ni lo venció la adversidad ni la derrota.
Viajó al sur. En su periplo se detuvo en Colombia, Panamá, Perú, Chile, Argentina, Brasil y, más tarde, en Venezuela, para auscultar el corazón del continente entero. De los 21 tomos de sus Obras completas, al menos once están íntimamente consagrados al porvenir americano: uno al viaje como tal, otro a temas sudamericanos, otro a temas cubanos, otro a la República Dominicana, otro a sus hombres e ideas, otro –no podía faltar– a su Madre Isla, pero en todos respira como inspiración, incluso en el tomo que recoge las luchas de su época española, el tema de una América que apreció como pocos con su mirada dilatada. Incluso en su Tratado de moral, libro que se ha reconocido como una de las cumbres del pensamiento ético latinoamericano. O su Tratado de Sociología, libro que funda en nuestra lengua una nueva ciencia. O sus Lecciones de Derecho Constitucional. O su Geografía evolutiva y su Geografía política universal. –¡Y aún no mencionamos la profunda revolución pedagógica que instaló en la práctica en la República Dominicana y desde las rectorías chilenas de los liceos de Chillán y el Liceo Miguel Luis Amunátegui en Santiago de Chile, principalmente!
Principalmente, decimos, porque al respecto de lo que concierne a su quehacer educativo habría que empezar al menos señalando que José Manuel Estrada le ofreció al hombre sin diplomas que fue Hostos la Cátedra de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, que dirigió dos colegios en Venezuela (en Isla Margarita y Puerto Cabello, y dictó cátedra en Caracas), que fundó en Mayagüez, Puerto Rico, el Instituto Municipal de Enseñanza Reformada, y que fue además, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Chile. En algunos casos redactó incluso las leyes sobre educación. En otros, la filosofía educativa. En otros, programas académicos y textos de las más variadas materias. Formó los maestros. Su creatividad no dejó aspecto yermo. Ni siquiera perdió de vista que la misión última de su pedagogía era formar los ejércitos necesarios para hacer practible su utopía de una América verdaderamente libre. Su nombre: Eugenio María de Hostos. Con la gracia de ustedes será Hostos, "el sembrador", como lo llamó Juan Bosch, quien inaugure esta Cátedra de Pensamiento Latinoamericano. A nombre, pues, de Hostos, del Puerto Rico colonial, de esa isla Vieques que no tiene olvido, y del mío propio, les doy las gracias a la Universidad Columbia del Paraguay por fundar con Hostos esta Cátedra.
Se diría que al hacer el fugaz esbozo de su personalidad histórica en el marco de la cultura, destacamos, como suele hacerse, las obras de razón y de pedagogía de aquél que suele describirse en primer término, como un célebre educador, y luego, pensador y filósofo. Pero el caso verdadero es que Hostos es aún más grande en la esfera de los sueños y de las utopías. Me refiero a la obra de pasión y ardor consagrada a la búsqueda de verdad y de justicia, búsqueda que no conoció límites ni reconoció advertencias o sacrificios. Alguna vez califiqué esa obra como la llamarada escrituraria, término que defendí en la ponencia que presenté en el congreso dedicado a Hostos a propósito del sesquicentenario de su natalicio. Allí defendí la idea, entre otras, de que tal vez la obra más importante de Hostos no es la académica ni la que corresponde en propiedad a los géneros literarios generalmente reconocidos como tales, sino la otra, la que se recoge en los llamados géneros ancilares o instrumentales, de manera que en el caso de Hostos, como se ha señalado en el caso de Martí, la proliferación en Hostos de estos textos no desmerece al escritor, sino que halla en él la cifra de su grandeza. Recuerdo, si se me permite la anécdota, que un catedrático argentino se me acercó entonces, al términar mi ponencia, para decirme que estuvo muy hermosa, pero que era lástima que no fuera verdad. No supe entonces, ni sé ahora, cómo se pueden leer tantas páginas de Hostos sin temblar, o para decirlo con sencillez, sentirse tocado en lo más hondo.
Hostos en su viaje al sur
En otras oportunidades hemos estudiado su obra literaria y su teoría estética, el sentido de su personalidad histórica, el carácter de su obra revolucionaria tanto en la época española que corresponde al joven Hostos como a su prédica antillanista y latinoamericanista, el carácter revolucionario en la forjación de su carácter y de su obra educativa , sus íntimas vinculaciones con José Martí... Pero en esta oportunidad, ante la inminencia del centenario de su muerte que conmemoraremos en agosto del 2003, como expresión de agradecimiento por la invitación que se me hiciera para participar de este encuentro, y como piedra fundadora del pensamiento latinoamericano que les propongo, quisiera repasar el sentido y la importancia que tuvo en el desarrollo de la personalidad y del pensamiento revolucionario de Hostos y, especialmente, el impacto que tuvo en su mirada utópica de todo el continente, los viajes que realizó precisamente por este contorno de ustedes, muy cerca de estos lares: me refiero a su viaje al sur.
Varias cosas habría que aclarar antes. Primero, que hay un volumen de 440 páginas en la edición de 1939 de las Obras completas de Hostos titulado precisamente Mi viaje al sur (VI), pero que este tomo, como antes indicamos, está lejos de contener todos los trabajos escritos durante el viaje y a propósito de él. Hay, otro tomo en esas obras que se titula, Temas sudamericanos (VII), escrito en su mayor parte durante ese viaje. Asimismo, muchas páginas de su Diario (I y II) en dos tomos, de las páginas recogidas en el volumen de Temas cubanos (IX), así como el tomo titulado Hombres e ideas (XIV), el volumen de Cartas (IV) y el de Crítica (XI), y, finalmente, el volumen que conforma Forjando el porvenir americano (XII): en todos ellos hay trabajos escritos durante el viaje o a propósito de él, fragmentos de una mirada hambrienta y tragadora como un Archivo de Indias, mirada que es necesario recorrer descalzo para tener una idea de cuán fundante fue esa contemplación.
En segundo lugar, hay que aclarar que el viaje al sur de Hostos responde a la coyuntura en que se halló a su regreso a América (Nueva York) en 1869. Al menos desde 1863, año en que publicó su novela La peregrinación de Bayoán, Hostos se había dado a la tarea de resolver el dilema colonial de las Antillas apoyando y empujando una revolución liberal republicana en España que diera al traste con el absolutismo monárquico. Su misma novela, antes mencionada, estaba escrita, por un lado, con el propósito de abrirle los ojos al público lector español ante el atropello de que eran víctimas sus colonias de ultramar y, por otro, con el de hacer “propaganda” a favor de una confederación hispánica de estados libres que incluyera a sus Antillas. De esa manera las Antillas, postradas e inermes por el régimen, podrían gozar de la plenitud de los derechos ciudadanos y ejercer una soberanía viable, no tanto en cuanto a la posibilidad de ejercerla sino en cuanto a su convencimiento de que la independencia, dado el estado de penuria en que se encontraba especialmente Puerto Rico, tenía cerradas las posibilidades de desarrollo en libertad. Pero tras el triunfo de los liberales en 1868, el nuevo gobierno español se negó a extender la nueva política a las colonias con el pretexto de los gritos revolucionarios de Yara en Cuba, y de Lares, en Puerto Rico. Indignado por lo que consideró una traición a los principios, Hostos rompió con sus antiguos correligionarios y se trasladó a Nueva York para participar como soldado en una expedición que se preparaba para Puerto Rico. La expedición nunca salió. Mientras, Hostos tuvo que enfrentar entre los emigrados el problema de las aspiraciones anexionistas de muchos de ellos, principalmente entre los cubanos. En esas circunstancias es que resuelve hacer su viaje al sur. Pretendía no sólo buscar apoyo entre los países hermanos de la América Latina para la lucha que se desarrollaba en Cuba, sino organizar comités de trabajo, tanto en el sur como en el norte. Esta fue la fórmula exitosa de Martí al fundar en el exilio el Partido Revolucionario Cubano. Pero al crear una fuerza de apoyo en el sur, Hostos pensaba que podría equilibrar la dependencia exclusiva en el apoyo de los norteamericanos y de la emigración radicada en el norte. Dado el fuerte anexionismo existente entre los suyos, la dependencia exclusiva en esa emigración y en la colaboración norteamericana era de temer.
En tercer lugar, hay que aclarar que su condición de exiliado parece acelerar, profundizar y radicalizar su apego e identificación con la patria grande latinoamericana, pues si bien por una parte, ya ese apego y esa identificación están presentes en La peregrinación de Bayoán, por otra, su conciencia de que no tiene patria en la tierra en que nació, colonia española, lo mueve a identificarse no sólo con la unidad de coyuntura histórica que lleva a cuestas el continente entero, sino, lo que es más importante, a juicio de Fernando Aínsa, la unidad de porvenir que vislumbra en términos de una utopía por la que vale la pena todo martirio (Hostos: sentido y proyección de su obra en América. Ed. de la UPR, 1995, 421). Es así como Hostos, que en su paso a Cartagena alcanza a vislumbrar la costa de Cuba que nunca pisó, hace de esa patria del porvenir que concibe la causa de su vida, de manera que antes de pisar tierra del sur ya se siente hijo de ella.
¿Que de dónde le llega a Hostos esta devoción? Creemos que es el resultado de su propio convencimiento, una especie de autofecundación audaz de la sorpresa, inoculación de su intuición visionaria, impronta de sus afectos fraternales, pero sobre todo, la inmolación de su sentido del deber y de su consagración plena a los propósitos de la libertad. Sobre este respecto hablamos ya, como podrá sentirse, de uno de los temas más interesantes y permanentes de la obra de Hostos: el tema de la asunción de América, como augurio y como “utopía inconclusa” (Roberto Mori, EXÉGESIS 39-40: 4), como definición de una epifanía comunitaria, pero también como análisis e interpretación de sus problemas, como propuesta y lucha por buscar soluciones y diligenciarlas, como identificación íntima y pacto de sangre, no sólo con el ideal de la patria grande, sino, lo que es mucho más significativo, con su habitante natural, especialmente los pobres de la tierra. La solidaridad de Hostos con las poblaciones marginadas del continente no tiene límites. El tema, como se ve, es demasiado basto para pretender siquiera tocar la mayor parte de sus aspectos. Me limitaré a abordar algunos de los tópicos que estimo de mayor interés.
La construcción de su idea de América
Como hemos apuntado antes, estimamos que es en su viaje al sur que Hostos construye una fórmula concreta de la América grande. Ponderándola venía desde antes de 1863, cuando la incluye como factor clave en su obra primeriza, el poema-novela que titula La peregrinación de Bayoán. En esta obra convergen todos los tiempos: el asfixiante pasado colonial, el precario presente en crisis, la lucha por un porvenir vislumbrado dentro de un posibilismo utópico. En esta novela, como hará toda su vida, Hostos sueña sobre cubierta, y sueña sobre el mar. Se diría que la contemplación del océano dilata horizontes, pero que, enemigo acérrimo de toda fantasía sin asiento en la realidad, sus sueños siempre son idealidades posibles que le permiten concretar agendas y programas de lucha. Sus sueños son tan grandes y profundos, tan hondos y completos, tan orgánicos y específicos, que parecen anticipar cada reticencia, responder a cada objeción de la realidad, resolver cada obstáculo del camino. Lejos, pues, de la utopía de fe y la concepción sin raíz en ningún lugar de Moro, Campanela y Bacon, la de Hostos es una utopía reflexiva asentada en tierra, vislumbre que brota del estudio rudo de la realidad concreta. Por eso puede acotar que “la verdad tiene más mártires y mejores que la fe” (O. C., VI, 54). Y por eso podemos asegurar que en su obra se constituye de una manera más pulida y compleja la visión de la América mestiza, la visión de la América que como Martí también calificó como sencillamente “nuestra”.
Siempre es lejano el porvenir, asegura Hostos, como el arcoiris que se aleja a cada paso, pero no sin hacernos al andar el plan de la vida. Así, y en efecto, según veremos, en cada etapa de su peregrinaje por el sur se expande y perfecciona cada vez más su mirada. En tierra de Bolívar, Cartagena, desembarca, y allí mismo se inserta en lo que habrá de ser su destino al bautizarse americano, hijo de Bolívar. Vive la ciudad que despierta con vívida fruición, como de niños. Tanta, que le sorprende su encuentro con las ruinas del primer castillo español. Pero como nada detiene sus análisis y su búsqueda de soluciones, pasan por su mente los ferrocarriles, el comercio, la navegación de los ríos, la población. En Colombia, Hostos encuentra la primera solución al problema que lo trae al sur. Se trataba de una ley de mutualidad de servicios que primero conversa con el presidente y luego logra hacer aprobar por el congreso: una ley para poblar –y desde luego, desarrollar– con antillanos la costa norte de Colombia, de manera que cubanos y puertorriqueños exiliados puedan ser acogidos por un país del sur, en un centro más próximo y propicio para la lucha que se desarrollaba en Cuba, mientras simultáneamente, éstos ayudaban a desarrollar y poblar una zona yerma. Sin embargo, será en su breve estadía en Panamá, esperando pasaje gratuito para el Perú –que no consigue–, que aflorarán en su conciencia algunos de los pensamientos de más hondo calado respecto a su concepción de América.
En el istmo Hostos repasará la historia colonial de América para adscribirse a los sueños utópicos que alucinaban a Bolívar al convocar al primer congreso latinoamericano. Tras censurar el cosmopolitismo de pésimo carácter que allí impera (VI, 75) pues todos creen estar en su casa, según dice, menos el panameño, hace un interesante análisis geopolítico que se deriva tanto de las ambiciones históricas del congreso que Bolívar convocara allí con el propósito de reintegrar la patria grande, como de las posibilidades del canal que de seguro algún día uniría, perforado el istmo, los dos grandes océanos, ya fuera por Panamá, ya lo fuera por Nicaragua. Tras contrastar la precaria situación discordante de Panamá, atribulada de extranjeros, Hostos reflexiona sobre la importancia que la posesión del canal tendría para los latinoamericanos y la necesidad de asegurar su neutralidad futura. Por eso, le parece imperativo denunciar las “mal disimuladas tentativas de los angloamericanos para apoderarse subrepticiamente de él” y las “ insolentes usurpaciones de autoridad a que se entregan los jefes norteamericanos de la estación naval del golfo” (VI, 78). Es entonces que Hostos, como hemos dicho, proclama una de sus visiones más grandes del porvenir: las grandes Antillas, toda la parte de Panamá que corresponde al Istmo, y las cinco repúblicas centrales formarán una confederación de estados libres intermediaria de las dos grandes masas continentales, próxima a una por su origen y su carácter, próxima a la otra por sus conexiones políticas, comerciales e industriales, solución de continuidad para ambas. La grandeza de esta visión no está en la confederación de por sí, la grandeza está en la misión que Hostos le atribuye: mantener en sus límites propios ambas masas continentales.
Ciertamente que Hostos soñaba con la constitución de grandes conglomerados políticos como triunfos del principio federal. Y no temía que se rompieran en conglomerados más pequeños, pues como dice, “la libertad no se domicilia en parte alguna con tanta fuerza como en los territorios pequeños”. Pero desde ese entonces las formas colosales de la democracia norteamericana le inspiraban temor. Para enfrentar la nordomanía latinoamericana del siglo XIX que afiebraba también a la emigración de las Antillas, Hostos tuvo que defenderse primero de los que lo acusaban de sentir rencor contra los norteamericanos y, acto seguido, hacer una lista de los motivos que lo movían a sentir admiración hacia los norteamericanos: la república; la libertad religiosa; las leyes que establecen que el derecho individual, la afirmación del ser y la conciencia es anterior y superior a toda ley y reglamentación convencionales; la igualdad ante la ley de los individuos, de los sexos, de las razas. Pero luego aclara, que la admiración por sus principios es reflexiva, y que son precisamente los motivos de su admiración los que nutren su rechazo a la ambición territorial de los norteamericanos y al anexionismo. A su juicio, añade, no es bueno: “es malo que los norteamericanos tengan las tendencias absorbentes que han demostrado con su guerra contra México, la conquista de sus territorios, las tentativas de dominio sobre Santo Domingo, su repulsión hacia los latinoamericanos, el principio egoísta de la supremacía continental de la doctrina Monroe, su ideal de vida que es ocupar todo el continente desde Behring hasta el istmo, el archipiélago incluido, su prolongación de la guerra de independencia suramericana, su oposición a la idea de Bolívar, antes y después del Congreso de Panamá, su oposición a la independencia de Cuba, su usufructo de la desgracia y debilidad latinoamericanas y que la fuerza de atracción de sus instituciones y tradiciones sólo alimenten su vanidad y nada de su solidaridad” (VI, 81-82).
Hostos ve entonces, casi treinta años antes del 98, cómo germina en los Estados Unidos la misma política imperialista que practican muchos estados europeos en África, en el oceáno Índico, en el Pacífico. Ese imperialismo occidental que extermina, francamente genocida, culturas y pueblos por todos los océanos, será claramente denunciado luego en el Tratado de moral. Pero ya en Panamá, en 1870, piensa que sólo la independencia a tiempo de las Antillas, y la unión de éstas en una confederación junto a las repúblicas centrales, podrían frenar las ambiciones territoriales de los norteamericanos. Hostos formula entonces aquí la conocidísima imagen de las Antillas atribuida a Martí, como “el fiel de la balanza”, ni norte ni sudamericanos: antillanos. Esa divisa es suya. Y también de los revolucionarios puertorriqueños como su amigo de la época española de estudios, Segundo Ruiz Belvis, y naturalmente, de Ramón Emeterio Betances, acaso en última instancia, el padre del antillanismo.
En su peregrinaje Hostos se detuvo también en el Perú. Entusiasta es la descripción del viaje, la entrada en El Callao, su encuentro con Lima. En su descripción de Lima detalla cada espacio, cada construcción, cada personaje. La pobreza que le había sido tantas veces funesta pues parece desmerecer ante los demás su reconocimiento como postulante, le ha sido esta vez, según dice, de gran beneficio, “amiga inapreciable” la llama, pues nadie se le pega, nadie lo importuna con sus comentarios, nadie lo distrae, se ve obligado a transitar a pie, callejear, a utilizar los callejones estrechos que atajan, a encontrarse de frente con cada personaje contrastante, a resolver los extravíos, a ver con sus propios ojos y enjuiciar con su propio juicio. La descripción del amanecer en una plaza recuerda aquella hermosa mañana en que Oliver Twist despierta frente a la plaza pública que también despierta. Hostos celebra la creciente algarabía de cobrizos, negros, tamaleras, melcocheros, aguadores, tisoneras, camaroneros, polleros, vendedores, así como los demás transeúntes chinos, indios, cuarterones (VI, 133-134): “Who will buy this beatiful morning!”, parece decir.
Allí estudió el presente del Perú, el país, y la política de su presidente Manuel Pardo. En Chile estudiará su estado presente, y la política de su presidente Federico Errázurriz. Su ensayo sobre la “Exposición chilena de 1872", escrito recién llegado, ganó el primer premio. Allí aboga por el ferrocarril trasandino y defiende el derecho de la mujer a usufructuar los beneficios de una educación igual a la del varón. Vislumbra la importancia que tendrá el Canal de Magallanes. La situación del araucano y del patagónico. La estructura geográfica desde el norte desértico y la costa hasta la Tierra del Fuego y las cumbres andinas que recorre a caballo. En Argentina estudia el presente del país y la política de su presidente Domingo F. Sarmiento. Además, estudia la inmigración europea, y cómo el ferrocarril y la electricidad se convierten en un instrumento eficaz de civilización de la pampa al poner en asociación los factores aislados, y llevar la costa al interior. Además, insiste en la importancia de trascender los Andes y encontrarse con Chile. En su estudio del interior de la república, la zona de Córdoba, Río Cuarto, Rosario, San Luis, San Lorenzo, Jesús María, recopila los datos más minuciosos de población, profesiones, alfabetismo, edificios, vehículos, instrumentos agrícolas, animales de labranza, cosechas, sementeras, producto bruto, gobierno, correos, municipalidad, industria, peones, concesiones, religión, educación, historia, conflictos.
Ya en Brasil, tras arrobarse con la belleza tropical de Santos, se escandilaza al percatarse de que un buque transportaba muchos negros pues alguien le informa que son esclavos. Así, hace de Brasil, acto seguido, objeto de un nuevo estudio sociológico.
El legado colonial
En ese viaje al sur, aflora también otro de los aspectos más significativos en la construcción de su visión de América, pues allí lo golpea la fuerza del pasado colonial. Hostos mira atrás, con su ojo posterior, lo que es nuestra herencia colonial. Aunque, como señalamos antes, había hecho lo propio en su novela de 1863, ahora va mucho más lejos. A pesar de su aversión por las monarquías, los absolutismos y lo español, Hostos no deja de reconocer las aportaciones. Notable es su actitud ante el caso de Cristóbal Colón. Censura la conquista, la colonización, la destrucción de las poblaciones y las culturas precolombinas, pero aún puede enaltecer la figura histórica de Colón. A propósito del Cuarto Centenario de América, por ejemplo, escribió unos ensayos en los que enumera, entre otras cosas, la importancia histórica de la conmemoración: “la posesión de dos océanos; la apropiación de dos continentes, el Nuevo y el marítimo; el aumento de la población del planeta por el aumento de los elementos de alimentación con que América ha provisto al mundo, el maíz, la papa, el cacao, y el azúcar; la formación de más de veinte nuevas naciones, incluyendo el Canadá y Australia; el crecimiento de la industria de transporte marítimo, desde el fuste, la carabela, y la carraca, hasta el clipper, el vapor de ríos, y el de mar; la dilatación del comercio desde los mares cerrados de Europa y desde los litorales, incomunicados entre sí, de China, India, Persia y Europa, al océano abierto y a las costas de todo el mundo comercial; el desarrollo de la industria fabril, desde la fuerza mecánica del brazo, hasta la fuerza propulsora de los agentes físicos más poderosos que el hombre ha logrado poner a su servicio; la dilatación de la patria, desde el lugar en que nace cualquier hombre, hasta el hogar que elige; el aumento de todas las fuerzas productivas, y la transformación de la vida humana, en cuanto instinto, en cuanto razón, en cuanto orden, en cuanto conciencia, en cuanto libertad” (X, 37; ). Consecuente con esa idea, en su libro sobre la Moral social escogió a Colón para explicar lo que llamó deber de civilización, y a Bartolomé de las Casas para explicar el deber de filantropía (XVI, 434 y 381).
Pero, por otra parte, Hostos nunca pierde la ocasión de fustigar ni de lamentar nuestro pasado colonial. En innumerables trabajos Hostos reflexiona sobre el lastre que dejó como herencia el régimen colonial español en América. En numerosos volúmenes de las obras completas de Hostos hay pasajes de importancia e interés sobre este tema, pues era, como es natural, asunto inalienable al revolucionario que dedicó su vida a libertar a Cuba y Puerto Rico del régimen colonial español, a defender la independencia amenazada de la República Dominicana y a defender de Europa y de Estados Unidos a toda la América Latina. Uno de los análisis de mayor interés al respecto es el sicosociológico del colonizado que dedica al poeta cubano Gabriel de la Concepción Valdés, conocido como “Plácido” (IX, 5-109). Hostos combina en él el estudio de la historia decimonónica cubana con la biografía de Plácido, la historia de la represión colonial y la obra poética de Valdés. Pero como es de esperar que encontremos al respecto del mártir cubano referencias al coloniaje, buscamos mejores contextos.
Hostos sostuvo en un comentario dedicado al estudio de la obra de Lastarria, que “nuestro pasado no es nuestro: es el cadáver de la sociedad absurda que sus creadores dejaron al marcharse, y nosotros no enterraremos al insepulto hasta que nos organicemos para vivir racionalmente” (XI, 292), dice. Esta descripción, que bien le cae al monstruo de Mary W. Shelley –Frankenstein o el Prometeo moderno, publicada en 1818–, no podía dejar de aparecer en el volumen dedicado a su Viaje al sur. Hostos cree que, como le ocurre a Krankenstein, “los pueblos son responsables de sus tiranos”. No obstante, se conduele hasta el punto de descubrir, por experiencia propia, cómo se corresponden los males físicos con los males morales del espíritu, pues los dolores del alma que padece por nuestros países se le traducen en dolencias físicas (VI, 126). En Lima conoce al coronel Espinosa. Le llama la atención una de sus obras: Herencia española, de la que extrae el siguiente cuadro:
“Esta vida enfermiza de nuestras nuevas sociedades; estas dificultades de desarrollo de su existencia; este carácter morboso de una civilización que pudiera y debiera ser tan sana; esas formas ridículas de las creencias religiosas; esos frailes convertidos por un hábito sombrío en maestros de moral social; ese clero organizado jesuísticamente para herir en el corazón el progreso moral e intelectual de esos países; las jocosas alianzas del caudillaje semibárbaro con la teocracia semisalvaje; el fanatismo fetichista de las masas ignorantes; la brutalidad de las acciones y reacciones sociales; el predominio de la fuerza bruta; el militarismo entrometido; el personalismo corruptor; el funcionarismo empobrecedor; la inestabilidad, el desorden, la anarquía, las costumbres sociales, políticas, intelectuales, todo cuanto nos echáis en rostro: ¿qué son, señores españoles, sino obra vuestra, patrimonio vuestro, herencia española?” (VI, 179).
Muchos de los aspectos antes mencionados fueron estipulados por el mismo Simón Bolívar que no dejó fuera de su ponderación del régimen español ni siquiera aquello que él llamó en la “Carta de Jamaica” “tiranía activa y dominante” , forma de la tiranía que dejó a nuestros pueblos en una “infancia” política lamentable.
Hostos pasa juicio sobre todos los pueblos hispanoamericanos. Lo podemos afirmar porque entre sus obras hay una Geografía política universal. Sin embargo, como hemos indicado ya, en muchos casos el estudio se expande, y entre esos casos están, naturalmente, los estudios hechos a propósito de los países que visita. Pero además, en sus estudios hace constantes aunque breves incursiones respecto a aspectos de otros países, a modo de comparación, por analogía o contraste. Su relación con el Perú es curiosísima. Por un lado la solidaridad lo mueve a protestar por las “calumnias inicuas” que le hace Europa. Pero por otro, no puede evitar la desesperación que le causan algunas cosas que observa. Es precisamente Perú quien se convierte primero en motivo de su agonía, pues a su juicio “no hay en América un país más calumniado que el Perú; pero –añade– tal vez no hay otro que se preste más que él a la calumnia” (VII, 115). Hostos estima que Perú fue el país más corrompido por el sistema colonial. Su estado social era a su juicio el más complicado, campo abierto al nepotismo y al centralismo. Pero su problema mayor era el de constituir un pueblo unificado, fundido, identificado en un mismo pensamiento nacional, en un pueblo para la república, en un ciudadano para un gobierno democrático que agrava, en vez de mejorar, la “importación del brazo casi esclavo de los chinos” (VII, 119). En vez de ello, observa Hostos: “Vive el indígena en la servidumbre en que lo mantiene la colonia; vive el mestizo en la inferioridad que para él crearan los errores coloniales; vive el criollo en el desdén que desde su infancia le inculcaron hacia las razas que declararon inferiores” (Ibid).
Pero a Hostos, por ratos, le causa mayor desesperación contemplar, sin posibilidad de escape, la omnipresencia de la iglesia. Siendo Mi viaje al sur un libro en el que Hostos repasa, pocos años más tarde de los hechos y a partir de sus notas, las peripecias de su encuentro con el sur, combina la frescura de los encuentros repentinos con la reflexión que a posteriori le provocaron. Callejear por Lima parecía haberlo condenado, según siente, a “conversar con la divinidad” todos los días (VI, 154). Hostos, que sólo creía en el dios de su conciencia y su deber (VI, 151), de repente se encuentra con que “había visto en dos o tres días más frailes, más conventos, más fiestas religiosas, más procesiones” que en todos los años de su vida. Se sentía “bloqueado por iglesias, asediado por capillas y conventos, ensordecido por campanas incansables, desvelado por la visión de frailes, frailecitos, devotos y beatas, deslumbrado por el esplendor del culto, cegado por el continuo resplandor nocturno de la pirotécnica eclasiástica, horrorizado, espantado y aterrado de la popularidad de aquella huelga continua de la iglesia, de aquella estupidez candorosísima de un pueblo que parecía inteligente y del zapar continuo en la conciencia y en la razón colectiva por aquel trastorno de todas las leyes económicas, de todas las reglas de la libertad, de todas las instituciones del sentido común” (VI, 149). Fíjense que no se trata del simple disgusto de un anticlerical. Hostos denuncia el efecto de la iglesia sobre la economía, la libertad y el sentido común, tanto que desarrolló entonces una especie de ecuación social, y un corolario de éste:
“Dado el número de iglesias en un país de Estado creyente, en qué proporción están la religión y la libertad. Esta es la fase política del problema. La fase social es ésta: Dado el abuso de una sola religión, en qué proporción están la religiosidad y la ignorancia.” Dados estos dos teoremas, Hostos propone entonces el siguiente corolario que “agregaba –según dice– la fase demoledora: Dada la población de una ciudad latinoamericana, cuántas iglesias sobran en ella o cuántas iglesias obstan en ella al desarrollo de la libertad y de la civilización” (VI, 148). Hostos ya había observado, a propósito de los mendigos y pordioseros, que “había una relación entre la abundancia de iglesias y la ciega conducta de la sociedad peruana, al dejar en estado de coloniaje a su raza indígena” (VI, 142).
En su estudio sobre la Federación Argentina Hostos repasa la historia de los hijos de Loyola en el corazón del continente y explica las razones de su éxito en la constitución de las misiones, destacando entre otras cosas la imitación de la organización de los Incas y el socialismo teocrático que lograron establecer. A juicio de Hostos, comparado con la tiranización colonial, la colonización de los jesuitas resultaba “más sabia, más humana, más fructuosa y más civilizadora” (VII, 79-80). No obstante, también a propósito de la obra de los jesuitas, Hostos señala que “la civilización no llorará jamás con lágrimas suficientes el tiempo perdido en los siglos coloniales de América Latina” (VI, 287). Como hemos visto, su evaluación no es, como puede parecer de entrada, desequilibrada. Hostos reclama que no tiene animosidad contra la Compañía de Jesús que representó sin embargo, aunque con móviles mezquinos, todo lo que el coloniaje negaba o deprimía en la América nuestra. Pero, a propósito de la Universidad de Córdoba, denuncia que sin embargo la milicia de Jesús sirvió “para completar el sistema de conquista que sobre la conciencia de los indígenas y los criollos americanos desarrollaba” (VI, 288).
Hay otro aspecto sobre este tema que me es imposible dejar en el tintero, y es la defensa de la América Latina respecto a la injusta comparación que en su defecto se le hace con la América del norte. En muchos trabajos Hostos analiza las causas del divergente y desigual desarrrollo de las Américas. Hay toda una serie de artículos que a modo de crónica extranjera publica en Chile en 1874, y en los cuales estudia el peligroso desarrollo de la libertad en el coloso del norte. Pero a propósito de este tópico prefiero comentar ahora un trabajo que escribe como introducción a los estudios que hace del Perú, Chile y la Argentina, y de la situación particular en cada uno de estos países, en sendos artículos también, de los respectivos presidentes Manuel Pardo, Federico Errázurriz y Domingo Faustino Sarmiento.
El artículo se titula, precisamente, “La América Latina”. En este trabajo, repito, en defensa de nuestros países contra los que nos agreden lo mismo en Montevideo que en Ecuador, y contra los que nos calumnian, lo mismo en Bolivia que en Centroamérica, Hostos presenta una serie de preguntas que subvierten y claramente revierten la opinión general sobre el asunto, francamente llana y desinformada. Hostos pregunta allí, socráticamente, a nuestros críticos, cosas como éstas: quiénes poblaron los Estados Unidos y quiénes la América Latina, y para qué; qué representa Inglaterra y qué España en la historia de la humanidad; cuál es el sistema colonial de uno y de otro; cuál de las dos guerras de independencia empezó antes y cuál duró menos; en cuál de las dos la metrópoli puso más violencia; cuál tuvo más auxiliares; cuál fue el carácter de cada una de sus revoluciones; en qué momento histórico se dieron; en qué momento comienza la emigración europea; qué población tenía una y otra; qué parte tuvo la inmigración en el trabajo, en la producción, en la riqueza inicial y combinada, en uno y otro mundo... Las respuestas a éstas y otras preguntas sólo podían poner en su justa perspectiva las cosas. Y Hostos intenta hacerlo, con el rápido esbozo de lo que quisiera fuera un estudio científico, de las tres repúblicas antes mencionadas.
La fundación de la Sociología
Llamo la atención, otra vez, a que Hostos lleva dentro de sí el método científico. No puede enajenárselo. Martí se refiere a eso cuando califica como “matemático” el “idioma” de Hostos, y acaso por esa razón en varias oportunidades Hostos, por su parte, califica asuntos que estudia y aclara como “numerables”. Lo indudable es que en esta serie de siete artículos, escrita según parece tras completar el periplo de su viaje, se pone en evidencia si la unimos a los demás textos escritos en este periodo, que en Hostos se encuentra la más abarcadora mirada, la más penetrante, la más robusta de datos, la más asentada en la realidad concreta, la más compleja y rica interpretación de ese sueño militante, de esa utopía con programa, de esa reflexión ansiosa que es el tema de la América grande, la América mestiza, la América que quería llamar Colombia, la América que se le adentra en la intimidad como víscera de su organismo para trasplantar, expandir y desarrollar la ciencia sociológica, y que incluso en el Tratado de Sociología llama con el cariño personal de quien la ha recorrido a pie, y con la misma ternura del hijo que transita todos los martirios por los caminos de cada uno y de todos los países de su América: “nuestra América”. (O.C., ed. crítica, VIII.I: 238). Aunque en su época española Hostos comienza a desarrollar un pensamiento sociológico respecto a sus luchas por la libertad de las Antillas, la lectura de los textos de Hostos de los setenta nos permite conjeturar que es allí y entonces, como fruto de su estudio cada vez más extenso, abarcador y detallado de su América, y no en sus lecturas del positivismo comtiano, que Hostos funda, temprano en esa década de los setenta, la ciencia de la sociología. Cuando menos, es ya la práctica prematura de una perspectiva y de un método, el ejercicio precoz de sistematizar unos datos específicos. De esta práctica y de este ejercicio extraerá años más tarde los principios de la ciencia. Hostos mismo parece estar consciente de ello (Véase, sobre este particular, por ejemplo, VI, 290). Y a nadie debería extrañarle, pues repetidamente observa Hostos en su obra pedagógica que todo saber arranca de la intuición y de la observación, y que pasa por los grados de desarrollo naturales de la inducción y deducción hasta desembocar en la sistematización, que ya es la ciencia.
No puedo, sin embargo, dar por terminado el comentario sobre este aspecto, sin aludir a un rango importante que ostenta esta perspectiva sociológica. Es en este periplo de su viaje al sur que Hostos, como hemos demostrado antes, en su esfuerzo por estudiar y comprender los países, se plantea el problema del pasado colonial para comprender el presente, pues de alguna manera este pasado colonial sobrevive en la independencia. Pero al formular las tareas, necesarias y urgentes, del presente, respecto al porvenir que ansía, transita una especie de sociología de la dependencia, que lo lleva a proclamar entonces, veinte años antes que Martí, la necesidad de proclamar la segunda independencia de América. Como puede verse, pues, decimos que la forjación de la utopía en Hostos tiene un carácter revolucionario porque lleva embarazada la estrategia y el programa para hacer verdadera la libertad, tanto en cuanto en la soberanía de los pueblos como en cuanto la libertad de los ciudadanos. Y decimos, también, que ese sueño y esa utopía revolucionarios tienen su germen en su estudio científico de la sociedad latinoamericana, estudio ya, al menos, casi sociológico, y en propiedad político. Leer a Hostos, en verdad, es como transitar un paraje lleno de sorpresa donde abundan puentes insospechados de riesgo. A reto del riesgo vivió él, y así mismo –está en sus obras– recorrió a caballo cumbres y riscos de los Andes.
Los desheredados de la tierra
Antes de comentar brevemente este importante tema de la obra de Hostos, quisiera hacer mención, con toda celeridad, de un último tópico de altísimo interés en la obra de este viaje. Me refiero a su solidaridad con los desheredados de la tierra, las poblaciones marginadas, las porciones de población excluidas en nuestros países que cancelaban entonces, y aún cancelan, cualquier desarrollo de democracia y cualquier aspiración de libertad.
Su encuentro con cada uno de estos grupos desamparados es singularmente dramático. En su viaje a Cartagena, Hostos se encuentra con una fiesta de cholos (VI, 100). En Lima, callejeando una mañana por el mercado, se encuentra por “primera vez” con los ‘descendientes puros de Atahualpa y Huáscar’, toda una familia de la raza por él “condolida, compadecida, querida, estimada y respetada” (VI, 135). En Lima también, se topa delante de una iglesia con catorce chinos mendigos (VI, 142). El encuentro lo mueve a publicar en Lima, en 1870, un artículo sobre su primer encuentro con un chino (VII, 147) y otros artículos en su defensa. En Brasil, Los Santos, la sorpresa de encontrar, en medio de lo que creyó la visión de un paraíso tropical, una embarcación con un grupo de esclavos negros (VI, 380). Hay otros encuentros, pero éstos resultan ser los más dramáticos.
En la embarcación que se dirigía a Cartagena, al inicio del viaje, Hostos viajaba sobre cubierta y con pasaje de tercera, pues carecía de recursos. Discriminado y degradado de condición social por aquellos que ahora lo ignoraban, aislado de los viajeros de alguna cultura con los que pudiera conversar como gustaba hacer, acompañado de mulas, de la tripulación, de los sirvientes y esclavos, se percata de que los cholos y cholas de la embarcación estaban cantando. Hostos los describe minuciosamente como una “raza nueva”, en parte quichua y en parte caucásica. Bajo sus carpas, dice, convirtieron el buque en feria. Se contagía de entusiasmo su corazón, se detiene a hablarles, preguntarles, examinarles y dejarse examinar, a reírse de sus ocurrencias, y al oír con deleite de corazón sus cantos, empezó a encontrar los motivos sustanciales y permanentes que le permitían afirmar la confraternidad esencial de la América Latina. Hostos opina que son los gobiernos los que han impedido la confraternidad que sin embargo sienten y desean espontáneamente los pueblos.
Ya en Lima, por otra parte, y movido por la curiosidad y la solidaridad, Hostos siguió a una familia de cinco incas. Los describe físicamente, así como su manera de conducirse. Iban buscando compradores. Un mercader los llama y se intenta una compraventa, pero los indios advierten el engaño y se marchan. Entre el mercader y Hostos se desarrolla una interesante conversación en la que Hostos demuestra que la desconfianza del serrano es producto de su experiencia con los blancos de los poblados y que está bien fundada, pues incluso este mismo mercader intentó comprarles más barato de lo barato. Poco después, cuando el mercader le comenta a Hostos que los blancos van a la sierra de vez en vez para enganchar a los indios para el ejército o a robarles sus pequeños para venderlos en alguna casa rica de Lima, Hostos arde en cólera. “¡Una república sobre un pueblo maltratado, vilipendiado, despreciado! ¡Una democracia sobre una sociedad cuyos más vitales elementos así estaban comprimidos por el abuso de la tradición y la ignorancia! ¡Una independencia cimentada sobre las mismas iniquidades de la conquista y del coloniaje! (...) ¡Con que soy un iluso!”, protesta Hostos.
En el caso de su encuentro con el chino Hostos parece traspasar el relámpago prospectivo de un existencialismo del aburdo. “Era un caído lo que veía, y me postré”, dice. La visión, que parece descomponerle la conciencia, le carga la frase con un hipérbaton severo, y añade Hostos: “En cuanto puedo yo asegurar que sea frente la del chino. Una superficie angulosa, cubierta de una piel rugosa, coronada por un cráneo angular, tornando ojos en ángulo, tal la frente. Raro vello más esparcido por la cara, como en la árida costa mal crecidas plantas; hundimiento crapuloso de los ojos; depresión enfermiza de las sienes; decoloración cadavérica, demacración pavorosa de las mejillas, tal el rostro. Pecho sumido, brazos caídos, piernas temblorosas, organismo sin nervios y sin músculos, estatura sin desarrollo, talle sin dignidad, tal el aspecto”. Hostos miró en torno, y de cien viandantes la mitad eran chinos. Entonces denuncia la esclavitud civil y social del chino que llaman hipócritamente “inmigración asiática”: esclavo en su país, esclavo en el destierro, esclavo moral en su conciencia. Hostos le reclama a la sociedad limeña que intervenga en los contratos de esta gente para asegurar que sean trabajadores libres, de modo que no terminen por “convertir el hombre en bestia”.
La experiencia de Brasil, por su parte, es con los afroamericanos. No cabe en sí de furia al ver hombres esclavos y exclama: “Esclavos en una patria independiente que reconoce los derechos connaturales de sus hijos!” Hostos tampoco comprende ahora, como antes con los indios del Perú, cómo puede fundarse una nueva nación con un régimen constitucional que pisotee una porción considerable de su propia población. Tras la reacción primeriza que le causa a Hostos encontrar a estos esclavos, Hostos observa el carácter inusitado en el comportamiento afable entre libres y esclavos. Trata de explicárselo, y deriva de su explicación una anticipación del porvenir más risueño. Pero a mi juicio es de más interés un trabajo incluido en el libro de su viaje que se titula “El trabajo esclavo”. Hostos destaca ahí que el origen de la riqueza está en las manos que trabajan y producen, de manera que “todo el capital es obra suya” (VI, 401). Siendo así, el esclavo debería poder comprar muchas veces el valor de su libertad. Tras meditar sobre la liberación de vientre, de cómo la mujer es doblemente esclava, y de cómo la familia se convierte para el esclavo en infierno, Hostos anticipa los beneficios que traerá al país la inmigración de colonos libres.
A estas reflexiones se unen otras hechas en los muelles de Buenos Aires a propósito de los inmigrantes europeos, otras hechas sobre los inmigrantes chilenos en el Perú, otras sobre el derecho a desertar de los maltratados trabajadores de La Oroya, otras sobre los barrios de obreros, otras sobre los indios de la Patagonia, y otras y otras, pues además de huasos, rotos, pehuenches y gauchos, Hostos reivindica, como vimos antes, la marginación de la mujer. El interés de Hostos en la integración de los marginados por raza, origen, cultura, posición social o sexo, es una constante a lo largo de toda su obra, pues “el verdadero pueblo –dice– es el que componen los que trabajan” (VI, 131). Pero ese interés hostosiano parece siempre ir más allá de la solidaridad y del reclamo de justicia, más allá del sentimiento de fraternidad humana y de la conciencia moral, más allá del entendimiento de que la reparación y reivindicación de esta gente es una necesidad sin la cuál no hay ni república, ni democracia, ni libertad. “La razón y la libertad son solidarias”, dijo (VI, 80). Para Hostos “la división de la sociedad en clases no es principio”, sino un “contraprincipio” (II, 222). Y va más allá, y más allá, como si se adentrara, científicamente, en la ternura y en el amor.
Fin de fiesta
Hay un último aspecto de este tema que me seduce de ansiedad al terminar estas palabras. No sabemos en cuántos periódicos desplegó e instrumentó Hostos su tumultuosa actividad reivindicadora. Sólo en España, más de trece; en Nueva York, más de diez; en Perú, más de siete; en Chile, más de 18, en Argentina, más de 8, en la República Dominicana, más de 32. Incluso publicó en varios periódicos franceses y belgas. Es incuestionable que Hostos dio a conocer su pensamiento ampliamente. En 1869, ya Martí, todavía adolescente, reproduce en La Habana algunas de las páginas del discurso que dio Hostos en el Ateneo de Madrid, discurso de ruptura con la revolución española que sus amigos rechazaban extender a las Antillas, principalmente por el levantamiento en Cuba de Céspedes. Años más tarde, en México, 1876, Martí escribe un trabajo sobre un importantísimo escrito de Hostos, el “Programa de los independientes”, texto que Martí califica como un “catecismo de democracia”. Allí –señor catedrático de la Argentina– es el maestro del idioma que todos reconocen en Martí, quien dice que en la palabra de Hostos se equilibran la imaginación y la inteligencia, de manera que “Hostos, imaginativo, porque es americano, templa los fuegos ardientes de su fantasía de isleño en el estudio de las más hondas cuestiones de principios...”
Como muy bien observa Fernando Aínsa (Ibid, 436), el programa que para la Liga de los Independientes desarrolló Hostos en 1876 era una asociación política que propone, como medio de lograr la unidad latinoamericana, lo que tiene entre sus fines, y esto es “la sustitución de la confraternidad sentimental que hoy aproxima tibiamente a la sociedad latinoamericana de las Antillas y del continente, con la confraternidad de intereses materiales, intelectuales y morales, y con la unidad de civilización que espera a sociedades idénticas en origen y tendencias” (II, 220-259). Aínsa entiende que se trata, entre otras cosas, de una nueva formulación de las continuas propuestas asociativas de Hostos, pero esta vez, a la manera de “un verdadero germen de ‘mercado común’ latinoamericano”, que si no llega a constituir una confederación política, bien podría, arguye Hostos, constituir una ‘confederación de ideas’, una “forma definitiva de la libertad”, que levantada a tiempo bien podría evitar la invasión de México, o la tentativa de reanexión de Santo Domingo, o la “catástrofe todavía no bastante llorada del infortunado Paraguay”. El “Programa de los Independientes” es también, y antes de todo, una anticipación de las tareas de la libertad tras obtener la independencia de las Antillas. Así lo expone Hostos en el exordio: “Próxima ya la hora en que los combatientes activos y pasivos de la independencia han de ser llamados a una obra de razón más larga, ningún patriota de razón puede resignar la responsabilidad que ha de tocarle en la tarea de constituir en la libertad la sociedad desorganizada que dejará la guerra y que deja siempre la educación mortífera del coloniaje” (II, 221). Esa conquista del porvenir es tarea ineludible de todo pueblo sometido. Por eso puede Hostos hablar, veinte años antes, con palabras tan similares a las de Martí, veinte años más tarde, de “cuando empiece para la América colombiana la existencia completa”, de “cuando pueda haber historia de América” (XIV, 276). O como dice, sencillamente, en Mi viaje al sur: “la segunda independencia” (105), libre de “la tiranía y el fanatismo”, y de la herencia terrible del colonialismo.
No creo que esté alucinando si veo, o si más que veo pienso, o si más que pienso siento, que todo esto de buscar formas de asociación entre nosotros es, todavía hoy, una tarea urgente. Hostos habló de buscar formas de asociación, confederaciones y federaciones para poder hacer practicable la libertad. Nada, pues tienen en común estas asociaciones de Hostos con la globalización, ni con el Banco Mundial, ni con el Fondo Monetario, ni con los tratados de libre comercio, pues hemos visto que detrás de ellos hay casi siempre una poderosa aspiradora que se traga toda la riqueza del mundo, pero ninguna libertad para los pueblos de los países pequeños, los países pobres, los países de la periferia, los países dependientes eternamente subdesarrollados, cada vez más pobres y hambrientos. ¡Hasta cuándo seguiremos incurriendo en prácticas políticas que sólo aumentan la desesperación de los vecinos de nuestras comunidades!
Hablando sobre Shakespeare, Hostos señala que su obra capital no es “Hamlet”: “la obra capital de Shakespeare es todo Shakespeare. Eso, por lo demás –añade–, es cierto de todos los espíritus de ese orden. Son masa, pedrusco, majestad, Biblia y su solemnidad es su conjunto” (OC, ed. crítica, I.III: 473). Lo mismo puede decirse de Hostos, y vuelvo a interpelar al catedrático argentino que me dijo que no era verdad la llamarada escrituraria que veía yo en la obra de Hostos. Fíjense en la hermosa y expansiva afirmación que acuña ante la pampa, como oración liminar a su encuentro con la Argentina, en su Viaje al sur:
“Nacer americano es recibir al nacer un beneficio” (VI, 241).
En ella no hay lirismo sentimental alguno. Hostos participa aquí de la cosmovisión que expresó magistralmente Alejo Carpentier en El reino de este mundo, visión recogida en el epígrafe de este trabajo: “la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es... el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este mundo”. El beneficio de nacer americano está definido, pues, por las tareas urgentes que quedan por hacer en nuestros países, tareas que, demás está decirlo, no las asume Hostos con enfado ni con resignación, sino con la alegría de quien encuentra en la solidaridad con huasos y pehuenches, con rotos y guaraníes, con negros y chinos, con incas y araucanos, con obreros y criollos, la culminación de su destino: “un desierto que poblar; una naturaleza que conquistar; una sociedad que organizar; una raza que armonizar con otras razas; una población que completar con otra; un carácter nacional que refundir en otros caracteres similares o dispares”, en suma, “una como repetición del principio del mundo y de la humanidad”, un “espacio ilimitado al trabajo del hombre”. (VI, 242).
Entiendo esta fruición de Hostos con la agenda inconclusa que todos los aquí presentes aún tenemos para con nuestra América, dentro del contexto y en relación con otra idea hostosiana: aquella en que reniega de la rémora del jesuitismo que ayer como hoy pesa sobre la conciencia americana. Para Hostos ese “jesuitismo” radica en la visión fatalista o providencialista de nuestra historia, que propia del reino establecido y quieto de los cielos, se riñe con el reino de este mundo. Como se ve, no hay derrota en Hostos porque todo es lucha. Humildemente creo que, de frente a nuestro presente y a nuestro porvenir, deberíamos todos asumir como nuestra esta consigna hostosiana:
“Ha llegado la hora de negar sacrificios a la fatalidad” (VI, 301).
Fernando Aínsa apunta en otra parte del ensayo que hemos mencionado antes que “Hostos no hizo otra cosa que abrir posibilidades en lo imposible de su época (Ibid, 423), como si anticipara el “principio esperanza” que acuñó Ernst Bloch, ése que alienta en la realidad que sueña sus utopías. En el reino de este mundo, reino de las utopías inconclusas que es América, todo es fruto “del esfuerzo, del trabajo, de la lucha”. Explica Hostos: “Esfuerzo de la larva por ser crisálida, trabajo de la flor por florecer, lucha del árbol contra la sombra, del agua contra el obstáculo al nivel, de la simiente contra el grano de tierra que la oprime, del polen vagabundo contra el átomo de polvo que lo fija o contra el soplo de aire que lo impele; esfuerzo del embrión por ser feto; trabajo del huevo o del claustro materno por dar vida; lucha en pro de la vida del pequeñísimo contra el pequeño, del grande contra el pequeño, del grandísimo contra el grande, del igual contra el igual, del menor contra el mayor, entre insectos, entre reptiles, entre alados, entre anfibios”... (VI, 410-411)
En La edad de oro, Martí le explicaba a los niños que en la época colonial no se podía ser honrado en América. (“Tres héroes”). Que no es honrado aquél que no se atreve a decir lo que piensa o que obedece a un mal gobierno sin trabajar para que el gobierno sea bueno. También dice, recordarán ustedes, que aquél que se contenta con vivir sin saber si vive honradamente va en camino de ser un bribón. Siguiendo a Hostos, que aseguró, y repito, que los pueblos se merecen sus tiranos si incurren en el pecado de omisión que es consentir; parafraseando esa conocidísima canción de León Gicco, “Sólo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente”... Saramago nos ha llamado con una campana, en el Foro Social Mundial de Brasil, a reinventar la democracia, y se organizan respuestas alternativas en muchos de nuestros países que buscan globalizar la esperanza amparados en la ardiente fe de que otro mundo es posible. ¡Cómo podemos, por dios, darle la espalda a nuestros sueños?
El Hostos que yo sé renace en cada abrazo fraternal lo mismo que en cada piquete de protesta, como renace hoy en Vieques, Puerto Rico, asediado y bombardeado inmisericordemente por más de 60 años por la Marina de Guerra norteamericana, y donde quiera que la dignidad denuncia la injusticia y la pobreza. Por eso los exhorto a conmemorar el centenario de quien hoy, más que nunca, es presencia fundadora, como una columna de fuego que no ha podido apagar la muerte pues arde en los puños, en las cacerolas, las campanas y las banderas que demandan justicia, pan y libertad por todo el continente.
(2002)
Marcos
Reyes
Dávila
Ex director del
Instituto de Estudios Hostosianos
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