En nombre de Salomé
y de Hostos
Publicado: lunes, 7 de enero de 2013
[Leído en el Panteón Nacional de la República Dominicana, en octubre de 2012, en la celebración de los 50 años de la revista Guajana.]
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Buenos días, tengan todos.
Agradezco de manera muy especial a todos los que me han colocado hoy
aquí, frente a ustedes. También a los compañeros de GUAJANA que me
asignaron la encomienda.
Esta es mi tercera visita a la República Dominicana, y mi tercera
visita al Panteón Nacional donde, aparentemente, descansa Hostos. Yo vi
por televisión la ceremonia de traslado de sus restos aquí hace muchos
años, y si digo que “aparentemente” aquí descansa Hostos, es porque el
Apóstol sigue germinando en el corazón de su ejército invencible de
ilusos que hacen patria en las Antillas y en toda Nuestra América.
Pero no sé si ustedes me han “embromado”, como dicen por aquí, pues
ponerme, a mí, a hablarles, a ustedes, de Salomé Ureña y de Eugenio
María de Hostos es como poner a los pájaros a dispararle a las
escopetas. Lo asumo, no obstante, como una muestra de la enorme
gentileza y paciencia de ustedes. Lo más duro y difícil, sin embargo, es
esta sensación que vivo de estar frente a ellos dos, Salomé y Hostos, y
de hablarles. Lo intento.
Muy conocidas son las palabras de Hostos sobre Salomé Ureña de
Henríquez publicadas en el volumen de “Crítica” de sus Obras completas y
reproducidas en muchas otras partes desde septiembre de 1897. Pocos,
quizás, saben que esas palabras las dictó Hostos cuando estaba muy lejos
de aquí y no anticipaba regresar a este suelo. En Chile, tres meses
antes. Salomé había muerto, y Hostos repasaba y evalúaba la vida de
Salomé con un tono que no logró esconder la emoción conmovida. Por esas
líneas pasa el recuerdo de Salomé en vida, de su magisterio, de su
compromiso irrenunciable con la patria, y también, venciendo acaso su
costumbre de distanciarse de la poesía, pasa la degustación elogiosa de
sus versos. La admiración y el respeto de Hostos ante el carácter de
Salomé, y su alma fuerte, constituyen un sublime homenaje.
Pero no es la única vez que Hostos menciona a Salomé en las obras que
conozco. En el tomo XII de las Obras completas, titulado “Forjando el
porvenir americano”, hay varios trabajos de 1881, dieciséis años antes,
en los que alude a Salomé al abogar por la creación de una escuela
normal para niñas (84). Llama la atención en este texto, cierta
turbación en el discurso de línea siempre clara y segura de Hostos. Ha
defendido con toda firmeza el derecho de la mujer a la educación y la
necesidad del instituto normal, mas, al señalar quién debe dirigirlo,
hay un titubeo que evidencia dos cosas. Una, que el asunto de la
dirección no estaba hablada y convenida definitivamente en ese momento. Y
dos, que, por otra parte, la selección de Hostos es muy clara, pues,
según dice, ese es su “deseo”: Salomé Ureña de Henríquez, no por poeta
verdadera, sino por su “razón juiciosa”, maestra de sí misma (84).
Y así como escribió, dictó y publicó en Chile, en el 1873, sus famosas
conferencias sobre “La educación científica de la mujer”, ahora, en el
1881, vuelve sobre el tema con otra serie de trabajos escritos a
propósito del proyecto del instituto en los que compara, incluso, a
Salomé con grandes figuras femeninas como la novelista cubana Gertrudis
Gómez de Avellaneda (69).
Julia Álvarez nos ha obsequiado hace unos diez años la alegría de
presentarnos a una Salomé y un Hostos vivos, actuantes y palpitantes, en
su famosa novela titulada En el nombre de Salomé. Para mí fue una
internación feliz en la vida de toda la familia de los Henríquez Ureña
que logró hacerme sentir en ese tiempo, en ese espacio, y en compañía de
figuras inmensas. Descubro que no conozco algunas de las fuentes que
utiliza la novelista, y que desearía poder adquirir. (Ella agradece,
concretamente, las aportaciones de José Israel Cuello y de Chiqui
Vicioso, y el epistolario de la familia.)
Julia Álvarez narra la escena de cuando Hostos y Salomé se conocen, e
incluso juega con la idea de un posible deslumbramientro romántico que
no germinó, según dice, por la presencia de Belinda, entonces novia de
Hostos (179). Allí, las conversaciones sobre patria, civilización,
ética, carácter, educación, poesía, y allí la insistencia de Hostos en
convencer a Salomé a fundar el instituto de señoritas después de
observar cómo ella sustituía las clases de Francisco Henríquez y
Carvajal, de quien, se dice en otra parte, que estuvo preso, antes de
conocer a Salomé, por escribir en la muralla de la Fortaleza su poema A
la patria, que comienza, como ustedes saben, así:
Desgarra, Patria mía, el manto que vilmente,
sobre tus hombros puso la bárbara crueldad;
levanta ya del polvo la ensangrentada frente,
y entona el himno santo de unión y libertad.
Tengo la mala costumbre de disentir demasiado. Y así lo hecho,
repetidamente, aunque con el debido respeto y admiración, con don Juan
Bosch y otros que conocieron a Hostos y atribuyeron su muerte, en el
1903, a la “asfixia moral”. Para mí –repito, para mí– esa expresión
connota derrota, vencimiento, renuncia, y yo nunca he podido concebir a
Hostos en tales términos, porque en lugar de lo anterior lo que he visto
en Hostos es la lucha tenaz, persistente, renovada, reinventada, de un
carácter de acero, de un Sísifo encadenado a la condena de subir, una y
otra vez, la roca a la cima. Y es que Hostos no concibió la historia en
términos de metas finales, sino como una lucha continua, como “el reino
de este mundo” en el que lo que cuenta es lo que hacemos o dejamos de
hacer. Decía que el fin no es gozar del día radiante de la victoria,
sino contribuir a que llegue el día. Y decía también que el horizonte se
alejaba siempre en la medida en que nos acercábamos a él.
Si padeció en su carne los efectos devastadores de su lucha sin pausa,
ello no es extraño. Los estudios que se han hecho al cadáver de Martí no
se explican cómo vivía aquél cuerpo comido como Prometeo. Otro tanto
han dicho del cadáver de Bolívar, y puede decirse, saltando las
longitudes y las latitudes, de Lenin y de Trotsky. Hostos mismo tuvo una
conciencia precoz, y muy clara, de la virulencia de los síntomas
sicosomáticos, y de cómo las tensiones minaban el cuerpo.
El Hostos que yo contemplo es, no a pesar de sus cuitas, de sus dudas,
de su lucha titánica con las pasiones absorbentes de su carácter fogoso,
sino gracias a ellas, un carácter de acero y un revolucionario nato.
Nace a la historia, cinco años antes de los gritos de Lares y de Yara de
1868, con La peregrinación de Bayoán, con el indio deicida que ahogó en
un río a un dios español, y con la visión grabada en su conciencia, con
fuego indeleble, de la unidad de las Antillas y de la necesidad,
imprescindible, de la libertad. De esa época es ya su convicción de la
igualdad absoluta entre el hombre y la mujer, según lo declara en su
novela, La tela de araña. Pero Hostos no era un fanático loco, sino un
buscador de medios, y un buscador de estrategias y de tácticas que le
permitieran acercarse a la meta sublime de la libertad para los seres
humanos y para los pueblos. En él, y en Luperón y Betances, en Henríquez
y en Ureña, en Máximo Gómez y en Martí, vivió, existió, fue real, la
confederación de las Antillas, como lo es en acto de confraternidad
antillana como éste.
Hay que ver cuánto más allá podía vislumbrar su enorme inteligencia.
Conocido es el ensayo en que Hostos anticipa, o profetiza si se quiere,
los derroteros sangrientos del siglo XX y las enormes fracturas que
prevee. Pero quizás sea menos conocido el ensayo que sobre el porvenir
particular de Quiqueya escribe en el 1901, publicado en el tomo X de sus
obras completas con el título de “Civilización o muerte”. Ese tomo X de
sus obras tiene por título “La cuna de América”. Hay que ver cuán
grande amor y qué sublime concepción encierra esa expresión que llama a
esta tierra, nada más y nada menos, que... cuna de América. Salta a la
vista en las obras escritas, y también en las no escritas, el amor de
Hostos por la patria de muchos de sus hijos. En sus momentos finales,
pide él que se le permita contemplar otra vez el espectáculo del mar
dominicano azotado por la tormenta.
Mas, todo esto me recuerda el final de la novela de Julia Álvarez. La narradora le hace decir a Camila lo siguiente:
“Es la lucha continua de crear el país que soñamos lo que hace una
patria de la tierra bajo nuestros pies”. Y añade: “Esto lo aprendí de mi
madre”, es decir, de Salomé, y Salomé, a su vez, de Hostos. La patria
No es, entonces, la tierra ni la geografía. Por eso decía Hostos que NO
tenía patria en Puerto Rico, y que, en todo caso, luchaba desde el
exilio por crearla. Y del mismo modo cabe decir que la lucha de Hostos
por crear el país que soñaba, aquí, en Dominicana, convertía, esta
tierra, en su patria. Enorme lección, amigos míos.
Ya para terminar, unos pocos versos. Ocurrió que terminaba de leer la
antología de Manuel Maldonado Denis, “Hostos, apóstol de la libertad”,
cuando me invadió en plena calle, caminando, hace como treinta años, las
ráfagas de estos versos que titulé precisamente, “En la tumba de
Eugenio María de Hostos”, cuyo segmento final leo ahora aquí... en
nombre de Salomé. Dicen así:
“Ya sé que tienes que venir,
que vienes ya,
que estás llegando.
Perdido Merlín entre los bosques,
perdido guanín entre las aguas,
volverás
espada o fusil
para decir:
Con hojas podridas se hace una isla.
Y la harás.
Y se te volverá a oír insistir:
Con verdades se hace un pueblo.
Ni mares, ni sirtes, ni ventisqueros,
ni caos, ni torbellinos
os arreden;
más allá de la tempestad está la calma:
con hojas se hacen tierras,
con verdades se hacen mundos.
Y los harás.
Aquel fastidio habrá sido sólo una pausa en el deber de tus deberes y
tu cabeza vendrá otra vez timón doliente. Te basta con saber que debe
hacerse para no dejarte caer en una fosa, para no dejar pasar hora tras
hora, para no permitir el exterminio entre cansancios de la utopía
patria que hiciste, de tu verdad prematura que nos hace.
Y para descolonizar el jornal,
el taller,
la patria estrangulada;
para terminar de una vez con los cazadores del ciervo perseguido,
la justicia desarmada y sangrante como una marejada;
para señalar la complicidad
de los que consienten y toleran;
para que cada valle y montaña
sea un rincón de piedras;
y por el miedo y la huelga,
la furia y la pena,
te llevaré aliento,
esfuerzo de pincel y de cincel.
Te cargaré --¡ay Patria,
que no llegas!--
tus sacos.
Modelaré tus platos y tus radios.
Y más allá de la resina y el polvo,
de la insurrección y de la huelga,
de la sangre fértil de un pueblo,
te coseré,
te levantaré un taller,
una escuela,
un compañero.
Y para no olvidar
que no tuviste otra cosecha
que tu propia siembra y tu aliento,
despertaremos tu lámpara en la tierra
como una lluvia tan grande de campanas
y alas
y fuegos
y amor
y marejadas.
Con un poco de pan entre las manos
despertarás ya Patria como un sol,
un sol caribe para estos días densos.
¡Y no será la tarde
otra vez
sobre la tierra tierra!.”
Muchas gracias por su atención y su paciencia.
Marcos Reyes Dávila
¡Albizu seas!
(Fotos de Luis F. Macfie.)