A propósito de un libro de Mayra Santos Febres
Julia de Burgos:
De la “leyenda negra”
y el cántaro roto de su canto
1. El cántaro roto de su canto
El centenario de
Julia de Burgos ofrece la espléndida oportunidad de reencontrarnos con algunas
de las fracturas más ardientes de nuestra historia y de reconstruir el cántaro
roto de nuestras utopías deshechas. Me refiero a que la historia de Julia
remeda en varios sentidos la pasión y la agonía de un país quebrado hasta el
hueso, y aunque caído del pedestal de los sueños truncos, distendió sus pedazos
por el Atlántico, desde España a Cuba, de Dominicana a Nueva York. (Esta esa la
Julia que yo veo hasta en mis sueños.) El cántaro roto de su canto ha tenido
desde entonces algo de aquella seducción de las sirenas griegas: una poderosa
atracción que susurra en lo oscuro por encima de las sombras de la noche como
una constelación insomne, y un toque súbito e inesperado que nos sobrecoge, así,
de pronto, y a pleno sol hiere en el rostro una sonrisa aturdida que no sabe cómo,
de dónde ni por qué.
Nos sorprende la
capacidad de convocatoria que ha mostrado su nombre en este centenario, acaso
solo superado por el centenario y sesquicentenario de Eugenio María de Hostos.
No obstante, vemos en el centenario de Julia un repicar de campanas que se
activan espontáneas al llamado de Julia por todas partes, como nunca antes en
la historia de Puerto Rico. Se diría que para muchos puertorriqueños Julia nos
ubica de frente con el “recuerdo de un amor profundo”, como decía Gautier. De
modo que este centenario se está constituyendo en un acontecimiento histórico
memorable. Y si esos pedazos del cántaro roto de su canto han llegado a playas
lejanas, es porque la voz de Julia enhebró sus tonos allá en lo hondo, donde se
fraguan los sentires de lo entrañable y donde, de playa a playa, nos
reconocemos hermanos. En primer lugar por la universalidad indefectiblemente
solidaria de su “verdad sencilla”, tomada por su propia mano de los surcos
heridos de la patria, y de la acción militante y combatiente que caracterizó su
vida entera.
En Julia hay una poda
de máscaras caídas en la brecha, de grito de trinchera y de clamor de surcos,
de revelación del rostro verdadero de la vida desgarrada por las fuerzas del
imperio y por las fuerzas de esa burguesía voraz que intentamos ignorar como
avestruces mientras no nos robe el retiro y el empleo. Esa actitud de
reconocimiento la sacó de la caverna de las sombras y la expuso a la luz. Allí
sucumbió como una campana quebrada. No es casualidad que la Julia del
nacionalismo albizuista y de la patria irredenta, esa Julia que simpatizó
incluso con el comunismo y con las redenciones obreras tiznadas de colores
oscuros en todo el Caribe, sintiera en su alma los desgarros de la España
comida por los buitres del fascismo durante la guerra civil, y de la dictadura
trujillista en la hermana República Dominicana. Ni es casualidad que esa Julia
con la quilla armada de proa a popa se lanzara a amar, desatada y absolutamente
libre y segura de su fuerza, en el mundo patriarcal, con la misma libertad de
los pájaros de la vega y con el líbido desinhibido de las aguas de su río.
Julia desató con su
vuelo su propio vendaval de murmullos de incomprensión en la colonia, esa “bandada
de la comida” atada a tierra de la que hablaba Richard Back en “Juan Salvador
Gaviota”. Con lo que no contó Julia fue con la fuerza centrífuga de sus propias
pasiones, ni con un pecado original, embotellado, acaso heredado de su padre.
2. La leyenda negra
Las actividades
conmemorativas del centenario de Julia de Burgos que se celebran en la República
Dominicana han reproducido nuestro enfoque, de modo que oficialmente, se
celebra a Julia “sin lágrimas”. Otro tanto hizo ya antes y rehace desde España,
La Discreta Academia. Creemos que no es sólo en atención a Pedro Mir, cuyo
centenario se celebró el año anterior. El Dúo Darias nos descubre el mar de La
Habana que brilla sus claroscuros en El mar y tú.
Pero Mir nos dio una
lección de dignidad con una corrección de enfoque que es racional y asertiva.
La biografía de un autor es un asunto marginal a la obra, que es, en última y
en primera instancia, lo que debe importarnos como herederos del legado
cultural. Lo contrario transita en la práctica de manera paralela a la falacia ad
hominem, esa que pretende cancelar un argumento, no en sus méritos
racionales, sino a partir de la persona que los formula. Si se hiciera con
otros autores lo que se hace con Julia, ¿qué quedaría de ellos, aún cuando sean
hombres?
No se trata de negar
los hechos que desembocaron en la muerte de Julia de Burgos, una poeta “malograda”,
como se decía antes, para aludir a una muerte prematura ocurrida de manera
imprevista quizás, tras sucesivas hospitalizaciones. Julia murió a los 39 años.
Julia murió agobiada por una cirrosis hepática y otras dolencias provocadas por
el alcoholismo. (Una autopsia podría despejar dudas e inquietudes.) La leyenda
negra, que es una tergiversación que distrae con sus engaños, se ciñe mórbida
sobre ella, como los buitres, para juzgar en términos de una moralidad caduca y
doméstica los derroteros de sus últimos años. Que eso se hiciera a mediados del
siglo pasado es, quizás, comprensible. Pero que se haga hoy, por una profesora
universitaria, mujer y poeta, revela una ausencia de juicio que me parece
insostenible. Me refiero al libro de Mayra Santos Febres, “Yo misma fui mi
ruta. La maravillosa vida de Julia de Burgos”2.
Para empezar, Julia
fue y no fue una mujer de su época. Con ello quiero significar que si bien fue
por necesidad una mujer de su tiempo, vivió y luchó de manera contestataria, en
reto a la doble moral de pueblo chico que juzga a la mujer de manera diferente
al varón, y en reto a los convencionalismos sociales incapaces de apreciar
positivamente toda heterodoxia. No fue mujer a la que un señorito o un
cualquiera pudiera poner en huida la mirada o hacerla bajar la cabeza. No fue
una creación decorativa de una burguesía rancia, sino compañera de mesa de trabajadores
y braceras. Además, Julia fue una mujer ideológicamente de vanguardia, políticamente
comprometida, primero con el nacionalismo albizuista y luego con las luchas del
movimiento comunista internacional. Ello hace de Julia no solo la poeta
nacional, la "novia del nacionalismo", sino también la poeta de las Antillas, y parte de una grandeza de carácter
que sólo pueden sostener, contra la marea de innumerables oposiciones, las
almas más recias. Esa fortaleza está paradójicamente presente incluso en los
desamparados versos de su testamento poético, despedida escrita con ironía
conmovedora y en inglés: “Farewell from Welfare Island”. Sin embargo, esa
grandeza se utiliza para juzgarla negativamente por quienes la desearon, y aun
desean verla, sometida y humillada, desde el mullido confor encadenado de sus
refugios de celda.
Los biógrafos dan crédito
a evidentes falacias en torno a Julia. Abunda el chisme en sus páginas en la
manera clásica de “hay quien dice”, “hay quien cuenta”, pero “no puedo revelar
su nombre” ¿abochornado? Hay quien afirma que de niña fue abusada por su padre,
o iniciada “en las experiencias eróticas”, aunque su conducta y su obra
no refleje un ápice de ello, y el tajo del comentario en el discurso biográfico
resulte incoherente. Hay quien afirma que el doctor Juan Isidro Jimenes Grullón
la drogaba con morfina para someterla a abusos sexuales (Santos, 149), cosa
verdaderamente inverosímil en una mujer de tanta categoría y dignidad, ajena
por completo a la conducta pusilánime.
Mas el lenguaje mismo
que utilizan los biógrafos está cargado previamente de pecado y de ese murmullo
de convento que le huye a la luz de la verdad. Así se habla de la “amante de
Bosch” con la que compartía un cuarto en La Habana, o de que Julia no fue sino “la
amante de turno” de Jimenes Grullón, porque no se piensa que una mujer tenga
sexo sino que entrega su cuerpo. Así se dice como chisme de barrio, el de “las
malas lenguas” a lo Mirta Silva, el de la especulación arriesgada con un “quizás”
de cuello blanco y oficina de academia, que Julia se bañaba “desnuda” en el río,
como hizo, junto a su madre, durante toda su niñez y como hacían miles de
puertorriqueños en ese entonces –incluyendo mi padre– cuando se carecía de agua potable en los
hogares y se lavaba la ropa en el río. “O bajo cualquier chorro de agua que
cayera de un zaguán” (102), se añade. Así, dice también, se “rumoraba” que en
su relación con escritores tenía que haber más intimidades de las que
aparentaban (92). Se hablaba –y aún se habla– de Julia, además, en términos
como “las cortejas” (149), de “la querida” (150), o que “se dio al alcohol como
si bebiera desde el mismísimo Leteo” (142). Toda la vida de Julia a su regreso
a Nueva York, la reduce a la embriaguez y la postración: “Así pasó los últimos
once años de su vida en la ciudad de Nueva York” (162), aunque unos párrafos
adelante se reseñe la intensa actividad que como escritora y periodista desempeña
en el 1943 en Pueblos Hispanos (163), la estadía en Washington, casada
con Armando Marín y trabajando la oficina del Coordinador de Asuntos
Interamericanos (165), la publicación premiada en el 1945 de su ensayo “Ser o
no ser es la divisa”, publicada en el Seminario Hispano de Nueva York, y,
aunque Santos no lo menciona, participó también, en el 1951, en un programa
radial en homenaje a Luis Lloréns Torres (Rodríguez 386).
La estrechez de
enfoque de muchos biógrafos acechó, y acecha aún, a Julia, quizás por el hábito
de repetir sin reflexión y estudio, o quizás porque la moral doméstica y
provinciana todavía es muy fuerte entre nosotros. Mas me parece que la causa
principal de este acecho es que Julia vivió de manera contestataria, y que
eligió llevar una vida auténticamente decorosa e independiente, consciente de
su valer como ser humano.
Las experiencias
vividas, las penas amorosas, el desenlace de su romance con Juan Isidro, no
explican ni justifican su tragedia. Su tragedia estaba en su sangre, en su
biología: la propensión al alcoholismo, probablemente heredado de su padre. Ese
hecho, que sí es importante registrar para un biógrafo, el único verdaderamente
significativo, fue sistemáticamente enterrado para hacerlo emerger justo a su
regreso a Nueva York y vincularlo así con el fracaso romántico con el
intelectual y político dominicano en un charco de lástima.
Una lectura de las
biografías sugiere que Julia se intoxica con la bebida al menos desde su salida
de Puerto Rico, y que el enigmático episodio sufrido cuando viaja desde Nueva
York a Florida para dirigirse a La Habana podría haberse debido precisamente a
eso. Jimenes Grullón le reprocha a Julia su uso de la bebida en La Habana.
Entonces las razones que explican el rompimiento quizás deben reformularse,
porque el alcoholismo no es uso accidental ni súbito, sino visceral e
incontenible, de larga incubación, que va erosionando lentamente el cuerpo si
no media una férrea voluntad.
Pero creemos que no
debería haber espacio para eso en una biografía que fue escrita “en lenguaje de
pueblo” (22), y que se deseaba “seria y bien documentada” (11). La investigación
en esta obra no se aleja del eco de aquellas voces que vienen arrastrando por más
de medio siglo, ya sea la censura enmascarada de su moral doméstica y machista,
o ya sea la lástima, las mismas voces que rechaza Mir. Los “trabajos
consultados” se limitan a ocho autores y once títulos. Cuando se habla, por
ejemplo, sobre el expediente académico de Julia y se citan expresiones de
profesores (54), las citas están tomadas del libro de Juan Antonio Rodríguez
Pagán, “Julia en blanco y negro”3, no de las
fuentes originales, y están atribuidas erróneamente4. Si Santos se
propone contar la biografía de Julia, “sin pretensiones académicas”, de manera
novelada, algo hace, y ello podría justificar la ficción. Incluyo en este renglón
de ficción el alegado espiritismo en Julia, que en mi opinión era bastante
materialista, tal como corresponde con una simpatizante del materialismo dialéctico.
Según Santos Febres, Julia, como los grandes poetas que “se conectan con otros
planos de la vida”, cree en “otras formas de vida que conviven con nosotros”
(47). Rodríguez Pagán, en cambio, que es la fuente de Santos, cuando se refiere
a la colaboración de Julia con un centro espiritista de Hato Rey, dice que lo
hace “con el propósito de disfrutar del chocolate, las galletas y el queso que
reparten”, del mismo modo que visita regularmente la panadería “La Euskalduna”
porque regalan “el pan que sobra” (59). Lo que sí es un monstruo que la
persigue y convive con ella, constantemente, es el hambre y la pobreza. El
libro de Santos no es sino un resumen, fundamentalmente, del libro Julia en
blanco y negro, de Rodríguez Pagán, con breves comentarios de otras fuentes y propios. Su mérito
mayor es, pues, la brevedad, útil para quien se apura.
Lo que no cabe leer
sin atolondramiento y confusión, es que Santos Febres diga, ya al finalizar su
libro, que la obra de Julia responde a vertientes de otros “saberes y
bellezas populares como lo son la del espiritismo”, ni, mucho menos, que se
sostenga que al celebrar el centenario de Julia “celebramos la ruta que hemos
elegido como país” (189). Esta última afirmación, particularmente, es una
negación radical de la obra toda de Julia y de sus sueños y luchas
nacionalistas y anticoloniales, libertarias y proletarias.
Tengo la esperanza de
que la manera como se enciende en todas partes el nombre de Julia en este
centenario sea el desenmascaramiento que nos la dé plena de vida, finalmente. Pero más que ello, me parece que la convergencia de este centenario con la degradación de la economía de Puerto Rico decretada por los Standard y los Moodys es feliz, pues, si bien por una parte se deprime el espíritu con la economía achatada a chatarra del gobierno, por el otro, el centenario de Julia demuestra cuán vivo, espontáneo y presto a levantar bandera está en cambio el espíritu de este pueblo. A
ello contribuyen, en convergencia con las iniciativas de tantos sectores y
personas, las de la Comisión Nacional del Centenario y Festival Internacional
de Poesía en Puerto Rico y el Municipio de Carolina. El Municipio de San Juan
promete organizar un extraordinario cierre del año juliano. Predomina en el
discurso público que oímos, me parece, la imagen de una Julia recia,
combatiente y creadora: “sin lágrimas”. Sorprende su ascenso dramático y célere,
como luz de bengala en la oscuridad de la noche, así como la penosa caída de un
ser prematuramente consumido por su propia luz.
Tal como parece, la
propensión de Julia al alcohol fue en su tiempo motivo de un mutismo ciego. Era
algo de lo que no se hablaba, quizás porque así suele suceder mientras no hace
crisis. Alcohólicos Anónimos se fundó en el 1935, precisamente en Nueva York,
pero no tenía entonces una divulgación que pudiera alcanzar a Julia a tiempo
para salvarla de sí misma, no de Jimenes Grullón. Pero ello no afectó la
grandiosidad de su vuelo lírico, aún presente en las atolondradas cenizas de su
póstumo “Farewell from Welfare Island”.
Su verso sigue intacto en el río abonando surcos y peregrinando mares.
Marcos
Reyes Dávila
¡Albizu seas!
Notas
1. Véase el trabajo publicado en 80
GRADOS, el 15 de noviembre de 2013; también en el portal
www.lasletrasdelfuego.com.
2. Carolina: Municipio de Carolina,
2014, 198 págs.
3. San Juan: Sociedad Histórica de Puerto
Rico, 2000, 479 págs.
4. En la página 54 santos Febres
atribuye a los profesores de Julia, Milán y Rosario, unas expresiones que
pertenecen a Rodríguez Pagán. La cita imaginada: “demasiado huraña y poco
comunicativa, ensimismada, encerrada, que rehúye el trato social”, yuxtapone
dos expresiones separadas de Rodríguez Pagán, hechas en las páginas 53 y 54 de
su libro “Julia en blanco y negro”.
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