Ojo de cenote
A doña Meche, in memorian.
El ojo del cenote
A ras de su faz
sus ojos resplandecen todo el día.
Su transparencia
en cambio es aparente.
El ojo del cenote es un abismo ciego
que simula la muerte.
Oscuro como todo lo profundo,
abodega los secretos
del tiempo infinito.
Por sus ojos
transitan multitudes calladas,
casi penitentes.
Algunas quizás tiernas y expectantes,
pero muchas van hambrientas de ira,
de rencor y de sangre.
El lago de soslayo
Los edificios del centro de México
se aferran a la tierra.
Hunden en ella sus raíces
como buscando el agua,
ese antiguo fantasma del lago
que oíamos pasar.
Cavan su trinchera
en ese pasado sin olvido
que es el agua de antaño.
De ese pasado ausente
que mira desde entonces de soslayo.
El palacio se yergue
en el oculto zócalo de Teonochtitlán.
Y allá lejos acaso se desliza todavía,
como serpiente emplumada,
la guerrilla de Oxaca,
o siembra la comuna libre
en la indiada de Chiapas.
México pasa primero
Aunque cante corrida una ranchera
México tiene corazón de cenote.
Se escurre oculto entre las hojas duras
del viaducto y las calzadas
y sorprende de pronto
cuando yergue los dientes
de sus ciudades de piedra.
Todo en apariencia está asusente en ella.
Pero hablan y se regodean
juntos en el viento
el abrazo y la puñalada,
la puñalada en el abrazo
y el abrazo en la puñalada.
Entre la limosna y la mordida
se cuecen en el caldo del cenote
lo mismo sapos que gorriones.
En ella todo está
como la columna de un susurro
como la estela de un grito
como el friso de un jaguar que habla.
El mexicano es tantas veces
un tamal abrigado
hecho camote.
Mas donde quiera que se mire
México pasa y pasará primero.
El ejido entre mis barbas
Viví sobre la pirámide del sol.
En el ancho valle
que derrotó mi mirada impertinente.
Creí que la plaza de las tres culturas
yacía en la calzada de Teotihuacan,
que el Popo velaba el sueño de Itztaccihualt
y que el ángel bendecía la reforma.
Que acaso vería cantar a Sor Juana
en el convento de San Jerónimo
su oda al dios del maíz,
más allá de Tlalpan.
Y que el caballito en la glorieta
tenía alma.
Entre la Viga e Insurgentes
crecí mis barbas.
Es cierto que en mi ciudad
tuve una hija,
y que inflamó mi alma
el espacio libre de la unam,
pero también es cierto
que en la avenida de Plutarco
la muerte me sopló a la cara
e imprimió mis pies
sobre la tierra.
Mucho después viví rodante
en la larga raíz de sus mercados.
La mirada del cenote aun me persigue.
El mismo cenote que se alegra
en el lago de Pátzcuaro
pero se recoge endurecido
en el desierto de Sonora.
Allá se levanta aun Villa,
Juárez benemérito,
Zapata en la plaza
y Marcos huidizo
entre los pueblos mayas.
En su arena
su selva
su oníx
y su piedra volcánica
está mi raíz de plata.
Allí levanté mi ejido
con techo de tejas y de flores.
Allí, repito, creció el escuincle,
y el nombre de un hombre.
Despierto en los ojos de Meche
En México todo anda
a la vera de las cruces.
En la catedral y en cada vela
México es devoto de la Guadalupe.
Yo, en cambio, de aquella Meche
calientita y artesana,
apegadita al sol remiso
que siempre vuelve.
América despertó su sangre nueva
con los ojos mexicanos
y con sus flores de piedra,
a la vez duras y tiernas
que hallan siempre su jalisco.
Yo desperté
en medio de los murales de Diego
y por los ojos cenotes de Meche.
Y sigo despierto.
Comemos con los judas muertos
México se burla de la muerte.
La indiada transparente e invisible
que camina descalza
por la tierra del ejido
a veces es solo un hueso huérfano,
o un 43 perdido.
A veces es el carnaval
de calaveras y difuntos
de un sol negro.
A veces es el lago de soslayo
ahogado en sangre.
A veces es un rencor
que nos sorprende
en medio de una noche fugitiva.
A veces es el salto al vacío
del que se desprende y emigra.
Con amor hasta en el odio
México persiste
en el auxilio del shamán,
y en bailar en la calle
con sus cementerios.
Arma con pólvora,
con chile pulque y pozole
sus fetiches de año viejo.
Esas máscaras de piñata
hechas para ajusticiar
a palos o con fuego
a los traidores y a los judas de siempre.
A los muertos con pólvora.
A los muertos con fuego.
Con el relámpago lázaro
de su sangre mexica.
En México comemos
con los judas muertos
y los escarabajos.
Y aunque no llevamos nunca
gafas oscuras de sol
llevamos con alegría
un pasamontañas negro...
El profundo rostro del cenote
Cuando conocí a Meche
tenía quizás los años que hoy tengo.
Yo era aun
un joven imberbe.
No tuvimos prefacios ni preámbulos.
No hubo amanecer ni hubo poniente.
Desde el principio me ofreció
un tantito de esto
y un tantito de aquello,
un lugar calientito,
un caballo de ónix para mamá,
un paseo por el fantasma del lago
que se escucha
como un tren subterráneo de agua
en Chapultepec.
50 años después
Meche no puede ya ir al mercado
ni merece una elegía.
Por encima del rencor,
de la sangre y de la ira
Meche me ofrece aun un lirio de amor
sobre el rostro profundo
de ese calendario azteca sin despedidas
que poco por poco emerge del cenote.
Y todavía me sonríe.
Marcos
Reyes Dávila
¡Albizu seas!
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