Finisterre
Fin del Mundo
Hace cinco años Hilda y yo hicimos en barco la travesía por el "fin del Mundo": la tierra donde termina la América nuestra. Entonces escribí un poema que tengo entre los mejores, incluido al final de mi libro "Equinoccio". Se llama erróneamente Finisterre, que punta de tierra en Francia que se asoma al Atlántico. Yo tomé varias fotos del faro del Fin del mundo. La foto, que es mía, y el poema, aquí siguen:
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Finisterre
donde nos espera un continente de hielo
contemplo la canción que fuimos
desde el día que izamos la bandera
y emprendimos aquellas rutas cotidianas
y también secretas.
Más que camino
fuimos la voz y el eco
de un solo cuerpo
que nunca fue páramo para el silencio.
Ni una línea monótona
trazada a ras del suelo
como la del monitor cuando cesa sus registros,
o como cuando desentona el corazón
los cantos de sus pájaros.
Nuestro cuerpo tampoco fue una isla.
Poblado primero de arrecifes
se hizo poco a poco cómplice
y amplio y diverso como un continente
que no puede ceñir una mirada.
Nuestro cuerpo
extendió sus relojes por el valle,
sus meridianos llenos de agua y de peces,
su lluvia de verano
y sol de primavera.
Llevábamos sobre el pecho
una cartografía de horizonte
donde la memoria acurrucaba
las avenencias con su aroma azul
y las desavenencias altivas.
Era un espacio nuevo
como una américa nuestra,
con bahías amplias y adoquines
con fronteras y desaforadas montañas.
Por ella transitábamos
con valijas y sin ellas.
A veces con hambre
y otras veces hartos
de arrozales y de avenas.
A veces sorteamos ríos impetuosos,
el frío que se recoge en el rocío
o el sol avaro del salitre.
Allí estaba la piedra
con su escritura arcana.
Allá la paloma en la bandera.
Fuimos un río
que se lanza soberbio de lo alto,
un paraná sereno,
un barco pesquero
que espera en paz
en lo oscuro del silencio.
Fuimos la memoria de las redes hartas
de peces inquietos.
Fuimos un desierto
con su lengua seca de amores,
pero también el bosque húmedo
donde anida
el pájaro rojo en las bromelias.
Y allá íbamos.
Al final de un continente
lleno de voces pobladas
de acalladas historias de sangre,
del relato de un grito en la plaza,
del verso en el canto solitario,
del golpe del patrón y de la herida.
Óyete conmigo,
que todo fue semilla en semillero.
El beso de ese acorde
que en la cuerda vibra sobre el lecho.
La clave en el acorde
que despierta a la faena
o que duerme cansada.
A veces resplandor sobre la torre
y a veces un sepulcro de silencio.
A veces azotado en el insomnio
y a veces a galope alborotado.
Más allá de los bosques del río,
del zargazo y la hojarasca,
y del risueño ras de las colinas,
traficamos la ansiedad perdida
a manos llenas
caminando las veredas.
Al final de nuestro camino vamos
a puro corazón
como un respiro que no cesa.
Vamos desde los siglos
que aún no acarician la memoria
y nunca han sido.
Allá está el aquí de la promesa sin olvido.
La tierra fría donde el fiordo
esconde su alegría.
Esa tierra helada
al pie de un continente ardiente.
Allá nos espera
esa tierra fuera de los mapas
donde se hace eterna la caricia.
***
Antes de que llegue diciembre
–si es que llega–
con su estribo al descubierto,
contemplemos el júbilo sereno
que pastea ahora
desde el mar callado
hasta la cima blanca.
¡Es tan pequeño el sol!
–dice la tarde.
Todo está en esta palabra
que signó
kilómetro a kilómetro
en la impredecible piedra de los vientos
la ruta de esta seda.
Todo en el júbilo sereno que te dije.
El que ubicado al final del mundo nuestro,
siempre fue
y será siempre
nuestra tierra del fuego.
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