Hostos: La Antillanía Armada
1. De Lares a Yara:
Hostos en el 1868
Hostos en el 1868
A propósito del cincuentenario de la Revolución Cubana
Marcos Reyes Dávila
El título de estas líneas se adscribe al programa del mismo título que, como anticipo a la conmemoración del Cincuentenario de la Revolución Cubana, se organiza y despliega en Puerto Rico y en otros países en estos meses finales del 2008.
Cabe preguntarse por qué una revolución que triunfa en enero de 1959 se retrotrae a los acontecimientos heroicos del 1868. La explicación que se me dio fue Martí. Martí para inscribir la Revolución Cubana a una figura histórica de valor apostólico, figura unificadora de todo el pueblo cubano. Martí para enmarcar la Revolución de los cincuenta en el contexto de una lucha mayor en múltiples sentidos. Por una parte, una lucha centenaria contra el coloniaje y la tiranía que extiende su larga mirada más allá de Baire, de Lares y de Yara, hasta el mismo Bolívar. Por otra parte, una lucha que desborda los límites nacionales para abarcar no sólo la lucha de todos los pueblos antillanos contra los arrietes de la opresión, sino que, además, compromete la lucha de todos los pueblos colonizados –de Latinoamérica y del mundo entero– con la “segunda independencia”, y contra los diferentes poderes imperialistas de nuestro mundo.
La referencia legitimadora que la Revolución Cubana busca en Martí ni es de ahora ni es infundada. Tras la muerte de Martí en 1895, su martirio, su ejemplo, y su ideario continúan la lucha hasta la victoria bajo el liderato de Máximo Gómez, y se prolonga tras la ocupación norteamericana de 1898 en los nuevos brotes de rebeldía que buscaban salvar la isla de la explotación capitalista y del vasallaje norteamericano. El mismo Fidel Castro procuró autorizar su lucha en el ejemplo y el ideario de Martí muchos años antes del triunfo de la Revolución. Una foto maravillosa existe, que desgraciadamente no tenemos en este momento, en la que el comandante Castro aparece cabizbajo y entre sombras ante los restos de Martí en Santiago de Cuba, poco después del triunfo de la Revolución. La presencia de Martí es ubicua en Cuba, preside todos los actos oficiales, no sólo desde la Plaza de Revolución, sino desde cada aula y cada plaza de Cuba. Aunque pueda debatirse si esta asdcripción legitimadora es correcta o falaz, concurrimos, sin reservas de importancia, con la exégesis de la obra martiana que ha hecho el pueblo cubano desde el Centro de Estudios Martianos de La Habana. Recordamos haberle oído decir a Cintio Vitier allí mismo, que Lezama Lima explicó cómo Martí se convirtió en la imagen de Cuba, y cómo ese hecho fue la “causa secreta” de su historia. Cuando estalla el Grito de Yara, Martí tiene sólo quince años. Sin embargo, muy pronto habría de pagar con trabajos forzados y destierro su compromiso con la libertad.
En mayo del 2005 asistimos a un congreso sobre Martí en el Centro de Estudios Martianos. Tuvimos la oportunidad de presentar ante los participantes nuestro libro "Hostos: las luces peregrinas", y disfrutamos de la inmensa satisfación de contar, además, con la presencia, en la primera fila, de Armando Hart y de Cintio Vitier. Allí, en compañía de Pedro Pablo Rodríguez, leímos algunas palabras de agradecimiento que buscaban refrescarle la memoria a los presentes del compromiso tempranísimo de Eugenio María de Hostos con la idea del antillanismo, con la Confederación de las Antillas, con la propia Cuba, y con los revolucionarios de Lares y de Yara.
Ocurre que se conoce poco y mal la participación del joven Hostos en los eventos que le tocó presenciar en su etapa de formación española. En parte, esto es debido a que muchos de los trabajos que publicó en estos años no se incluyeron en las "Obras completas" de 1939, sino en un volumen muy posterior, de 1954, que a modo de volumen 21 publicó Eugenio Carlos de Hostos con el título de "España y América". Este libro se organiza en dos partes y cinco capítulos. Incluye artículos sobre temas españoles y temas americanos, un epistolario, un conjunto de textos literarios y otro de crítica. Sin embargo, lo que de momento nos importa es la parte dos "del capítulo primero, pues en ella se recogen 34 trabajos dedicados a las reformas en Cuba y Puerto Rico.
La idea de la Confederación de Las Antillas, según anotó Jorge M. Ruscalleda ("Las voces consecuentes", 76) tomándola a su vez de Juan Antonio Corretjer ("Futuro sin falla", 15), la pone a circular en el año 1811 José Álvarez de Toledo, cubano, en las Cortes de Cádiz. Don José Ferrer Canales, sin embargo, observó en sus “Apuntes sobre la idea antillana” (Priscilla Rosario Medina: "José Ferrer Canales, vigilia y palabra". San Juan: Ediciones Puerto, 2006, págs. 243-269) que la idea misma de las Antillas tenía un origen mítico tan remoto que pudiera remitirse incluso a la Geografía de Ptolomeo, en la que figuraba ya una legendaria Antilia que luego los cartógrafos del siglo XIV colocaron al oeste de Irlanda y de las Azores, en el océano inexplorado, como escala a Cipango, y que consideraban parte quizás de la Atlántida de Platón. Se trataba, según cita Ferrer de Ángel Rosenblat, de una misteriosa “Ante-Ilha” (o Isla Anterior) de siete ciudades, isla que Vespucio incorporó en su cartografía con “Antiglia”.
No obstante, no será sino hasta el 1864 cuando, según anota el maestro Ferrer Canales, siguiendo esta vez a Emilio Cordero Michel, la idea de la Confederación Antillana se concreta en Santo Domingo al proponer, el gobierno restaurador, la confederación con Haití. Empero, lo cierto es que fueron muy especialmente los puertorriqueños, como lo comenta Hostos más tarde, quienes le dieron a la idea corazón y entendimiento. Las figuras de mayor calado al respecto son, posiblemente, Ramón Emeterio Betances, José Martí y Eugenio María de Hostos. Betances, nacido en el 1827, era catorce años mayor que Hostos. Martí, nacido en el 1853, era doce años menor. No sólo influyó, desde luego, la diferencia de edades en la manera cómo la lucha por las Antillas se dio en estas tres personalidades, pues, como es natural presuponer, otras circunstancias también influyeron notablemente. Por ejemplo, Betances se educó en Francia desde la adolescencia. Allí tuvo la oportunidad de participar en la revolución de 1848 que implantó la Segunda República Francesa. Hostos tenía entonces sólo nueve años. Los acontecimientos de la década del sesenta los enfrenta Betances ya con plena madurez política. Llevaba años pulseando con el régimen colonial español en Puerto Rico y luchando contra la esclavitud con conspiraciones secretas. Ya había padecido el garrote de la represión y el destierro a pesar del prestigio que le mereció de parte del propio régimen su incansable lucha contra el cólera morbo. Los historiadores y los críticos lo llaman “revolucionario” por defender la proclamación de una república liberal en Puerto Rico a través de la fuerza de las armas. Junto a Basora y Ruiz Belvis, Betances proclamó en Nueva York, en el 1867, el ideal de la Confederación de Las Antillas (Ferrer, Op. cit., 248).
Hostos, en cambio, pasa a estudiar en un liceo de Bilbao a los trece años de edad. El periodista y novelista español Julio Nombela, que lo conoció a los veinte años al lado de Ruiz Belvis y Ramón Nadal, lo encontró ya favorecedor de la independencia antillana. El 1860 lo sorprende en Madrid, a los 21 años, donde se apura con las carreras de Derecho y Filosofía y Letras. A los 24 años, en el 1863, cinco años antes del Grito de Lares y el Grito de Yara, publica, "La peregrinación de Bayoán", poema-novela que, según declara el propio Hostos, escribió con el propósito de propagandizar ante los españoles la verdad de la situación antillana. Sin duda la anexión española de la República Dominicana en el 1861, y la subsiguiente guerra de restauración de la soberanía que terminó en el 1865, debió azuzar los fuegos en este brotar de la nacionalidad antillana que observamos casi simultáneamente en Betances, Hostos y Luperón.
No obstante, el historiador que evalúa y comenta esta etapa del joven Hostos no debería pasar por alto dónde se encuentra Hostos en estos años y qué se propone. En el fondo, busca, como Betances, a partir de su rechazo absoluto de la monarquía, una república liberal que ampare a las islas, igual que a las provincias peninsulares, en un mismo plano de igualdad federal. No le interesa la política de España si no es como puente para obtener la libertad de sus islas. A despecho de algunas diferencias, como lo supone toda analogía, tan revolucionaria es esta búsqueda de la república frente a la monarquía española como lo fue la proclamación de la segunda república francesa. Recordemos que incluso los revolucionarios levantados en armas por Betances en Lares, lanzaban vivas a Prim, ex gobernador militar de Puerto Rico, jefe del gobierno liberal español y Ministro de Guerra.
Sin embargo, no es esto todo lo que hay aquí, cinco años antes de Lares. El Hostos de La peregrinación de Bayoán ya formula esta idea arquetípica de la unidad antillana que configuran no sólo las relaciones entre sus personajes que pertenecen, cada uno, a una de las tres Antillas hispánicas, sino también las observaciones que provoca el trayecto mismo del viaje, así como la reflexión sobre el pasado geopolítico de las islas, su presente y su futuro.
Las obras de Hostos que conocemos, con la sola excepción de "La peregrinación de Bayoán", comienzan en el año 1865. El gobierno de la Reina Isabel había ordenado la expulsión de sus cátedras de Castelar y de otros profesores krausistas. Hostos, tras la breve pausa de menos de dos años de estudio, vuelve a despertar, sacudido por la represión violenta de la noche de San Daniel que atestigua con valor. Desde entonces, Hostos suma el ardor de sus talentos a la lucha política en la península que busca un cambio revolucionario de régimen, no simples reformas. La diferencia con otros puertorriqueños, es que Hostos opera desde España y escribe buscando transformar en la conciencia española la visión de los hechos y mover la voluntad para ese cambio. Su meta, no obstante, está más allá de las Canarias: en el Mar Caribe. Y su público lector no son los antillanos, sino los españoles. Además, Hostos integra por el momento organizaciones políticas españolas, hecho que lo impele a asumir un arduo balance entre el antillano caluroso y el español templado, y que le impone expresarse como portavoz de una agrupación española.
No obstante, y a pesar de lo que acabamos de señalar, son numerosos los trabajos en los que Hostos prioriza la difícil situación de las colonias de ultramar. En el volumen "España y América", Eugenio Carlos de Hostos localizó y recopiló doce artículos de Hostos incluidos en la sección de “Las reformas en Cuba y Puerto Rico” publicados en el 1865. En esa misma sección incluyó otros 16 artículos publicados en el 1866. Sobre unos y otros hablamos en Cuba para demostrar cómo, en Hostos, la lucha política a favor de las Antillas, surge junto con el escritor y el político en ciernes; en cambio, en Martí surge primero la lucha por Cuba y, luego, quizás tras su prolongado contacto con la emigración antillana, la concepción de la unidad antillana. En aquel trabajo leído en Cuba –inédito aún– decíamos que Hostos asume una posición de debate en torno a la situación de las Antillas asegurando que “las colonias no se preparan por la servidumbre” sino por la libertad, pues la emancipación de toda colonia es, a su juicio, una “fatalidad histórica”. Por esa razón, Hostos defiende desde el 1865 que las reformas políticas precedan a las administrativas, se pronuncia en contra de la asimilación y a favor de “leyes especiales” que atiendan las particularidades de las islas, y rechaza la integración de las Antillas a las Cortes del Reino para abogar por el establecimiento de asambleas legislativas propias.
El año 1868 resultó decisivo en el proceso de desarrollo de la estrategia política de Hostos. En España, la muerte de Narváez, figura sobre la que descansaba el poder de la reina Isabel, impulsó una revolución antiborbónica y la huida de la reina. Hostos, que se encontraba refugiado en Francia desde el 5 de agosto, al igual que Castelar y otros líderes de la revolución, regresa de inmediato para participar en el establecimiento del Gobierno Provisional que presidirá el General Serrano. En Puerto Rico había iniciado Betances desde enero la fundación en toda la isla de juntas políticas vinculadas al Comité Revolucionario de Puerto Rico, comité que organizaría más tarde un levantamiento armado que, al quedar descubierto, quedó convertido ante la historia en el Grito de Lares del 23 de septiembre. En Cuba, será el 10 de octubre cuando Céspedes inicie con el Grito de Yara la guerra de independencia que se extenderá hasta el 1878. A Hostos se le ofreció en ese entonces la gobernación de Barcelona. No obstante, declinó la oferta quizás por hallarse ya, inmediatamente, en un fogoso conflicto con el nuevo gobierno liberal a propósito, precisamente, de Lares y Yara.
En España y América se recobran seis trabajos de Hostos publicados entre diciembre del 68 y enero del 69. En el titulado “Los candidatos a diputados por Puerto Rico” (245), Hostos aconseja el retraimiento a los puertorriqueños porque el proceso se conforma de manera onerosa, reduce la representación a ser electa y favorece a los conservadores. Sin embargo, Hostos comenta las virtudes de los candidatos a su juicio más meritorios, comenzando naturalmente con Betances.
En el artículo titulado “España y América” (266), Hostos explica cómo las ideas nuevas alimentaron la fuerza de la emancipación americana. En “El triunfo de la revolución de septiembre en Puerto Rico” (251), manifiesta la ironía de que la celebración del triunfo antimonárquico en España se ahogue e impida en Puerto Rico con una ley marcial que declara a la isla fuera de la nacionalidad española y la encierra en el antiguo régimen. Además, exhorta a los puertorriqueños a no acudir a las urnas sino se otorgan las libertades necesarias en el país, y a su juicio, todas lo son.
En un artículo titulado “La insurrección en Cuba” (203), Hostos se pregunta si esta insurrección es motivo para que el Gobierno Provisional no cumpla su deuda con Cuba. Responde que no lo es, pues resulta en la situación anómala de que el gobierno liberal se alíe en las colonias con los conservadores, es decir, con los representantes del régimen que derrotó en la península, mientras persigue al pueblo que busca que se reconozcan las libertades que se proclamaron en España. En otro trabajo titulado “Al Gobierno Provisional” (258), Hostos exige la suspensión de los castigos y destierros que se aplican a los amotinados en Lares. En el último trabajo que examinamos, titulado “Los puertorriqueños piden que se cumpla la Constitución de 1837" (259), Hostos denuncia la represión y el ejercicio de la tiranía en la isla, lo mismo que el maltrato que se le da a los más de 800 presos. Demanda nuevamente una amnistía y la libertad para todos, y termina con esta grave sentencia: “O vivir libres, o descansar muertos”.
En el “Diario” de Hostos, publicado en el 1939 como el volumen I de sus "Obras completas", aparece una carta suya publicada originalmente en El Universal de Madrid, y reproducida el 24 de octubre de 1868 en el diario Irurac Bac de Bilbao (89). En ella Hostos, tras identificarse como “revolucionario en las Antillas [...] y en España”, demanda, “primero”, para Cuba y Puerto Rico, “dignidad”. Dignidad que no hay, dice, donde no hay igualdad civil ni libertad polítrica. Reclama que ante los “trastornos” que ocurren en Puerto Rico por causa del “despotismo constitucional” se busque remedio con la inmediata supresión de los juicios militares, y demanda un gobernador civil que sea, además, hijo y residente del país, auxiliado por una junta administrativa elegida por los ayuntamientos. Entre otras cosas, exige también que se fije plazo para la abolición de la esclavitud, y que se destituya al Capitán General, al Intendente, y a todos los altos empleados del gobierno. Estas medidas, explica, no pueden estar supeditadas, como se le responde, al éxito dudoso de la “guerra de conquista” que desarrolla España en Cuba, guerra que pretende autorizar todos los “despojos” y “abusos” en las Antillas.
Como es sabido, el 20 de diciembre de 1868 Hostos participa en un debate en el Ateneo de Madrid. Allí Hostos enfrenta a sus antiguos correligionarios españoles con los que creyó poder establecer una “confederación de ideas” amparada en el común anhelo de libertades ciudadanas. Esa confederación –“lazo federal” o “lazo de libertad”–, era, a su juicio, la única posibilidad de mantener unidas las Antillas a España. El discurso de Hostos fue reproducido en La Habana poco después por José Martí en su periódico La Patria Libre.
En febrero de 1869, Hostos comparece en dos ocasiones ante Francisco Serrano, Jefe del Gobierno Provisional, en compañía de Manuel Alonso y de Santiago Oppenheimer como delegados de Puerto Rico que solicitan reformas. En esas entrevistas los comisionados condenaron la tiranía imperante en Puerto Rico. Sin embargo, la ruptura insalvable la causó la solicitud de amnistía para los
sublevados en Lares. Serrano convino en decretarla para todos, pero con excepción de los extranjeros. La medida perjudicaba sólo a Manuel Rojas, nacido en Venezuela. Hostos arguyó, con el endoso de Alonso, que Rojas no era extranjero y protestó contra la afrenta española a la dignidad del país. Poco tiempo después abandonaba España para siempre, y a través de Francia se dirigía a Nueva York a buscar armas. Más tarde, las Cortes españolas decidían no extender a Puerto Rico la constitución.
Después de 1869, Hostos se consagrará en cuerpo y alma a la defensa de una revolución cubana que buscaba todas las libertades políticas para el pueblo cubano, contra España, contra todo poder imperialista, y contra el poder de la tiranía interna, no sólo hasta el extremo de intentar allegarse con un fusil en la mano a la tierra cubana, sino al extremo de no cejar ni pausar en su empeño hasta saber vencida la guerra diez años más tarde, del mismo modo que comprometió su nombre, su esfuerzo y sus recursos por las mismas causas cuando Martí reinició la guerra en el 1895. Podemos declarar, en consecuencia, que Eugenio María de Hostos fue también, como el Che Guevara, cubano de nacimiento.
La Confederación de las Antillas es probablemente la idea más arquetípica de Hostos, tanto en la naturaleza entrañable del más ambicionado deseo, que como eje de su esfuerzo teórico y de los esfuerzos políticos más acariciados de toda su vida. También, cabe decir que la hermandad y la solidaridad entre las Antillas es quizás la expresión más excelsa que han compartido todas las grandes figuras de las tres islas, del mismo modo que ha sido, consistente y persistentemente, raíz nutricia de la Revolución Cubana siempre.
Quizás alguno pueda exclamar que todos han fracasado en este empeño de museo. Mas, la historia tiene, como expresamos antes, sus “causas secretas”, como tiene sueños inmensos que de pronto palpitan o que nunca mueren. Ayer, hoy, mañana y siempre, forjamos el porvenir con la certeza de que algunas utopías toman más tiempo. Pero siempre llega el día de la justicia. Siempre.
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Recuerdos de un revolucionario,
a propósito de la alegada rivalidad entre Betances y Hostos
Por Marcos Reyes Dávila
Para Carlos Gallisá
I. Una sombra efímera
Eugenio María de Hostos murió un once de agosto, hace 105 años. Así como esta ocasión nos permite recordar que la Universidad de Puerto Rico aún no restaura la integridad de la obra escultórica de Victorino Macho –instalada en homenaje a Hostos en el Recinto Río Piedras– a la cual se le amputaron las partes que contenían las palabras “Patria” y “Sociología”, recordamos también que uno de los fenómenos nuestros que más nos asombran, desde hace muchos años, es el persistente empeño por enemistar, rivalizar, o enfrentar a Ramón Emeterio Betances y a Eugenio María de Hostos. Aquí y allá hemos tenido la desventura de oír durante décadas, incluso en el seno de organizaciones patrióticas, las voces que alegan con celo destemplado e irracional que uno de ellos es primero o superior al otro. Sabemos, porque lo señala el propio Federico Henríquez y Carvajal, que Manuel Guzmán Rodríguez –editor de Betances– andaba ya en ésas en 1926, cuando aquél –Henríquez y Carvajal– le sale al paso con la autoridad indiscutible de su conocimiento extenso, cercano e íntimo de ambos próceres.
La controversia, sin embargo, tiene una raíz mucho más larga. El propio Hostos alega que en la emigración neoyorkina los enemistaron innecesariamente cuando se encontró con Betances en el 1869. Tal parece que los chismes malintencionados que brotaron hace casi 140 años reproducen sus ecos con persistencia insana hasta el día de hoy.
Carlos Rama (1972) desecha el tema de la alegada “rivalidad” entre Hostos y Betances en el estudio preliminar a la recopilación de los textos de Betances que titula Las antillas para los antillanos (Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1975, XLIX-LIII). Allí observa que la discrepancia entre ellos ocurrió en esa sola ocasión, a la llegada de Hostos a Nueva York en 1869, y en torno a un “tema preciso”: el modo de libertar a las Antillas (pág. XLIX). Recuerda Rama que Hostos le cede el espacio a Betances al emprender su viaje al sur ya en el 1870, y que a su regreso en 1874 culmina, junto a Betances, lo que Andrés Ramos Mattei llamó el “ciclo revolucionario antillano”, ciclo que completa en el 1875. Recuerda Rama, además, como, en 1898, Betances confía en Hostos más que en el Directorio de Nueva York, y le traspasa a Hostos, en vísperas de su muerte, su “legado” y su “bandera”. Recuerda Rama, finalmente, que sus contemporáneos, no sólo Henríquez y Carvajal, sino Sotero Figueroa, y el mismo Martí, unieron los nombres de ambos sin vacilar (pág. L).
Las cartas de Betances publicadas por Rama ponen a descubierto la colaboración franca que existía entre ambos antillanos desde el 1870 (249), y cómo crece la admiración de Betances hacia Hostos con el paso de los años. Que la “sombra de verano”, “leve y efímera”, de esa rivalidad, que a juicio de Henríquez y Carvajal parece que nunca existió, lo constata en el tratamiento efusivo y mutuo entre ellos que tuvo ocasión de ver tanto en su encuentro de Puerto Plata en 1875, como durante la estancia de Betances en Santo Domingo de 1881 a 1883, época de la Escuela Normal de Hostos (265-268).
II. Hostos, apóstol de la libertad
Es un hecho histórico que el joven Hostos vivía y estudiaba en España en el momento de su despertar político. Fue por lo tanto desde España, y de frente a los españoles, que Hostos fraguó las premisas y maneras de sus primeras urgencias políticas. En primer término, intentó persuadir a los españoles con su novela, La peregrinación de Bayoán, de 1863. Es ésta una novela de denuncia política que contempla ya la hermandad antillana que predicará Hostos toda su vida. Luego buscó cómo denunciar ante los españoles la mala política española en las Antillas y cómo hacerles comprender las inequidades de su política a través de una avalancha de artículos publicados en numerosos medios. Ideó, además, una forma de soberanía para “sus islas” a través de una confederación entre las provincias peninsulares y las Antillas, soberanía que requería antes de una revolución en la península que diera al traste con su régimen monárquico e instaurara una república federal, de modo que vemos a Hostos integrándose en las organizaciones políticas españolas y conspirando contra la monarquía. Finalmente, defendió a brazo partido los derechos de las Antillas, incluso tras los gritos de Lares y de Yara de 1868, alegando con todo valor que en las islas se prohibía celebrar la victoria del nuevo régimen español republicano encerrando las islas en el antiguo régimen monárquico depuesto en septiembre de ese año. Cuando constató que la nueva república española no reconocería la soberanía ni la libertad de Cuba ni de Puerto Rico, optó por buscarlas desde 1869 a través de las armas.
En Nueva York, Hostos intentó acoplarse con la emigración antillana organizada en clubes, pero desistió cuando vio que ésta estaba dominada por el afán de buscar la anexión a Estados Unidos, tras la independencia de España. Hostos siempre ambicionó la Confederación de las Antillas: ésa es su idea matriz, la médula solar de su lucha y su pensamiento. Para contrarrestar el peso de esa emigración anexionista, y atajar el peligro de la anexión, viaja a buscar apoyo por los países de la América nuestra reclamando en cada parada la necesidad apremiante de completar la tarea del Libertador, la obra de Ayacucho. De paso, en Panamá (1870), Hostos advierte sobre la tendencia expansionista de los Estados Unidos y el peligro que corre Panamá con las inclinaciones “imperialistas” norteamericanas.
Ya en 1898, Hostos, al igual que Betances, se percata de que es inútil pretender resistir por las armas en Puerto Rico a las tropas norteamericanas, de modo que idea, como Catedrático de Derecho que era, una nueva forma de lucha política, despertando el poder de la “sociedad civil” y reclamando el derecho a plebiscito que nos garantizaba no sólo la Constitución de Estados Unidos, sino el derecho natural y el derecho internacional. El presidente Mackinley, en persona, había acordado con Julio Henna realizar este plebiscito, a cambio de la cooperación del Directorio y de sus planes de invasión de Puerto Rico, mas, sin embargo, faltó a su compromiso. Hostos, por su parte, vio que no podía depender tampoco de los partidos políticos puertorriqueños cegados por el colonialismo servil, incluyendo a Muñoz Rivera, y apeló directamente al pueblo.
Aunque se mostró dispuesto a aceptar el resultado del plebiscito, cualquiera que éste fuera, Hostos sabía que el derecho a la independencia era el destino final, inevitable e irrenunciable de los puertorriqueños. Y aunque habló de “americanizar” a los puertorriqueños, no quiso decir con esa palabra que buscaba la asimiliación y la entrega a los conquistadores, cosa que censuró siempre, y de lo cual habló con toda transparencia en su Moral social. Lo que quiso significar con eso de “americanizar” –y lo dice en blanco y negro– era que había que educar al pueblo de Puerto Rico en los modos de vida republicana, educarlo para la vida independiente y soberana. Ése era el propósito, justamente, de la Liga de Patriotas, proyecto suyo completamente acorde con El programa de los independientes de 1875 que elogió José Martí. Sobre antillanismo y política de la libertad, Hostos se le adelantó a Martí por décadas.
III. Recuerdos de Betances: la ofrenda
En las Obras completas de Hostos encontramos un texto que, a modo de ofrenda fúnebre, escribió en fecha incierta para Ramón Emeterio Betances. Se titula “Recuerdos de Betances”, y parece estar íntegro y sin errores en la edición de 1969, tomo XIV, páginas 69-72. (En la edición crítica del 2001, páginas 283-285, hay frases omitidas que hacen incomprensibles algunos pasajes.)
El homenaje fúnebre de Hostos comienza desde el título mismo. “Recuerdos de Betances” alude sin decirlo a un texto de Betances escrito en febrero de 1898, con el título de “Recuerdos de un revolucionario” (Rama, Op. cit., 150-155). Este texto es un homenaje a José Martí, muerto en combate hacía, en ese entonces, tres años. En el mismo, Betances resume en tres fragmentos toda su lucha anticolonial, y lo que llama sus “bodas de diamante con la revolución”. Esto es, según puede inferirse, un largo trajinar de 50 años, los que van desde el 24 de febrero de 1848, día de la “revuelta” de París, en la que participó Betances, que depuso la monarquía borbónica e instauró la Segunda República Francesa, hasta el 24 de febrero de 1898. En 1895, un 24 de febrero, se dio el Grito de Baire, grito que reinició la guerra de independencia en Cuba a cargo del Partido Revolucionario Cubano fundado por José Martí.
Hostos evoca, por su parte, a Betances, con evidente emoción, en algún momento cercano a su muerte ocurrida el 18 de septiembre de 1898, a sólo cinco días del trigésimo aniversario del Grito de Lares, y casi dos meses después de la invasión norteamericana de Puerto Rico. Recuerda que conoció a Betances a los 23 años, cuando ambos coincidieron en Puerto Rico. Anota la “atracción” que ejercía la figura de Betances entre los enemigos de la esclavitud y los del coloniaje. Revela que recibió con sorpresa en Madrid, un año después –esto debe ser en 1863–, una carta de Betances desde París, escrita a propósito del más antiguo texto de Hostos que conocemos: su novela La peregrinación de Bayóan. Hostos confiesa que su novela fue “un grito sofocado de independencia” pues creía entonces posible, según lo señalamos antes, alcanzar la soberanía antillana a través de la constitución de una república federal en España. Recuerda no volver a saber de Betances hasta encontrarlo en Nueva York en el 1869. Entonces se refiere al famoso episodio de esa desavenencia entre ambos que atribuye a su desesperación por apurar el inicio de la lucha armada en Puerto Rico. En ese momento, intentó hacer de “jefe de bando”, cosa que lamentó más tarde.
En defensa de Hostos hay que señalar que Betances admite haber recelado de él pues al que conocía era al joven Hostos de la época española, de modo que, en su recelo, ocultó a Hostos sus planes y lo dejó al margen. La emigración trabajaba mano a mano con los cubanos, que eran más, y entre los cuales dominaba la ambición de buscar la anexión a Estados Unidos. Hostos rechazaba esta pretensión entre los cubanos y no pudo articular su lucha y prédica con ellos en ese entonces. Es por eso que opta, como ya señalamos, por intentar otro camino con su viaje al sur.
Finalmente, se refiere Hostos a la época siguiente, que se inicia a su regreso del viaje en el 1974, y a partir de la cual fueron por completo hermanos del “ideal”. “Recuerdos de Betances” es, de esta suerte, un réquiem estremecedor inolvidable.
No los enemistemos más. Unámonos.
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Antillanía:
el fiel de la balanza
Por Marcos Reyes Dávila
Para Fernando Aínsa, quien me ha honrado con su distinción en más de una ocasión.
Introducción
2008: A 500 de Juan Ponce y a 200 de Simón Bolívar
Marcos Reyes Dávila
El título de estas líneas se adscribe al programa del mismo título que, como anticipo a la conmemoración del Cincuentenario de la Revolución Cubana, se organiza y despliega en Puerto Rico y en otros países en estos meses finales del 2008.
Cabe preguntarse por qué una revolución que triunfa en enero de 1959 se retrotrae a los acontecimientos heroicos del 1868. La explicación que se me dio fue Martí. Martí para inscribir la Revolución Cubana a una figura histórica de valor apostólico, figura unificadora de todo el pueblo cubano. Martí para enmarcar la Revolución de los cincuenta en el contexto de una lucha mayor en múltiples sentidos. Por una parte, una lucha centenaria contra el coloniaje y la tiranía que extiende su larga mirada más allá de Baire, de Lares y de Yara, hasta el mismo Bolívar. Por otra parte, una lucha que desborda los límites nacionales para abarcar no sólo la lucha de todos los pueblos antillanos contra los arrietes de la opresión, sino que, además, compromete la lucha de todos los pueblos colonizados –de Latinoamérica y del mundo entero– con la “segunda independencia”, y contra los diferentes poderes imperialistas de nuestro mundo.
La referencia legitimadora que la Revolución Cubana busca en Martí ni es de ahora ni es infundada. Tras la muerte de Martí en 1895, su martirio, su ejemplo, y su ideario continúan la lucha hasta la victoria bajo el liderato de Máximo Gómez, y se prolonga tras la ocupación norteamericana de 1898 en los nuevos brotes de rebeldía que buscaban salvar la isla de la explotación capitalista y del vasallaje norteamericano. El mismo Fidel Castro procuró autorizar su lucha en el ejemplo y el ideario de Martí muchos años antes del triunfo de la Revolución. Una foto maravillosa existe, que desgraciadamente no tenemos en este momento, en la que el comandante Castro aparece cabizbajo y entre sombras ante los restos de Martí en Santiago de Cuba, poco después del triunfo de la Revolución. La presencia de Martí es ubicua en Cuba, preside todos los actos oficiales, no sólo desde la Plaza de Revolución, sino desde cada aula y cada plaza de Cuba. Aunque pueda debatirse si esta asdcripción legitimadora es correcta o falaz, concurrimos, sin reservas de importancia, con la exégesis de la obra martiana que ha hecho el pueblo cubano desde el Centro de Estudios Martianos de La Habana. Recordamos haberle oído decir a Cintio Vitier allí mismo, que Lezama Lima explicó cómo Martí se convirtió en la imagen de Cuba, y cómo ese hecho fue la “causa secreta” de su historia. Cuando estalla el Grito de Yara, Martí tiene sólo quince años. Sin embargo, muy pronto habría de pagar con trabajos forzados y destierro su compromiso con la libertad.
En mayo del 2005 asistimos a un congreso sobre Martí en el Centro de Estudios Martianos. Tuvimos la oportunidad de presentar ante los participantes nuestro libro "Hostos: las luces peregrinas", y disfrutamos de la inmensa satisfación de contar, además, con la presencia, en la primera fila, de Armando Hart y de Cintio Vitier. Allí, en compañía de Pedro Pablo Rodríguez, leímos algunas palabras de agradecimiento que buscaban refrescarle la memoria a los presentes del compromiso tempranísimo de Eugenio María de Hostos con la idea del antillanismo, con la Confederación de las Antillas, con la propia Cuba, y con los revolucionarios de Lares y de Yara.
Ocurre que se conoce poco y mal la participación del joven Hostos en los eventos que le tocó presenciar en su etapa de formación española. En parte, esto es debido a que muchos de los trabajos que publicó en estos años no se incluyeron en las "Obras completas" de 1939, sino en un volumen muy posterior, de 1954, que a modo de volumen 21 publicó Eugenio Carlos de Hostos con el título de "España y América". Este libro se organiza en dos partes y cinco capítulos. Incluye artículos sobre temas españoles y temas americanos, un epistolario, un conjunto de textos literarios y otro de crítica. Sin embargo, lo que de momento nos importa es la parte dos "del capítulo primero, pues en ella se recogen 34 trabajos dedicados a las reformas en Cuba y Puerto Rico.
La idea de la Confederación de Las Antillas, según anotó Jorge M. Ruscalleda ("Las voces consecuentes", 76) tomándola a su vez de Juan Antonio Corretjer ("Futuro sin falla", 15), la pone a circular en el año 1811 José Álvarez de Toledo, cubano, en las Cortes de Cádiz. Don José Ferrer Canales, sin embargo, observó en sus “Apuntes sobre la idea antillana” (Priscilla Rosario Medina: "José Ferrer Canales, vigilia y palabra". San Juan: Ediciones Puerto, 2006, págs. 243-269) que la idea misma de las Antillas tenía un origen mítico tan remoto que pudiera remitirse incluso a la Geografía de Ptolomeo, en la que figuraba ya una legendaria Antilia que luego los cartógrafos del siglo XIV colocaron al oeste de Irlanda y de las Azores, en el océano inexplorado, como escala a Cipango, y que consideraban parte quizás de la Atlántida de Platón. Se trataba, según cita Ferrer de Ángel Rosenblat, de una misteriosa “Ante-Ilha” (o Isla Anterior) de siete ciudades, isla que Vespucio incorporó en su cartografía con “Antiglia”.
No obstante, no será sino hasta el 1864 cuando, según anota el maestro Ferrer Canales, siguiendo esta vez a Emilio Cordero Michel, la idea de la Confederación Antillana se concreta en Santo Domingo al proponer, el gobierno restaurador, la confederación con Haití. Empero, lo cierto es que fueron muy especialmente los puertorriqueños, como lo comenta Hostos más tarde, quienes le dieron a la idea corazón y entendimiento. Las figuras de mayor calado al respecto son, posiblemente, Ramón Emeterio Betances, José Martí y Eugenio María de Hostos. Betances, nacido en el 1827, era catorce años mayor que Hostos. Martí, nacido en el 1853, era doce años menor. No sólo influyó, desde luego, la diferencia de edades en la manera cómo la lucha por las Antillas se dio en estas tres personalidades, pues, como es natural presuponer, otras circunstancias también influyeron notablemente. Por ejemplo, Betances se educó en Francia desde la adolescencia. Allí tuvo la oportunidad de participar en la revolución de 1848 que implantó la Segunda República Francesa. Hostos tenía entonces sólo nueve años. Los acontecimientos de la década del sesenta los enfrenta Betances ya con plena madurez política. Llevaba años pulseando con el régimen colonial español en Puerto Rico y luchando contra la esclavitud con conspiraciones secretas. Ya había padecido el garrote de la represión y el destierro a pesar del prestigio que le mereció de parte del propio régimen su incansable lucha contra el cólera morbo. Los historiadores y los críticos lo llaman “revolucionario” por defender la proclamación de una república liberal en Puerto Rico a través de la fuerza de las armas. Junto a Basora y Ruiz Belvis, Betances proclamó en Nueva York, en el 1867, el ideal de la Confederación de Las Antillas (Ferrer, Op. cit., 248).
Hostos, en cambio, pasa a estudiar en un liceo de Bilbao a los trece años de edad. El periodista y novelista español Julio Nombela, que lo conoció a los veinte años al lado de Ruiz Belvis y Ramón Nadal, lo encontró ya favorecedor de la independencia antillana. El 1860 lo sorprende en Madrid, a los 21 años, donde se apura con las carreras de Derecho y Filosofía y Letras. A los 24 años, en el 1863, cinco años antes del Grito de Lares y el Grito de Yara, publica, "La peregrinación de Bayoán", poema-novela que, según declara el propio Hostos, escribió con el propósito de propagandizar ante los españoles la verdad de la situación antillana. Sin duda la anexión española de la República Dominicana en el 1861, y la subsiguiente guerra de restauración de la soberanía que terminó en el 1865, debió azuzar los fuegos en este brotar de la nacionalidad antillana que observamos casi simultáneamente en Betances, Hostos y Luperón.
No obstante, el historiador que evalúa y comenta esta etapa del joven Hostos no debería pasar por alto dónde se encuentra Hostos en estos años y qué se propone. En el fondo, busca, como Betances, a partir de su rechazo absoluto de la monarquía, una república liberal que ampare a las islas, igual que a las provincias peninsulares, en un mismo plano de igualdad federal. No le interesa la política de España si no es como puente para obtener la libertad de sus islas. A despecho de algunas diferencias, como lo supone toda analogía, tan revolucionaria es esta búsqueda de la república frente a la monarquía española como lo fue la proclamación de la segunda república francesa. Recordemos que incluso los revolucionarios levantados en armas por Betances en Lares, lanzaban vivas a Prim, ex gobernador militar de Puerto Rico, jefe del gobierno liberal español y Ministro de Guerra.
Sin embargo, no es esto todo lo que hay aquí, cinco años antes de Lares. El Hostos de La peregrinación de Bayoán ya formula esta idea arquetípica de la unidad antillana que configuran no sólo las relaciones entre sus personajes que pertenecen, cada uno, a una de las tres Antillas hispánicas, sino también las observaciones que provoca el trayecto mismo del viaje, así como la reflexión sobre el pasado geopolítico de las islas, su presente y su futuro.
Las obras de Hostos que conocemos, con la sola excepción de "La peregrinación de Bayoán", comienzan en el año 1865. El gobierno de la Reina Isabel había ordenado la expulsión de sus cátedras de Castelar y de otros profesores krausistas. Hostos, tras la breve pausa de menos de dos años de estudio, vuelve a despertar, sacudido por la represión violenta de la noche de San Daniel que atestigua con valor. Desde entonces, Hostos suma el ardor de sus talentos a la lucha política en la península que busca un cambio revolucionario de régimen, no simples reformas. La diferencia con otros puertorriqueños, es que Hostos opera desde España y escribe buscando transformar en la conciencia española la visión de los hechos y mover la voluntad para ese cambio. Su meta, no obstante, está más allá de las Canarias: en el Mar Caribe. Y su público lector no son los antillanos, sino los españoles. Además, Hostos integra por el momento organizaciones políticas españolas, hecho que lo impele a asumir un arduo balance entre el antillano caluroso y el español templado, y que le impone expresarse como portavoz de una agrupación española.
No obstante, y a pesar de lo que acabamos de señalar, son numerosos los trabajos en los que Hostos prioriza la difícil situación de las colonias de ultramar. En el volumen "España y América", Eugenio Carlos de Hostos localizó y recopiló doce artículos de Hostos incluidos en la sección de “Las reformas en Cuba y Puerto Rico” publicados en el 1865. En esa misma sección incluyó otros 16 artículos publicados en el 1866. Sobre unos y otros hablamos en Cuba para demostrar cómo, en Hostos, la lucha política a favor de las Antillas, surge junto con el escritor y el político en ciernes; en cambio, en Martí surge primero la lucha por Cuba y, luego, quizás tras su prolongado contacto con la emigración antillana, la concepción de la unidad antillana. En aquel trabajo leído en Cuba –inédito aún– decíamos que Hostos asume una posición de debate en torno a la situación de las Antillas asegurando que “las colonias no se preparan por la servidumbre” sino por la libertad, pues la emancipación de toda colonia es, a su juicio, una “fatalidad histórica”. Por esa razón, Hostos defiende desde el 1865 que las reformas políticas precedan a las administrativas, se pronuncia en contra de la asimilación y a favor de “leyes especiales” que atiendan las particularidades de las islas, y rechaza la integración de las Antillas a las Cortes del Reino para abogar por el establecimiento de asambleas legislativas propias.
El año 1868 resultó decisivo en el proceso de desarrollo de la estrategia política de Hostos. En España, la muerte de Narváez, figura sobre la que descansaba el poder de la reina Isabel, impulsó una revolución antiborbónica y la huida de la reina. Hostos, que se encontraba refugiado en Francia desde el 5 de agosto, al igual que Castelar y otros líderes de la revolución, regresa de inmediato para participar en el establecimiento del Gobierno Provisional que presidirá el General Serrano. En Puerto Rico había iniciado Betances desde enero la fundación en toda la isla de juntas políticas vinculadas al Comité Revolucionario de Puerto Rico, comité que organizaría más tarde un levantamiento armado que, al quedar descubierto, quedó convertido ante la historia en el Grito de Lares del 23 de septiembre. En Cuba, será el 10 de octubre cuando Céspedes inicie con el Grito de Yara la guerra de independencia que se extenderá hasta el 1878. A Hostos se le ofreció en ese entonces la gobernación de Barcelona. No obstante, declinó la oferta quizás por hallarse ya, inmediatamente, en un fogoso conflicto con el nuevo gobierno liberal a propósito, precisamente, de Lares y Yara.
En España y América se recobran seis trabajos de Hostos publicados entre diciembre del 68 y enero del 69. En el titulado “Los candidatos a diputados por Puerto Rico” (245), Hostos aconseja el retraimiento a los puertorriqueños porque el proceso se conforma de manera onerosa, reduce la representación a ser electa y favorece a los conservadores. Sin embargo, Hostos comenta las virtudes de los candidatos a su juicio más meritorios, comenzando naturalmente con Betances.
En el artículo titulado “España y América” (266), Hostos explica cómo las ideas nuevas alimentaron la fuerza de la emancipación americana. En “El triunfo de la revolución de septiembre en Puerto Rico” (251), manifiesta la ironía de que la celebración del triunfo antimonárquico en España se ahogue e impida en Puerto Rico con una ley marcial que declara a la isla fuera de la nacionalidad española y la encierra en el antiguo régimen. Además, exhorta a los puertorriqueños a no acudir a las urnas sino se otorgan las libertades necesarias en el país, y a su juicio, todas lo son.
En un artículo titulado “La insurrección en Cuba” (203), Hostos se pregunta si esta insurrección es motivo para que el Gobierno Provisional no cumpla su deuda con Cuba. Responde que no lo es, pues resulta en la situación anómala de que el gobierno liberal se alíe en las colonias con los conservadores, es decir, con los representantes del régimen que derrotó en la península, mientras persigue al pueblo que busca que se reconozcan las libertades que se proclamaron en España. En otro trabajo titulado “Al Gobierno Provisional” (258), Hostos exige la suspensión de los castigos y destierros que se aplican a los amotinados en Lares. En el último trabajo que examinamos, titulado “Los puertorriqueños piden que se cumpla la Constitución de 1837" (259), Hostos denuncia la represión y el ejercicio de la tiranía en la isla, lo mismo que el maltrato que se le da a los más de 800 presos. Demanda nuevamente una amnistía y la libertad para todos, y termina con esta grave sentencia: “O vivir libres, o descansar muertos”.
En el “Diario” de Hostos, publicado en el 1939 como el volumen I de sus "Obras completas", aparece una carta suya publicada originalmente en El Universal de Madrid, y reproducida el 24 de octubre de 1868 en el diario Irurac Bac de Bilbao (89). En ella Hostos, tras identificarse como “revolucionario en las Antillas [...] y en España”, demanda, “primero”, para Cuba y Puerto Rico, “dignidad”. Dignidad que no hay, dice, donde no hay igualdad civil ni libertad polítrica. Reclama que ante los “trastornos” que ocurren en Puerto Rico por causa del “despotismo constitucional” se busque remedio con la inmediata supresión de los juicios militares, y demanda un gobernador civil que sea, además, hijo y residente del país, auxiliado por una junta administrativa elegida por los ayuntamientos. Entre otras cosas, exige también que se fije plazo para la abolición de la esclavitud, y que se destituya al Capitán General, al Intendente, y a todos los altos empleados del gobierno. Estas medidas, explica, no pueden estar supeditadas, como se le responde, al éxito dudoso de la “guerra de conquista” que desarrolla España en Cuba, guerra que pretende autorizar todos los “despojos” y “abusos” en las Antillas.
Como es sabido, el 20 de diciembre de 1868 Hostos participa en un debate en el Ateneo de Madrid. Allí Hostos enfrenta a sus antiguos correligionarios españoles con los que creyó poder establecer una “confederación de ideas” amparada en el común anhelo de libertades ciudadanas. Esa confederación –“lazo federal” o “lazo de libertad”–, era, a su juicio, la única posibilidad de mantener unidas las Antillas a España. El discurso de Hostos fue reproducido en La Habana poco después por José Martí en su periódico La Patria Libre.
En febrero de 1869, Hostos comparece en dos ocasiones ante Francisco Serrano, Jefe del Gobierno Provisional, en compañía de Manuel Alonso y de Santiago Oppenheimer como delegados de Puerto Rico que solicitan reformas. En esas entrevistas los comisionados condenaron la tiranía imperante en Puerto Rico. Sin embargo, la ruptura insalvable la causó la solicitud de amnistía para los
sublevados en Lares. Serrano convino en decretarla para todos, pero con excepción de los extranjeros. La medida perjudicaba sólo a Manuel Rojas, nacido en Venezuela. Hostos arguyó, con el endoso de Alonso, que Rojas no era extranjero y protestó contra la afrenta española a la dignidad del país. Poco tiempo después abandonaba España para siempre, y a través de Francia se dirigía a Nueva York a buscar armas. Más tarde, las Cortes españolas decidían no extender a Puerto Rico la constitución.
Después de 1869, Hostos se consagrará en cuerpo y alma a la defensa de una revolución cubana que buscaba todas las libertades políticas para el pueblo cubano, contra España, contra todo poder imperialista, y contra el poder de la tiranía interna, no sólo hasta el extremo de intentar allegarse con un fusil en la mano a la tierra cubana, sino al extremo de no cejar ni pausar en su empeño hasta saber vencida la guerra diez años más tarde, del mismo modo que comprometió su nombre, su esfuerzo y sus recursos por las mismas causas cuando Martí reinició la guerra en el 1895. Podemos declarar, en consecuencia, que Eugenio María de Hostos fue también, como el Che Guevara, cubano de nacimiento.
La Confederación de las Antillas es probablemente la idea más arquetípica de Hostos, tanto en la naturaleza entrañable del más ambicionado deseo, que como eje de su esfuerzo teórico y de los esfuerzos políticos más acariciados de toda su vida. También, cabe decir que la hermandad y la solidaridad entre las Antillas es quizás la expresión más excelsa que han compartido todas las grandes figuras de las tres islas, del mismo modo que ha sido, consistente y persistentemente, raíz nutricia de la Revolución Cubana siempre.
Quizás alguno pueda exclamar que todos han fracasado en este empeño de museo. Mas, la historia tiene, como expresamos antes, sus “causas secretas”, como tiene sueños inmensos que de pronto palpitan o que nunca mueren. Ayer, hoy, mañana y siempre, forjamos el porvenir con la certeza de que algunas utopías toman más tiempo. Pero siempre llega el día de la justicia. Siempre.
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Recuerdos de un revolucionario,
a propósito de la alegada rivalidad entre Betances y Hostos
Por Marcos Reyes Dávila
Para Carlos Gallisá
I. Una sombra efímera
Eugenio María de Hostos murió un once de agosto, hace 105 años. Así como esta ocasión nos permite recordar que la Universidad de Puerto Rico aún no restaura la integridad de la obra escultórica de Victorino Macho –instalada en homenaje a Hostos en el Recinto Río Piedras– a la cual se le amputaron las partes que contenían las palabras “Patria” y “Sociología”, recordamos también que uno de los fenómenos nuestros que más nos asombran, desde hace muchos años, es el persistente empeño por enemistar, rivalizar, o enfrentar a Ramón Emeterio Betances y a Eugenio María de Hostos. Aquí y allá hemos tenido la desventura de oír durante décadas, incluso en el seno de organizaciones patrióticas, las voces que alegan con celo destemplado e irracional que uno de ellos es primero o superior al otro. Sabemos, porque lo señala el propio Federico Henríquez y Carvajal, que Manuel Guzmán Rodríguez –editor de Betances– andaba ya en ésas en 1926, cuando aquél –Henríquez y Carvajal– le sale al paso con la autoridad indiscutible de su conocimiento extenso, cercano e íntimo de ambos próceres.
La controversia, sin embargo, tiene una raíz mucho más larga. El propio Hostos alega que en la emigración neoyorkina los enemistaron innecesariamente cuando se encontró con Betances en el 1869. Tal parece que los chismes malintencionados que brotaron hace casi 140 años reproducen sus ecos con persistencia insana hasta el día de hoy.
Carlos Rama (1972) desecha el tema de la alegada “rivalidad” entre Hostos y Betances en el estudio preliminar a la recopilación de los textos de Betances que titula Las antillas para los antillanos (Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1975, XLIX-LIII). Allí observa que la discrepancia entre ellos ocurrió en esa sola ocasión, a la llegada de Hostos a Nueva York en 1869, y en torno a un “tema preciso”: el modo de libertar a las Antillas (pág. XLIX). Recuerda Rama que Hostos le cede el espacio a Betances al emprender su viaje al sur ya en el 1870, y que a su regreso en 1874 culmina, junto a Betances, lo que Andrés Ramos Mattei llamó el “ciclo revolucionario antillano”, ciclo que completa en el 1875. Recuerda Rama, además, como, en 1898, Betances confía en Hostos más que en el Directorio de Nueva York, y le traspasa a Hostos, en vísperas de su muerte, su “legado” y su “bandera”. Recuerda Rama, finalmente, que sus contemporáneos, no sólo Henríquez y Carvajal, sino Sotero Figueroa, y el mismo Martí, unieron los nombres de ambos sin vacilar (pág. L).
Las cartas de Betances publicadas por Rama ponen a descubierto la colaboración franca que existía entre ambos antillanos desde el 1870 (249), y cómo crece la admiración de Betances hacia Hostos con el paso de los años. Que la “sombra de verano”, “leve y efímera”, de esa rivalidad, que a juicio de Henríquez y Carvajal parece que nunca existió, lo constata en el tratamiento efusivo y mutuo entre ellos que tuvo ocasión de ver tanto en su encuentro de Puerto Plata en 1875, como durante la estancia de Betances en Santo Domingo de 1881 a 1883, época de la Escuela Normal de Hostos (265-268).
II. Hostos, apóstol de la libertad
Es un hecho histórico que el joven Hostos vivía y estudiaba en España en el momento de su despertar político. Fue por lo tanto desde España, y de frente a los españoles, que Hostos fraguó las premisas y maneras de sus primeras urgencias políticas. En primer término, intentó persuadir a los españoles con su novela, La peregrinación de Bayoán, de 1863. Es ésta una novela de denuncia política que contempla ya la hermandad antillana que predicará Hostos toda su vida. Luego buscó cómo denunciar ante los españoles la mala política española en las Antillas y cómo hacerles comprender las inequidades de su política a través de una avalancha de artículos publicados en numerosos medios. Ideó, además, una forma de soberanía para “sus islas” a través de una confederación entre las provincias peninsulares y las Antillas, soberanía que requería antes de una revolución en la península que diera al traste con su régimen monárquico e instaurara una república federal, de modo que vemos a Hostos integrándose en las organizaciones políticas españolas y conspirando contra la monarquía. Finalmente, defendió a brazo partido los derechos de las Antillas, incluso tras los gritos de Lares y de Yara de 1868, alegando con todo valor que en las islas se prohibía celebrar la victoria del nuevo régimen español republicano encerrando las islas en el antiguo régimen monárquico depuesto en septiembre de ese año. Cuando constató que la nueva república española no reconocería la soberanía ni la libertad de Cuba ni de Puerto Rico, optó por buscarlas desde 1869 a través de las armas.
En Nueva York, Hostos intentó acoplarse con la emigración antillana organizada en clubes, pero desistió cuando vio que ésta estaba dominada por el afán de buscar la anexión a Estados Unidos, tras la independencia de España. Hostos siempre ambicionó la Confederación de las Antillas: ésa es su idea matriz, la médula solar de su lucha y su pensamiento. Para contrarrestar el peso de esa emigración anexionista, y atajar el peligro de la anexión, viaja a buscar apoyo por los países de la América nuestra reclamando en cada parada la necesidad apremiante de completar la tarea del Libertador, la obra de Ayacucho. De paso, en Panamá (1870), Hostos advierte sobre la tendencia expansionista de los Estados Unidos y el peligro que corre Panamá con las inclinaciones “imperialistas” norteamericanas.
Ya en 1898, Hostos, al igual que Betances, se percata de que es inútil pretender resistir por las armas en Puerto Rico a las tropas norteamericanas, de modo que idea, como Catedrático de Derecho que era, una nueva forma de lucha política, despertando el poder de la “sociedad civil” y reclamando el derecho a plebiscito que nos garantizaba no sólo la Constitución de Estados Unidos, sino el derecho natural y el derecho internacional. El presidente Mackinley, en persona, había acordado con Julio Henna realizar este plebiscito, a cambio de la cooperación del Directorio y de sus planes de invasión de Puerto Rico, mas, sin embargo, faltó a su compromiso. Hostos, por su parte, vio que no podía depender tampoco de los partidos políticos puertorriqueños cegados por el colonialismo servil, incluyendo a Muñoz Rivera, y apeló directamente al pueblo.
Aunque se mostró dispuesto a aceptar el resultado del plebiscito, cualquiera que éste fuera, Hostos sabía que el derecho a la independencia era el destino final, inevitable e irrenunciable de los puertorriqueños. Y aunque habló de “americanizar” a los puertorriqueños, no quiso decir con esa palabra que buscaba la asimiliación y la entrega a los conquistadores, cosa que censuró siempre, y de lo cual habló con toda transparencia en su Moral social. Lo que quiso significar con eso de “americanizar” –y lo dice en blanco y negro– era que había que educar al pueblo de Puerto Rico en los modos de vida republicana, educarlo para la vida independiente y soberana. Ése era el propósito, justamente, de la Liga de Patriotas, proyecto suyo completamente acorde con El programa de los independientes de 1875 que elogió José Martí. Sobre antillanismo y política de la libertad, Hostos se le adelantó a Martí por décadas.
III. Recuerdos de Betances: la ofrenda
En las Obras completas de Hostos encontramos un texto que, a modo de ofrenda fúnebre, escribió en fecha incierta para Ramón Emeterio Betances. Se titula “Recuerdos de Betances”, y parece estar íntegro y sin errores en la edición de 1969, tomo XIV, páginas 69-72. (En la edición crítica del 2001, páginas 283-285, hay frases omitidas que hacen incomprensibles algunos pasajes.)
El homenaje fúnebre de Hostos comienza desde el título mismo. “Recuerdos de Betances” alude sin decirlo a un texto de Betances escrito en febrero de 1898, con el título de “Recuerdos de un revolucionario” (Rama, Op. cit., 150-155). Este texto es un homenaje a José Martí, muerto en combate hacía, en ese entonces, tres años. En el mismo, Betances resume en tres fragmentos toda su lucha anticolonial, y lo que llama sus “bodas de diamante con la revolución”. Esto es, según puede inferirse, un largo trajinar de 50 años, los que van desde el 24 de febrero de 1848, día de la “revuelta” de París, en la que participó Betances, que depuso la monarquía borbónica e instauró la Segunda República Francesa, hasta el 24 de febrero de 1898. En 1895, un 24 de febrero, se dio el Grito de Baire, grito que reinició la guerra de independencia en Cuba a cargo del Partido Revolucionario Cubano fundado por José Martí.
Hostos evoca, por su parte, a Betances, con evidente emoción, en algún momento cercano a su muerte ocurrida el 18 de septiembre de 1898, a sólo cinco días del trigésimo aniversario del Grito de Lares, y casi dos meses después de la invasión norteamericana de Puerto Rico. Recuerda que conoció a Betances a los 23 años, cuando ambos coincidieron en Puerto Rico. Anota la “atracción” que ejercía la figura de Betances entre los enemigos de la esclavitud y los del coloniaje. Revela que recibió con sorpresa en Madrid, un año después –esto debe ser en 1863–, una carta de Betances desde París, escrita a propósito del más antiguo texto de Hostos que conocemos: su novela La peregrinación de Bayóan. Hostos confiesa que su novela fue “un grito sofocado de independencia” pues creía entonces posible, según lo señalamos antes, alcanzar la soberanía antillana a través de la constitución de una república federal en España. Recuerda no volver a saber de Betances hasta encontrarlo en Nueva York en el 1869. Entonces se refiere al famoso episodio de esa desavenencia entre ambos que atribuye a su desesperación por apurar el inicio de la lucha armada en Puerto Rico. En ese momento, intentó hacer de “jefe de bando”, cosa que lamentó más tarde.
En defensa de Hostos hay que señalar que Betances admite haber recelado de él pues al que conocía era al joven Hostos de la época española, de modo que, en su recelo, ocultó a Hostos sus planes y lo dejó al margen. La emigración trabajaba mano a mano con los cubanos, que eran más, y entre los cuales dominaba la ambición de buscar la anexión a Estados Unidos. Hostos rechazaba esta pretensión entre los cubanos y no pudo articular su lucha y prédica con ellos en ese entonces. Es por eso que opta, como ya señalamos, por intentar otro camino con su viaje al sur.
Finalmente, se refiere Hostos a la época siguiente, que se inicia a su regreso del viaje en el 1974, y a partir de la cual fueron por completo hermanos del “ideal”. “Recuerdos de Betances” es, de esta suerte, un réquiem estremecedor inolvidable.
No los enemistemos más. Unámonos.
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Antillanía:
el fiel de la balanza
Por Marcos Reyes Dávila
Para Fernando Aínsa, quien me ha honrado con su distinción en más de una ocasión.
Introducción
2008: A 500 de Juan Ponce y a 200 de Simón Bolívar
Además del centenario del natalicio de Juan Antonio Corretjer, el 2008 trae consigo otras conmemoraciones ineludibles. Así por ejemplo, los 500 años de la conquista de Borinquen por Juan Ponce de León, y el bicentenario del inicio del proceso emancipador de Nuestramérica.
Los 500 años son cruciales, no sólo por marcar una periodo harto considerable, sino porque significó la incorporación de nuestra isla en el territorio de la dominación europea que, dentro de un proceso histórico de globalización primera, fracturó radicalmente el curso de nuestra historia, resultando en la lenta configuración de una identidad histórica nueva que es la nuestra, hoy, como puertorriqueños. El intento de rescate del castillo San Jerónimo, así como el de los nuevos yacimientos arqueólogicos de Ponce que las autoridades coloniales de Puerto Rico parecen incapaces de valorar, dan testimonio de que no hablamos de una prehistoria caduca sino de un proceso vivo y palpitante que aún no somos capaces de asumir como pueblo.
El bicentenario del inicio del proceso de emancipación, por otro lado, estipula asimismo un hito crucial en el proceso histórico de las américas, pues aunque el tren de la independencia nos dejara de lado, no dejó de azotar con furia a nuestro pueblo que intentó abordarlo repetidamente, ni dejó de configurar tampoco el augurio de un porvenir de soberanía política y dignidad cuidadana del que aún carecemos.
Algo muy importante, es necesario tener muy claro: No hay homenaje que realizarle a Juan Ponce de León ni a la conquista de Puerto Rico por más que pueda argumentarse que sin ella no seríamos el sujeto histórico que alienta en nuestro pecho hoy. Lo cierto es que la dominación colonial no regó la ceiba de nuestro ser, sino que lo privó y mutiló como lo hacen los trapos que se ataban en el pie de las niñas chinas para impedirles su crecimiento. Con trapos como esos enarboló Pachín Marín una bandera. Los 500 años tenemos que conmemorarlos a la luz del bicentenario de la emancipación, bolivarianamente, comprendiendo que la nación puertorriqueña nació a pesar de la dominación, y no por sus favores; brotó contra viento y marea y adquirió su consistencia precisamente en la lucha contra el poder que nos descalificó a lo largo de cinco siglos. Joel James Figarola comentó en una ocasión lo siguiente: “La piedra sillar del anexionismo es la falta de fe en el cubano; la falta de fe en sus posibilidades, en su cultura y en su disposición.” Por eso, y porque, siendo Puerto Rico una nación, la anexión es la renuncia de la soberanía nacional, ésta formula política no puede ser en Puerto Rico una formula descolonizadora.
Los americanos todos, del norte y del sur, del este, el oeste y el centro, conocerán, de seguro, el nombre de Eugenio María de Hostos (1839-1903). Hostos no sólo realizó y proyectó su obra por todas las américas, nuestras y ajenas; no sólo tuvo una influencia de peso en el destino de algunas de nuestras repúblicas, y no sólo influyó marcadamente en el desarrollo del pensamiento más avanzado de su época, sino que todo ello le fue reconocido por la Sociedad de Estados Americanos que lo proclamó en el 1938, en Lima, “Ciudadano Eminente de América”, y por los estudiosos que lo han seleccionado como uno de los cincuenta educadores más influyentes en toda la historia de la humanidad.
¿Qué pertinencia tienen las propuestas de Hostos respecto al tema que nos ataja dentro del contexto del siglo XXI? Las respuestas son varias. Por un lado, la histórica, pues fueron los antillanos del siglo XIX los que concibieron y formularon respuestas a la amenaza mayor que presentaba para los territorios al sur del Río Bravo la creciente pujanza económica de los Estados Unidos. Betances, Hostos y Martí, principalmente, visionaron los peligros del porvenir y buscaron defensa, fundamentalmente, a través de la integración de las Antillas. El peligro se concretó a partir, sobre todo, de la guerra del 1898 que el propio Mark Twain calificó de imperialista. Y desde entonces, las intervenciones directas, con el uso de armas o a través del uso de la disuasión y del poder económico, no cesaron de acosar los esfuerzos que en todas partes intentaron inútilmente hacer justicia a los más desamparados.
Por otro lado, el Tratado de Libre Comercio que se le impone hoy a muchos de nuestros países nos pone en el oído los ecos pertinentes de las intentonas que con finalidades análogas reunieron a fines del siglo XIX a los pueblos americanos y que José Martí combatió hasta la postración física. Hostos reflexionó sobre estos temas muchas décadas antes y, sin dejar de observar cómo se fortalecía el minotauro americano, no se cansó de predicar la necesidad y la urgencia de la unión del continente sur y de la confederación de las Antillas. “Forjar el porvenir”, era una de esas frases suyas que cifraban lo que era, y aún es, una utopía necesaria. La obra Hostos es una de las más profundas y complejas formulaciones de la utopía latinoamericana porque le es innata la visión incesante del porvenir, porque reflexionó toda su vida cómo realizar esa utopía, y porque durante gran parte de su vida intentó forjar, a veces armado del fusil, a veces armado de la arenga, a veces armado del estudio implacable de la realidad concreta, a veces formulando los principios, la estrategia y la táctica, y a veces inmerso, de cuerpo entero, en el trabajo concreto del surco y la zapata, esa utopía.
La utopía revolucionaria de la confederación hostosiana
La crítica, así como las notas enciclopédicas y de prensa, suelen destacar en Hostos su labor como educador y como moralista. Sin embargo, lo cierto es que Hostos fue fundamentalmente un revolucionario que no atrincheró su quehacer en las bibliotecas, y que, armado con fusil en ocasiones, aunque principalmente viviera armado con la pluma y la palabra, pugnó toda su vida por construir un mundo nuevo, dirigido por la visión de una utopía realizable que se esforzó reiteradamente por instrumentar más allá, o más acá, del sueño que ambiciona.
A cargo estuvo, por designación presidencial, y en más de una ocasión, en la República Dominicana, en cuyo Panteón Nacional de los Héroes de la República descansan sus restos; y asimismo en Chile, como rector del importante liceo de Santiago, Miguel Luis Amunátegui, y como catedrático de la Universidad de Santiago.
A cargo estuvo, para sí mismo y por sí mismo, y por la presión impetuosa de su verbo y de su pasión, en cuantas luchas se destacó a lo largo de su vida, incluidas las siguientes: la lucha por una república federal para España que reconociera la soberanía de sus provincias; la lucha por la independencia de Puerto Rico, Cuba y la República Dominicana; la lucha por los desposeídos y marginados en Perú, Chile, Argentina y Brasil, y particularmente, por los pueblos indígenas de América, los negros africanos, los chinos y los demás inmigrantes; la lucha por la emancipación y la completa igualdad social de la mujer; la lucha por la independencia del entonces futuro proyecto del canal en Panamá; la lucha por la integración física de Suramérica a través de ferrocarriles, la navegación de ríos y tratados comerciales y políticos; la lucha por la confederación de las Antillas; la lucha por la Confederación de los “estados desunidos” del sur; la lucha por la libertad y la construcción de un “hombre nuevo” a través de la completa educación de las facultades humanas; la lucha por la construcción de un régimen de derecho internacional que detuviera las acciones imperialistas norteamericanas y europeas, particularmente en las Antillas del Caribe, África, Asia y la Oceanía.
Algunas de estas luchas hostosianas son pertinentes al tema de la revisión de paradigmas de las nacionalidades y exploración de nuevos modelos de integración latinoamericana. El tema es un claroscuro, es decir, no es menos nido de obviedades que de conflictivos. En los tiempos de Hostos, en esa larga secuela del proyecto emancipador de Bolívar, ni siquiera tenían estas tierras y comunidades un nombre inequívoco y unánime. Algunos privilegiaron la preexistencia americana y la difusión de las importantes culturas construidas fuera de los márgenes de las grecolatinas, cristianas y orientales conocidas en el siglo XV, anterior incluso a la idea de las indias occidentales; otros privilegiaron la posición geográfica que llevó a Vespucio a acuñar la alusión al Nuevo Mundo, anterior a la fractura entre las dos américas; otros, posteriormente, distinguieron la sajona de la latina, la ibérica, la América hispánica. Algunos potenciaron algunos de sus elementos humanos, como la indoamérica, la afroamérica, la América criolla. Empero, el empeño nominador se complicó aún más cuando se elige como perspectiva otros factores. Entonces, se distingue, por ejemplo, la comunidad andina de naciones, el Caribe multicultural, la región del Río de la Plata, el Cono Sur, la amazonía, los pueblos del Pacífico, etc.
Para ir al grano del tema, y en honor a la brevedad impuesta, Hostos trata en varios ensayos de los setenta el tema y expresa su preferencia por el nombre de Colombia, y de pueblos colombianos. Pocos años más tarde lo vemos utilizando las expresiones América Latina, pueblos sudamericanos, e incluso el martiano “América nuestra”.
Mucho más importante es partir del hecho de que Hostos conformó diversas fórmulas de integración pues estaba convencido de la utilidad, y la necesidad, de esa integración. El gran reto, que enfrentó toda su vida, fue cómo articular esa integración con el principio rector de libertad y soberanía de los pueblos.
La primera de las fórmulas que ideó, en el orden cronológico, fue la de una federación hispánica que reconociera la soberanía de las provincias españolas y de las Antillas que España mantenía aún sujetas a su dominio en la segunda mitad del siglo XIX. El activismo político y periodístico de Hostos, anterior a las revoluciones de 1868, ofrece basto testimonio sobre el particular. Dos cosas hay que anotar. Por un lado, Hostos utiliza como modelo el proceso de la comunidad británica que se está desarrollando en Canadá en esos años. Por otro lado, Hostos ya pondera los elementos que distancían a Cuba y a Puerto Rico de la península, de manera que subyace en la entrelínea de sus ambiciones, anteriores a 1868, esa confederación de las Antillas que se convertirá en su más distintiva ambición utópica.
A pesar de los esfuerzos peninsulares de este siglo, Hostos no volvió a contemplar en el resto de su vida una posible integración con España, por razones evidentes. En el 1869 desiste de su intención de promover la república federal porque las autoridades españolas le niegan a los pueblos de las Antillas el derecho a participar en igualdad de condiciones con las provincias peninsulares. Desde ese entonces, Hostos busca la ruptura, la independencia, pero no como un fin en sí misma, sino como estrategia para constituir la Confederación de las Antillas. A juicio de Hostos, sólo a través de la confederación podían hacerse viables, posibles, sociedades libres en las islas. Hostos sabía que las condiciones socioeconómicas de las islas –particularmente la de Puerto Rico– hacían imposible el desarrollo en ellas, por separado, de una civilización positiva, es decir, libre de la opresión de los unos sobre los otros. La mira de Hostos al respecto del tema, es la libertad, que concibe como el valor más alto. Y Hostos sabe perfectamente cuán estrecho lazo ata los elementos socioeconómicos con la libertad de los pueblos.
Uno de los aspectos más importantes e interesantes de la gesta hostosiana ocurre precisamente a propósito de su “viaje al sur”, esto es, por los países suramericanos. Convencido de la imposibilidad de convencer a los líderes de la emigración antillana en Nueva York a que renuncien a su aspiración a la anexión a Estados Unidos tras obtener la independencia de España, Hostos opta buscar en las repúblicas latinoamericanas un apoyo que le permita atajar la amenaza de la anexión imperialista. El viaje, que inicia en el 1870 y se extiende hasta 1874, le permite a Hostos estudiar a los países que visita con el detenimiento y denuedo de un nacionalista proteico, esto es, como colombiano en Colombia, y del mismo modo, como peruano, como chileno, como argentino y como brasileño, en cada país, sucesivamente. En otra oportunidad estuvo en Venezuela, brevemente en Uruguay, y naturalmente, en la República Dominicana. La mirada de Hostos es mirada de abeja, poliédrica. Urga la historia, pero también la actualidad política y cultural, los elementos geográficos y geológicos, los elementos demográficos y los elementos económicos. Estudia las costas y la sierra. Estudia las ciudades y los campos. Estudia los tipos humanos y las costumbres. Estudia las haciendas y las industrias. Estudia los problemas políticos, la literatura y las artes. Mide, hace inventarios, enumera los factores, como el fundador de la sociología latinoamericana que será.
En todas partes opina. En todas partes propone soluciones. A modo de ejemplo, en Panamá, destaca la importancia para la América nuestra de mantener neutral el proyecto de construcción del canal y la amenaza que constituyen para los países todos, al sur del río Bravo, de las ambiciones imperialistas norteamericanas. En Perú, la necesidad de superar los vicios de la colonia que sobrevivieron a la independencia, y la urgencia de incorporar todos los sectores humanos, especialmente los indios y los chinos. En Chile, la emancipación de la mujer y su derecho a recibir y usufructuar de la misma educación que reciben los varones. En Argentina, la defensa de los derechos de los inmigrantes y la necesidad de civilizar el interior, la pampa argentina.
En todas partes, aboga por desarrollar elementos de integración de los pueblos. Hostos urge a adelantar el proyecto del ferrocarril transandino y estudia la manera de hacerlo posible. Así lo reconocieron los pueblos de América que llamaron “Hostos” a la primera locomotora que cruzó los Andes. De la misma suerte, dedica también esfuerzos a estudiar las posibilidades de la navegación de los ríos entre los países que afluyen con el amazonas.
A los países del Cono Sur les propone la creación de un mercado común que vaya más allá de los “factores afectivos” y los asocie, “materialmente”, en un mismo proyecto de integración. A la América Latina toda le propone la necesidad de completarse con la culminación del sueño de Bolívar apoyando la independencia de Cuba y Puerto Rico, de manera que ya no sea posible que otros países atenten contra ninguno de nuestros pueblos.
Conocida es la noción de la Patria Grande latinoamericana, la Madre América, la Nuestra América de Martí. La historia colonial de varios siglos forzó la integración de pueblos remotos unos con otros a través de varios modelos que se transformaron a lo largo de los siglos pero que tuvieron sus epicentros en México, Perú y el Río de la Plata. Junto a la visión totalizadora que todo lo abraza, subsisten las concepciones que de diversa y fluida manera se yuxtaponen unas sobre las otras. Una de ellas, en el caso de Hostos, es la de las Antillas.
Como se apuntó antes, la primera integración que vislumbra el joven Hostos en su búsqueda de una fórmula soberana que garantice la libertad para los antillanos, es una federación española. Descartada esta posibilidad, Hostos busca la independencia de Puerto Rico a través de las armas para construir la confederación de las Antillas. En un texto suyo de 1876 que llama el Programa de los Independientes, Hostos detalla las tareas y los principios que han de prevalecer tras la conquista de la indepedencia. Martí consideró este escrito un “catecismo de la democracia”.
Sentido del fiel de la balanza
Algunos señalamientos de importancia hay que hacer a propósito de esta idea de la confederación antillana.
En primer lugar, Hostos vislumbró distintos escenarios de realización. Alguna vez se refirió sólo a las tres grandes antillas hispánicas, y alguna vez incluyó en el conjunto a la república de Haití. Alguna vez pensó en un marco más amplio que incluyera la zona del Caribe, particularmente Centroamérica. La idea está en su mente desde principios de los 70 comprimida en una frase metafórica que ve la confederación como “el fiel de la balanza”, esto es: ni norte ni sudamericanos, antillanos.
Esta temprana concepción de Hostos supone un concepto de identidad de un sujeto discernido del resto de las américas y que pareciera chocar con las consabidas adcripciones de las Antillas, ya sea al mundo de Nuestra América, a Iberoamérica, a Latinoamérica, u otras.
Este fiel de la balanza es como el corazón que une las dos orejas de una bisagra. Con la expresión Hostos distingue y separa el norte anglosajón, el sur latino, y las antillas, punto medio, frontera de encuentro, de las dos grandes masas continentales.
Podría pensarse que Hostos considera la zona penetrada o influida por ambos lados, como una mezcla de las dos. Podría pensarse que Hostos se alínea con la concepción de estas islas del Caribe como punto de escala. O como la puerta de entrada o de salida para las américas. O quizás se acoge a la idea del puerto de transbordo.
A nuestro juicio estas concepciones no forman parte de sus reflexiones. Otras preocupaciones y urgencias son las que lo animan. La constante apelación a los países del sur, al sueño de Bolívar en Ayacucho o en la Carta de Jamaica, si íntima y auténtica identificación con las alegrías y las cuitas de cholos, incas, mapuches, rotos, gauchos y huasos, con chilenos, peruanos, paraguayos, mexicanos y colombianos, así como, por otra parte, su rotundo rechazo a la anexión de las antillas y a la política imperialista norteamericana, no dejan lugar a dudas sobre la identidad del sujeto antillano. Hostos es meriadianamente claro al respecto en numerosos trabajos suyos a lo largo de su vida toda, desde el joven Hostos que “peregrina” sus sueños por las aguas del Caribe, hasta el Hostos que enfrenta en el 1898 la invasión de las tropas norteamericanas tan sólo con las armas del derecho.
A nuestro juicio, la misión de intermediario que Hostos le asigna a las Antillas obedece, más que a nada, a una garantía de libertad, que por otra parte responde también una razón de utilidad. La Confederación de las Antillas que persigue Hostos tiene la encomienda de hacer posible, por una parte, la soberanía de Cuba y la de Puerto Rico, y por otra, la de garantizar y hacer viable, en ambas islas, la civilización y la libertad. La postración económica de Puerto Rico, postración de certifica lo mismo en 1868 que en el 1898, hace imposible, a su juicio, que el pueblo se levante y desarrolle una civilización libre. Para Hostos, no hay civilización posible en el coloniaje, en ausencia de libertad. La postración de Puerto Rico es la que exige, demanda, la confederación con las Antillas hermanas.
No obstante, otra preocupación lo anima, y es la idea de que la asociación en situaciones de desigualdad marcada de los miembros, no es aconsejable para los más débiles, pues se verán absorbidos y dominados por los más más fuertes. Es, en el fondo, el mismo principio que llevó a José Martí a desaconsejarles a los países suramericanos los tratados que proponía Washington hace poco más de un siglo. Ese principio, que sigue siendo válido hoy respecto al Tratado de Libre Comercio, movió a Hostos a promover la confederación de las Antillas, pues aparte de constituir una comunidad relativamente homogénea y familiar, no estaban entre sí en condiciones de extrema desigualdad.
Partiendo pues, de la constitución de una confederación de estados antillanos, y aceptando como inevitable la situación histórica que deriva de la posición geográfica entre ambas masas continentales, Hostos reflexiona que al servirles a ambas de intermediaria, y estableciendo de ese modo un juego de pesos y contrapesos entre unas y otros, el porvenir de la confederación estaría garantizado.
Conclusiones
Hostos es uno de los más utopistas latinoamericanos más profundos y completos.
A lo largo de su vida defendió siempre, por su utilidad y como una necesidad urgente que se derivaba de los peligros del porvenir, diferentes fórmulas de integración y cooperación.
Entre los peligros del porvenir que Hostos desea prevenir con la integración de los países desunidos del sur está el progreso material de todos nuestros países, la estabilidad y la paz de toda la región, la capacidad para negociar con las potencias y otras confederaciones del mundo, y la capacidad para prevenir, y defenderse de, las agresiones imperialistas de norteamericanos y europeos.
La Confederación de las Antillas fue la ambición de mayor rango, y la más característica, de su vida y de su prédica.
La necesidad de la confederación era, a su juicio, la estrategia más idónea para garantizar la libertad, la soberanía y la independencia de los pueblos antillanos.
Aunque siempre concibió la identidad antillana como parte de la comunidad latinoamericana, aconsejó a las Antillas cumplir la misión de ser intermediarios entre los dos grandes factores continentales: el norteamericano y el suramaricano.
El concepto de fiel de balanza implica la misión establecer, por una parte, lazos de cooperación entre los dos grandes bloques continentales, y, por otra parte, mantener, con un juego de pesos y contrapesos, ambas masas en su sitio.
Las ideas de Hostos son una anticipación profética de las ambiciones más caras de nuestros tiempos que sueñan, construyen y proponen, que “otro mundo es posible”.
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Hostos y las estrategias
para la descolonización de Puerto Rico
Por, Marcos Reyes Dávila, director de la revista Exégesis (UPR-Humacao)
Por, Marcos Reyes Dávila, director de la revista Exégesis (UPR-Humacao)
Decir que Eugenio María de Hostos fue un anticolonialista, no puede sorprender a nadie. Todos sabemos, todos recordamos, que Hostos realizó campaña tras campaña, por la mitad del mundo, en un esfuerzo titánico por conseguir auxilios para la Cuba en armas de los años setenta. Todos sabemos que Hostos se unió a Ramón Emeterio Betances a su regreso del viaje al sur de América, y ya fuera desde Nueva York, República Dominicana o Saint Thomas, conspiró, propagandizó y arengó, destempladamente, a favor de una revolución armada en Puerto Rico.
Pero, quizás, decir que Eugenio María de Hostos fue el más original, el más versátil y el más profundo anticolonialista del Caribe en el siglo XIX, quizás sí sorprenda a muchos. Prueba de lo que acabamos de sostener son las numerosas maneras en que puede abordarse el tema que nos ocupa. Nos hemos referido, ya, a dos de ellas: la propaganda y búsqueda de auxilios por toda la América Latina, que fue una manera de eludir y prevenir la conocida preferencia anexionista de la emigración neoyorkina; la otra, la participación coordinada o no con Betances, en el proceso revolucionario de esa década furiosa. Sin embargo, para darle coherencia y unidad a lo que fue un proceso en transformación continua en el pensamiento descolonizador de Hostos, es aconsejable comenzar a cernir su actividad anticolonialista con el que hemos llamado antes joven Hostos, es decir, el Hostos de la etapa de formación española.
En varias otras oportunidades hemos señalado que a este joven Hostos le queda estrecha e inapropiada la caracterización que se ha hecho de lo que fue su pensamiento y su práctica política cuando se le reduce a un mero “reformismo”. Es cierto que este joven Hostos no contempla la ruptura con España, y que en consecuencia, no es independendista. Pero a ello hay que añadir que acaso nunca, nunca, fue Hostos un verdadero independentista si con ello se designa a uno que tiene como meta fundamental la búsqueda de la independencia. Hostos sí fue, siempre lo fue, un soberanista, cuya meta fundamental fue siempre una de mayor alcance y proyección que la mera independencia, pues lo que Hostos buscó siempre realizar, construir, era la libertad de sus islas. Para Hostos la independencia era sólo una estrategia, una puerta, un puente que debía ir tras una meta más alta: la libertad.
No vamos a detenernos hoy en este aserto, pues en otras ocasiones nos hemos ocupado de este asunto. Baste decir que el Hostos plenamente revolucionario se caracteriza a sí mismo una década más tarde de esta manera, comenzando incluso con La peregrinación de Bayoán de 1863. Y, cierto es, que para hallar un Hostos políticamente decidido y radical no hay que llegar al Ateneo de 1869. Los textos más antiguos de Hostos que se conocen, comenzando con el poema-novela de Bayoán, tratan, invariablemente, de la explotación de las Antillas. Los hechos de Lares y de Yara ni lo sorprenden ni le callan la boca: lo ponen a vociferar más alto, pues Hostos defiende a los insurrectos en el centro de Madrid.
El problema que a tantos ha despistado sobre el carácter revolucionario de las luchas y estrategias de Hostos, consiste en que él no consideraba viable la independencia a solas de ninguna de sus islas, y por eso buscó, toda su vida, fórmulas de federación que a bien le vinieran. La primera fue, desde luego, una federación hispánica, es decir, una fórmula de soberanía sin independencia, y con la propia España. A juicio de Hostos la situación económica, política y social de las islas era tan terrible que era imposible aspirar a formar sociedades libres en ellas si les dejaba de repente a la deriva. Por una parte, las fuerzas internas de la barbarie, el hambre y la desolación, y por la otra parte, la existencia de vecinos formidables decididos a tragar los peces pequeños, hacían desistir a Hostos de apresurarse a buscar una independencia tan próxima a los barrancos.
Pero este Hostos era, además, antimonárquico, y aunque luchó en España y por España, su mira estaba puesta en llevar la república federal a las Antillas. Es por esto, y sólo por esto, por lo que Hostos rompe con sus antiguos correligionarios tras el triunfo de la República en España. Se negaron ellos a extender la revolución republicana y federalista a las provincias.
Desplacemos ahora la atención a la década siguiente. El Hostos de los setenta es el Hostos revolucionario por excelencia. Es el Hostos que se une a las organizaciones de emigrantes de Nueva York, el Hostos peregrino por la América del Sur, el Hostos que conspira en combinación con Betances en lo que se ha denominado el “ciclo revolucionario” de mediados de los setenta, el Hostos que no transige con los independentistas anexionistas que principalmente, desde el bando cubano, aspiraban a llevar las islas a la anexión de los Estados Unidos. Pero este Hostos radical, del grito, la arenga, que abordó barcos expedicionarios con fusil en la mano, este Hostos tampoco contempló la independencia a solas de sus islas ni su mira se redujo a luchar por la simple independencia: este Hostos iba detrás de la Confederación de las Antillas por la misma razón que antes buscó la federación con España: es decir, porque creía que sus islas no podrían contruir sociedades libres por si solas sino a través del auxilio mutuo de una confederación. “Cariño”, como decía Martí, le tenía Hostos a sus islas, pero no es el efecto ni el sentimiento benevolente lo que lo mueve a construir su proyecto de la Confederación de las Antillas: es la necesidad, utilidad y conveniencia material, económica y política de las Antillas.
El Hostos educador de 1878 a 1898 también fue, como hemos sostenido antes, un Hostos descolonizador y revolucionario. Hostos, cambiando de estrategia, convirtió la educación en un taller de formación de los ejércitos que necesitarían sus islas para lograr su meta de libertad. Hostos proclamó, y lo dice en blanco y negro, transparentemente, en El propósito de la Normal, es decir, en el primer discurso de graduación que pronunció en su vida, que sólo buscaba con la educación suplirse de auxiliares de su idea dominante, jóvenes educados en la libertad y la moral social que pudieran ayudar a construir comunidades libres en las Antillas. Junto con la escuela, junto con el sistema educativo dominicano, Hostos desarrollaba un método nuevo para forjar pensamiento libre y conciencia moral en sus estudiantes. Su meta: la descolonización a través de la educación de la moral, de la voluntad y del pensamiento.
En 1898, tras la ocupación de Puerto Rico y Cuba por las tropas norteamericanas, Hostos buscará a través de la Liga de Patriotas educar y activar a la sociedad civil para que ésta haga valer los derechos que la amparan ante la constitución norteamericana, sus enmiendas y sus leyes, y ante el derecho natural y el derecho internacional. Su estrategia de entonces, fue completamente inédita. Hostos buscó y reclamó la necesidad imperiosa de celebrar un plebiscito de manera que el principal requisito de todo régimen de derecho se hiciera valer. Este Hostos fue, nuevamente, un Hostos descolonizador que emplea una nueva táctica. Se dice que este Hostos estuvo dispuesto a aceptar la anexión, pero sólo como el resultado de un plebiscito libre, y siempre contra su deseo personal y como parte de una concepción que vislumbraba que la independencia es un derecho irrenunciable y eterno del pueblo de Puerto Rico.
Éstos son, más o menos, los acercamientos al tema que esperaríamos ver. Nosotros vamos a intentar otra ruta, a través del examen del Programa de los Independientes escrito por Hostos en el 1876, y reseñado por José Martí ese mismo año. Martí, que a juzgarlo por sus actos nunca fue un niño, apreció el manifiesto de Hostos como el “catecismo de la democracia”. El Programa aparece en el segundo tomo del Diario en la edición de las Obras completas de 1939 (y 1969, páginas 220-259). En el “exordio” al mismo señala Hostos lo siguiente:
“Próxima ya la hora en que los combatientes activos y pasivos de la Independencia han de ser llamados a una obra de razón más larga, ningún patriota de razón puede resignar la responsabilidad que ha de tocarle en la tarea de constituir en la libertad la sociedad desorganizada que dejará la guerra y que deja siempre la educación mortífera del coloniaje”
Esta cita, como se ve, es una de las pruebas más transparentes, concretas e irrefutables del aserto que presiden estas palabras nuestras. Esto es, que la meta de Hostos era más ambiciosa y de mayor proyección que la mera lucha por la independencia de sus islas. En la cita, Hostos distingue entre la lucha por la independencia y otra posterior, “de razón más larga”, dice, y que consiste en “constituir en la libertad la sociedad” exhausta que queda tras la guerra de independencia. Sus palabras, dirigidas a los Independientes, parecen apuntar más a la llamada segunda independencia que a aquella independencia, primera y formal, que dejó intactas en nuestros países latinoamericanos, tras la salida de España, las estructuras políticas, económicas y sociales de la colonia. Pero las palabras antes citadas de Hostos dicen más: señalan, por una parte, a la “sociedad desorganizada” que deja la guerra, pero también señala “la educación mortífera del coloniaje”. Esto es, que por una parte apunta Hostos hacia la infraestructura colonial, pero por el otro, señala además a la superestructura colonial. Hacia estos dos cimientos del coloniaje se dirige el texto descolonizador de Hostos.
El Programa de los Independientes es un discurso que pretende definir y aclarar los “principios” que deben seguir los miembros de la Liga. La Liga se constituye con el propósito de construir esa libertad política, religiosa, económica e intelectual que debe seguir y sólo puede seguir a la independencia. Los fines de la Liga son:
1. El establecimiento de la República y de la democracia representativa;
2. La creación de una personalidad internacional por medio de la Confederación de las Antillas; y
3. La sustitución de la confraternidad sentimental que hoy aproxima tibiamente a la socedad latinoamericana de las Antillas y del Continente, con la fraternidad de intereses materiales, intelectuales y morales.
Para lograr esos fines, Hostos define entonces los principios a seguir:
1. El principio de libertad absoluta para los derechos del ser humano fundados en la necesidad imperativa de la conciencia;
2. El principio de autoridad absoluta para la ley, fundada en la ley escrita y discutida, aprobada y sancionada por los representantes del pueblo;
3. El principio de igualdad absoluta ante la ley, sin distinción de razas, nacionalidades, fundada en la igualdad natural de los derechos individuales y políticos;
4. El principio de separación radical de las tres funciones de la soberanía de un pueblo, es decir, el poder legislativo, ejecutivo y judicial;
5. El principio de unidad, paz y nacionalidad en las Antillas;
y 6. El principio de expansión hacia el continente latinoamericano.
En relación con cada uno de los principios Hostos desarrolla sendas exposiciones explicativas. Así, por ejemplo, con respecto al principio de libertad, Hostos declara que éste está en correlación del derecho que todo ser racional tiene de vivir, de creer, de pensar, y de ejercitar su actividad orgánica, moral e intelectual, y que en consecuencia, “la libertad es un modo absolutamente indispensable de vivir”.
Al respecto del principio de autoridad Hostos declara que éste se funda en el derecho que la sociedad tiene de dirigir, velar y administrar sus intereses, y de dirigir, velar y administrar el bien común.
Al respecto del principio de igualdad, Hostos declara la igualdad fundamental de todos los seres racionales. Tras destacar la igualdad de razas, color, nacionalidad y sexo, Hostos señala la importancia de la igualdad de pensamiento y de conciencia, y la igualdad jurídica que salva todas las desigualdades de la naturaleza.
Al respecto de la separación de poderes, Hostos declara que es indispensable la periodicidad en el ejercicio del poder, la condicionalidad de la delegación del poder y la separación radical entre los tres poderes, que según Hostos, son en realidad cuatro, pues otro es el acto de elección.
Al respecto del principio de nacionalidad, Hostos declara que éste es un medio artificial que no se establece cuando se quiere sino cuando conviene, y si se puede. En las Antillas, asegura, Hostos, la nacionalidad es un principio de organización en la forma de una confederación que alentará el progreso comercial de las Antillas y contribuirá a la unión moral e intelectual de toda la raza latina en el nuevo continente.
Al respecto del principio de expansión, Hostos declara la existencia de dos fuerzas contrarias: una de concentración o conservación, y otra de expansión. La salud de una sociedad está en el balance dialéctico de ambas fuerzas. La expansión, es decir, la comunicación y el establecimiento de relaciones y de cooperación es un principio fundamental en las Antillas, sobre todo al respecto del continente latinoamericano.
Hostos, que además del Programa de los Independientes redactó también los estatutos de la Liga, define una doctrina revolucionaria en su tiempo y radical en el nuestro. Definir la doctrina, aclarando los principios que la fundamentan en un todo teórico coherente e integrado, no es una labor de poca monta. Más, si esa doctrina sigue siendo la aspiración de nuestras utopías más entrañables, pues Hostos describe en ella los fundamentos de ese vivir en libertad que es indispensable para la condición humana. Piénsese por un momento si hemos alcanzado hoy, tantos años más tarde, alguna de esas metas, y si no es cierto que esas metas definen la ruta de la descolonización de Puerto Rico.
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Hostos y las Antillas: un reino en este mundo
Marcos Reyes Dávila
“Recibo con humildad la noble idea de la condecoración
(Orden Honoraria de la Comunidad de Estados del Caribe)
y la guardaré en mi mente junto al pensamiento martiano de que
‘Las Antillas libres salvarán la independencia de Nuestra América.’”
Fidel Castro Ruz, en el 50 aniversario de la Revolución Cubana (2009).
No vamos a discutirle a nadie que a Ramón Emeterio Betances se le condecora, con sobradas razones, con el apelativo de El Antillano. Empero, pueden señalarse a algunos otros, en la extensa lucha de las comunidades del Caribe, merecedores de una distinción similar. Pensemos lo mismo en Luperón que en Martí, en Alexandre Pétion o en Hostos, acaso en el mismo Fidel Castro que en otros líderes de las numerosas comunidades que baña el mar de las Antillas. No discutiremos el aserto de que, acaso, fuera Betances quien, dentro del marco de las tres grandes Antillas hispánicas, viera primero y con más claridad la necesidad histórica de un destino común y pusiera en su respaldo el esfuerzo de toda una vida para realizar esa utopía.
Eugenio María de Hostos, no obstante, no se queda muy atrás del “Padre de la Patria”. Desde el primer texto suyo que conocemos, Hostos pone sobre el tapete de la historia ese sueño ambición que más allá del deseo se convierte en el desiderátum perpetuo de una voluntad que no transige. Ese primer texto del joven Hostos es su “poema-novela” La peregrinación de Bayoán, texto que más que profecía es destino, la carta de presentación de aquél que funde su identidad personal con el porvenir colectivo de “sus islas”.
A Hostos le exuda por todos lados el imperativo del deber. Se diría que sólo el deber lo mueve. El Diario de Hostos revela, más que dudas y cuitas, una voluntad que se atiza a sí misma y casi se autoflagela, sin pausa ni componendas, para dirigir cada una de sus acciones dentro del marco de lo que le dicta el deber y la moral. Ese marco es de abnegación plena. Ese marco es la entrega y la autoinmolación por el bienestar de los suyos, no de los demás.
Esta frase anterior distingue el martirio de Hostos de otros martirios de naturaleza más esotérica o religiosa, en el que la autoinmolación deviene del sometimiento a un poder superior al que se le rinde culto. La autoinmolación de Hostos, en cambio, deviene de sí mismo. Y se inmola por los suyos, no por toda la humanidad. Este suyos no define, sin embargo, ni a una familia, ni a una comunidad o una nación específica. Los suyos son aquéllos a quiénes se debe en virtud de un compromiso que siente ineludible por causa de una relación de origen que le preexiste y que le demanda reparar las injusticias que sufren. Esos suyos son, en primer término, los de la comunidad de las Antillas, porque son el “punto de partida” y porque viven las opresiones de un régimen que les niega las libertades fundamentales que prerrequisita la dignidad humana. Empero, el “punto de partida”, que es la patria según Hostos, no contiene ni agota el marco de sus responsabilidades como ser humano. Ese marco se ensancha geográficamente –así como nos enseñó a conocer el mundo en su pedagogía– de lo más cercano a lo más lejano, hasta amparar luego el contexto de la América Nuestra, y sólo después, el resto del mundo.
A Puerto Rico la llamó Hostos Madre-Isla. Sin embargo, junto a esa “patria-suelo”, Hostos contempló además, la “patria-libertad”. Es que a ese joven Hostos que despierta muy temprano a la conciencia de sus deberes morales le acicatan de inmediato las convergencias de la vida cubana con su isla-madre, de modo que su texto germinal, La peregrinación de Bayoán, ya hermana en su vocación de auxilio no sólo a Puerto Rico y Cuba, sino también a la República Dominicana, isla-nación que llamará Cuna de América. La necesidad de luchar por ellas lo llevará a combatir a través de las armas la injusticia del régimen colonial español y a buscar respaldo y solidaridad, frente a la amenaza anexionista de la América del norte, en los países hermanos del continente latinoamericano. Para ello, Hostos se acopla a las visiones y sueños de Simón Bolívar, y se hace eco de la voz del Libertador al reclamar su auxilio y completar la agenda de Ayacucho.
No llega Hostos, sin embargo, a estos países sólo a reclamar el pago de una deuda. En su peregrinación por el sur, Hostos se hermana con los pueblos de todos nuestros países. Hace suyas, ipso facto, las causas de Colombia, de Panamá, de Perú, de Ecuador, de Chile, de la Argentina, de Paraguay, de Brasil, de Uruguay y de Venezuela. Y aún va más lejos, pues Hostos, en todas partes, no sólo ataca las injusticias sufridas por las comunidades de cada país, sino que entiende en los conflictos regionales y entre los estados nacionales, y atiende las injusticias cometidas en algunos de estos países contra otras comunidades, como es el caso de los chinos en el Perú, de los indios marginados, o de los inmigrantes.
Mas, con todo lo importante de estas causas que lo mueven, otra aún mayor lo acicatea: y es su convicción de que la independencia y la Confederación de las Antillas es la única fuerza capaz de frenar el choque entre el norte y el sur de América que se avecina. Esta idea del “fiel de la balanza” que contiene y mantiene en su lugar las fuerzas opuestas de las américas, atribuida a Martí y acuñada, en efecto, por él en los 90, está en Hostos desde el 1870, al comienzo mismo de su viaje al sur, del mismo modo que está ya, junto a su admiración por las fuerzas productivas y la fuerza de los derechos civiles de los estados norteamericanos, su temor al desarrollo allá de la violencia imperialista que se materializará con la ocupación de Puerto Rico en el 1898.
Lo que habría de ser esta capacidad suya que va más allá de la empatía y la solidaridad, se pone de manifiesto al principio mismo del viaje. En Panamá, la miseria del Hostos que no representa a nadie más que a sí mismo, y que va en peregrinación sin más recursos que los propios y los del auxilio de su padre, lo obligan a comprar pasaje de tercera, lo que significa viajar sobre cubierta, en medio de la carga, los animales, los sirvientes, los esclavos y los indios. En una ocasión, al comienzo del viaje, cuando se dirigía a Cartagena, Hostos oye cantar, música y bullicio, y se acerca. Los cholos festejan. Hostos se mezcla entre ellos, y participa y disfruta del espectáculo.
La curiosidad de Hostos se expande infinitamente a lo largo del viaje. Todo es objeto de su atención y estudio. Lo mismo las corrientes y los vientos, que la topografía de la costa, la geografía y geología cuando puede desembarcar e internarse a caballo, que las lenguas, los tipos, la arquitectura, las comunidades, las estancias y haciendas, las plazas y mercados, las iglesias y el gobierno. De esas profusas observaciones brotará la Sociología en la América Latina. De esa profunda mirada manarán leyes en Colombia, debates en Perú, conferencias en apoyo a la mujer en Chile, la propuesta del ferrocarril trasandino en Argentina, la propuesta para unir el norte del continente a través de la navegación de los ríos, su reclamo de imparcialidad tras la construcción el canal de Panamá, su consejo de crear un mercado común latinoamericano.
Por todo lo anterior, muy bien pudo decir Hostos a su regreso a Nueva York lo siguiente:
«Predicar en favor de mis Antillas, era poco; ligar su porvenir al de la gran patria; vivir cordialmente en la vida de ésta; sentir y pensar y querer en Colombia, en Perú, en Chile, en Argentina, como sintiera y pensara y quisiera el mejor de sus patriotas; serlo todo a un mismo tiempo, antillano por la América latina, latinoamericano por las Antillas; peruano, colombiano, chileno, argentino, y además, ecuatoriano con los expatriados del Ecuador, boliviano con los patriotas perseguidos, paraguayo con el pueblo aniquilado, defensor de la libertad, la justicia, la razón y la desgracia en todas partes; indio con el indio maltratado; chino con el chino esclavizado en el Perú; huaso y roto con el roto y huaso que diezmaban las enfermedades de la Oroya; gaucho con el gaucho argentino mal apreciado, eso era algo» (Mi viaje al sur, 101) .
Fueron, no obstante, las Antillas, sus islas, las que constituyeron toda su vida el eje de sus razones y el pulso de su corazón. No hay manera de comprender la actividad del joven Hostos en sus tiempos de estudiante políticamente activo en España, sino es por su dedicación a la causa de la redención antillana, redención que intentó conseguir, inicialmente, a través de la creación de un república federal española. La negativa de los victoriosos republicanos españoles a extender a las islas los beneficios de la constitución y de la república fue lo que movió a Hostos a romper con sus antiguos correligionarios y a hacerle a los mismos una guerra de armas.
No otra cosa, tampoco, fue a buscar Hostos a Nueva York en el 1869. Allí intentó unirse a Betances y al liderato de la emigración antillana que se organizaba para auxiliar a Céspedes en Cuba, en armas contra el coloniaje español. La prédica anexionista, la pretención de buscar la intervención de, y la anexión a, Estados Unidos, lo motivó a buscar un balance de fuerzas en los países hispanoamericanos en deuda con el Libertador Simón Bolívar. A su regreso a Nueva York se une a Betances para mover fichas por toda la región del Caribe. Sólo la Paz del Zanjón, el fin de la guerra de Cuba, lo detiene. Y es entonces que inicia su revolución pedagógica en la República Dominicana.
La pedagogía hostosiana, contrario a lo que pudiera suponerse hoy, no estaba dirigida a otorgar títulos ni a formar profesionales: estuvo dirigida a formar hombres y mujeres “completos”, libres, capaces de construir una Confederación de las Antillas. Esta confederación es la idea central, más acariciada y arquetípica de Eugenio María de Hostos. Igual que lo hizo Mandela y Fidel Castro, lo hicieron los revolucionarios bolcheviques y muchos otros revolucionarios en el mundo. La cárcel, la paz impuesta, era la ocasión de formar cuadros, de formar los ejércitos necesarios para la nueva lucha. Hostos lo dice tal cual, en blanco y negro, en su discurso de graduación del primer grupo de su Escuela Normal. A ese propósito de crear mentes críticas, libres y personalidades completas, Hostos le dedica diez años. Diez años de fraguas y transformaciones; diez años de esfuerzos colosales contra los numerosos enemigos de sus ideas nuevas y radicales; diez años de un quehacer que significara una diferencia esencial dentro de la herencia ancestral de un coloniaje castrante y retrógado; diez años de pujar por sacar a la luz, para las Antillas, su reino en este mundo. Cuando se le hizo imposible la tarea en Quiqueya, aceptó rectorados en dos liceos chilenos. Allá estuvo otros diez años, hasta el 1898. No obstante, el reinicio de la guerra de independencia en Cuba, organizado por José Martí, lo devuelve de inmediato a las trincheras de la lucha antillana en el 1895.
En el 1898 está ya de regreso a Puerto Rico, en común acuerdo con Betances, para intentar mover hacia la libertad los acontecimientos, por las veredas de la constitución norteamericana y del Derecho Internacional. Sus reclamos de respeto al derecho y a la Constitución Federal no son escuchados por el ejército de ocupación, ni por el Congreso, ni por el mismo Presidente. Su prédica a los puertorriqueños para que reclamen su derecho a plebiscito, tampoco es escuchado. La Ley Foraker de 1900, aprobada por el Congreso para crearle un marco jurídico-legal a la posesión de Puerto Rico, lo obliga a retirarse derrotado nuevamente a la República Dominicana, donde cae en su batalla por crear para nosotros un reino en este mundo.
En su nota de presentación a la segunda edición del volumen Hostos y Cuba, recopilado por don Emilio Roig de Leuchsenrig, dice Ricardo Stusser:
“Cuba y Puerto Rico han estado unidas en su historia a lo largo del pasado siglo en el batallar de sus revolucionarios. Baste recordar los nombres gloriosos de Ruiz Belvis, Bassora, Rius Rivera, Betances, Sotero Figueroa, Hostos, Martí, Maceo. La independencia de ambas islas fue desvelo constante de los dirigentes de ambos pueblos”.
Stusser, por razones obvias, no menciona en este grupo la presencia de dominicanos como Luperón, Duarte, Máximo Gómez o los Henríquez y Ureña. Ni el hecho de que fuera sobre suelo dominicano y haitiano que Martí se movió hacia Cuba, así como Betances y Hostos hacia Borinquen. Pero sí alcanza a apuntar más adelante que Hostos “fue sin embargo, su mejor propagandista y su más ardiente defensor a lo largo de toda su vida”, aserto que certifica en su largo estudio preliminar don Emilio Roig.
Sobre todo, empero, hay un aspecto que suele quedar mal representado, sino ignorado o tergiversado por algunos posmodernos que menosprecian la nación e intentan desmitificar la figura histórica de aquéllos que realizaron obra de titanes y que debieran gozar de nuestro respeto y admiración. Las acciones, los trabajos, las obras y los esfuerzos de Hostos en favor de las Antillas no pueden enlistarse aquí, ni siquiera resumirse. No obstante hay un aspecto, como apuntamos
antes, de otra naturaleza y quizás de mayores quilates que todo lo demás tomado en conjunto. Mucho se ha dicho que acaso la obra mayor de Hostos sea su Diario, y el carácter de hombre completo que fraguó con la ayuda terapéutica de su Diario íntimo. Carácter, con “unción de acero”, como he dicho antes, que le impidió macular su persona para impedir que se macularan con ella las causas de sus luchas y sus esfuerzos. Con razón, nos exhortó no predicar la moral, sino a vivirla.
Tanto don Emilio Roig, como Camila Henríquez Ureña, en otro extenso volumen prologado por ella (Eugenio María de Hostos: obras. Casa de las Américas, 1988), toman nota de una experiencia vivida por Hostos en su primer viaje al Perú. Ocurrió que, ganándose la vida redactando artículos en la prensa periódica, le tocó analizar a Hostos los distintos contratos presentados al gobierno para la realización del ferrocarril a las minas de la Oroya. Uno de los contratistas, apellidado Mieggs, se presentó ante Hostos y le ofreció un millón de francos “para la independencia de Cuba” si recomendaba su proyecto. Hostos, cuando analizó en La Patria de Lima el contrato de Mieggs lo consideró perjudicial a los intereses peruanos (Roig, 34).
El carácter incorruptible de Hostos se permitió el lujo de rechazar una fortuna ofrecida para lograr el objeto de su vida. Vidas como las de Hostos hacen indestructible un sueño.
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Analogías y divergencias en la visión y la
función de Nueva York en Hostos y Martí.
Marcos Reyes Dávila
“Las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín, para que prendan y prosperen.” José Martí
Tanto don Emilio Roig, como Camila Henríquez Ureña, en otro extenso volumen prologado por ella (Eugenio María de Hostos: obras. Casa de las Américas, 1988), toman nota de una experiencia vivida por Hostos en su primer viaje al Perú. Ocurrió que, ganándose la vida redactando artículos en la prensa periódica, le tocó analizar a Hostos los distintos contratos presentados al gobierno para la realización del ferrocarril a las minas de la Oroya. Uno de los contratistas, apellidado Mieggs, se presentó ante Hostos y le ofreció un millón de francos “para la independencia de Cuba” si recomendaba su proyecto. Hostos, cuando analizó en La Patria de Lima el contrato de Mieggs lo consideró perjudicial a los intereses peruanos (Roig, 34).
El carácter incorruptible de Hostos se permitió el lujo de rechazar una fortuna ofrecida para lograr el objeto de su vida. Vidas como las de Hostos hacen indestructible un sueño.
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Nueva York: la larga raíz
Analogías y divergencias en la visión y la
función de Nueva York en Hostos y Martí.
Marcos Reyes Dávila
“Las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín, para que prendan y prosperen.” José Martí
Introducción
No puede llamar a sorpresa de nadie que la ciudad de Nueva York tenga ese aire de trasiego de los puertos en donde se encuentran y chocan los elementos más diversos y variados. Sabemos todos que Nueva York fue a fines del siglo XIX el gran puerto de las américas. Pero quizás olvidamos a veces que el símbolo que más claramente la representa, no le es propio, sino un obsequio de la república de Francia: una dama, inmigrante, francesa, que eleva en tierra de América la antorcha de la libertad.
Como símbolo y como emblema, la Estatua de la Libertad nos remite a la historia de este gran puerto al que arribaron incesantemente inmigrantes de todo el mundo, particularmente de Europa y de las Antillas. En sus calles y en sus espacios fundaron barrios de raíces profundas y largas atadas a sus lugares de origen. José Martí presenció la inauguración de la Estatua el 28 de octubre de 1986. Hostos, registra su visión en el diario a su llegada a Nueva York el 16 de julio de 1898. Ambos autores pertenecieron a una inmigración que encontró en la ciudad un girón de su isla natal en una comunidad que vivía y que, con hambre de abrazo, buscó mantener sus lazos de unión. Ambos autores destacaron la importancia que tenían para esta nación esas oleadas ininterrumpidas de inmigración que encontraron en sus puertos el enclave de un porvenir al que se arraigaron con determinación, como Cortés cuando quemó las naves. Ambos señalan como un peligro que crece la tendencia de la oligarquía a desarrollar monopolios que los impele a lanzarse con fuerza colosal hacia el expansionismo. Y ambos constataron cómo la libertad que enarbolaba la estatua se corrompe, se desnaturaliza y se yergue como una amenaza de muerte para los demás pueblos del mundo.
Martí observó en el 1894 que “las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín, para que prendan y prosperen”. Es con estas palabras, tomadas como epígrafe para este trabajo, que repasamos a vuelo de pájaro la aportación de la experiencia neoyorkina en el desarrollo de la lucha y las ideas políticas de Hostos y Martí.
Como Martí ha sido más estudiado que Hostos, y como hay varias obras publicadas sobre Martí en torno a este asunto, repasaremos primero lo que se ha señalado a propósito de este tema en José Martí con la ayuda de un libro reciente de Pedro Pablo Rodríguez, investigador y ex vicedirector del Centro de Estudios Martianos de La Habana, que tiene por título De las dos Américas (La Habana, Centro de Estudios Martianos / Paradigmas y Utopías, 2002). Martí tuvo la oportunidad, que no tuvo de Hostos, de vivir prolongadamente en esta ciudad. En ella escribió el cubano parte considerable de su obra, y en ella realizó su gestión política más importante, de manera que la crónica sobre Estados Unidos y la visión profunda y rica de Martí sobre ella, no es comparable, en principio, con la de Hostos. Sin embargo, tenemos como meta de este trabajo demostrar cómo Hostos anticipa los juicios fundamentales de Martí en sus partes esenciales.
Es perentorio confirmar lo que será motivo de la inmediata captación del lector: este trabajo es sólo un borrador, hecho con más premura de la conveniente, y punto de partida tanto para este autor que querrá pulirlo un poco, como para otros investigadores que puedan continuar alguna de las muchas señas aquí anotadas. No somos historiadores, y más que investigadores de academia somos aventureros venturosos que frecuentamos estos parajes porque los amamos. Más que erudición, doctrina y exégesis, el lector encontrará aquí impresiones hechas en torno a la lectura de la fuente primaria: las propias obras de Hostos y de Martí.
I. Martí: Tras la dama de piedra
Cinco tomos de las Obras completas de Martí (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975) recogen la crónica periodística de José Martí escrita en Estados Unidos y publicada en su mayor parte en medios de prensa latinoamericanos. Mucho más escribió, naturalmente, en el contorno de la gran manzana. Pero las “escenas norteamericanas”, específicamente, representan un venero sin precio redactado por un testigo excepcionalmente brillante. En sus páginas encontramos una especie de “aleph” borgiano de la ciudad de Nueva York tal como era en las últimas dos décadas del siglo XIX.
Algunos factores cosas hay que tomar en consideración antes de repasar los textos. Primero, que la visión de Martí sobre la ciudad y los problemas sociales y políticos que observa en ella van cambiando con el curso de los años. Pedro Pablo Rodríguez lleva este asunto con hilo muy fino a propósito de algunos asuntos en particular, por ejemplo, su visión de los reclamos obreros y la lucha de clases, y su diagnóstico, cada vez más próximo al que sería, y que todos conocemos, que lo llevará de la crítica de la oligarquía a la concepción de la “Roma americana” imperialista.
Segundo, es necesario tener en cuenta que gran parte de estas escenas fueron escritas para un público latinoamericano, particularmente las minorías ilustradas y la clase dirigente de nuestros países, embobada ya de admiración por los grandes adelantos y el creciente poderío económico de las nuevos Estados Unidos.
Y, tercero, que no conocemos en toda su integridad la visión martiana sobre esta sociedad y sus asuntos porque los medios periodísticos para los que escribió Martí tenían sus propias expectativas, reclamos y deseos en torno a lo que debía decirse sobre Estados Unidos de manera que en muchas ocasiones sus trabajos fueron “editados” e, incluso, censurados, pues, algunos de ellos no se publicaron.
Saber lo que acabamos de apuntar opera en dos dimensiones: primero, y la más evidente, es saber que hay omisiones y alteraciones al testimonio de Martí echas por manos ajenas a las suyas, pero además, es necesario suponer que, el propio Martí, en algún grado y sin faltar a su honestidad y honradez, pudo ejercer sobre sí algún grado de autocensura y modificar la expresión que hubiera deseado por una que pudiera anticipar tolerable para los dueños de los medios que contrataron sus servicios.
Inicia Martí sus crónicas para La Opinión Nacional de Caracas en 1881 con el propósito no sólo de de demostrar, a juicio de Rodríguez, cómo Nueva York estuvo presente en la historia estadounidense, sino cómo “esta ciudad fue, además, el laboratorio social mediante el cual se acercó y entendió los gigantescos y acelerados cambios sufridos por este país durante el decenio de los 80" (171), que lo llevaron a ver a Estados Unidos, desde entonces, como el pueblo “señor en apariencia de todos los pueblos de la tierra, y en realidad esclavo de todas las pasiones de orden bajo que perturban y pervierten a los demás pueblos” (176).
De este modo pasan a través de la inquieta y curiosa y deslumbrada mirada de Martí infinidad de asuntos y temas. Sólo en el primer tomo de estos cinco dedicados a Estados Unidos en las Obras completas, en la parte política, encontramos, sin ser detallistas o exahustivos, desde el atentado contra Garfield, las convenciones políticas, Washington, los procesos eleccionarios, la bolsa de Nueva York, la Constitución de Estados Unidos, los tratados con México, los aranceles; en la parte social, las mujeres norteamericanas y los nuevos roles que desempeñan en el campo del derecho y en las universidades, las exposiciones, Oscar Wilde, Washington Irving, Emerson, Edison, Mark Twain, pero también el pugilismo, los trabajadores, los chinos, la liga irlandesa, los alemanes, las religiones, las asociaciones de obreros, Karl Marx; y ya en un orden más diverso, la luz eléctrica, las playas, la gente de las calles, las pascuas.
En los restantes tomos, ve uno protagonizar, desde las distintas visiones de la ciudad de Nueva York en cada estación o en diferentes meses del año –digamos, Nueva York en junio, Nueva York en otoño, etc–, hasta la profunda atención que da a los procesos electorales, los barrios pobres de Nueva York en contraste con la bolsa, los grupos sociales de la ciudad y del país, como los negros, los alemanes, los indios, los gitanos, la mafia, ideas de la época como el darwinismo, y las grandes huelgas y motines obreros.
Examinando ya algunas de sus ideas pertinaces, Pedro Pablo Rodríguez observa que Martí toma siempre “el partido de los pobres” (180), y considera la inmigración europea un elemento clave para el desarrollo del país (183). Ambos elementos los ata Martí a los conflictos obreros. “En esta tierra se han de decidir –señala Martí–, aunque parezca prematura profecía, las leyes nuevas que han de gobernar al hombre que hace la labor y al que con ella mercadea. En este colosal teatro llegará a su fin el colosal problema. Aquí, donde los trabajadores son fuertes, lucharán y vencerán los trabajadores” (186). Pedro Pablo Rodríguez observa que Martí reside entonces en Brooklyn, lo que le permite entrar en contacto directo y diario con las grandes y crecientes masas de inmigrantes que se emplean en las fábricas. Además, añade Rodríguez, Nueva York era entonces el punto de residencia y centro comercial, financiero y económico de todo el país, de modo que Martí hallaba sin dificultad aquellos aspectos significativos que “indicaban los nuevos derroteros porque marcharía la nación: la gran industria moderna, el desarrollo tecnológico y científico, la explosión poblacional sustentada por los inmigrantes y los conflictos entre los grupos y clases sociales resultados de aquellos cambios que la introducían por los caminos del imperialismo norteamericano” (189).
Ante todo esto, Martí abogaba por la necesidad de incorporar a la América Latina en ese cambiante orden mundial, pero manteniendo como basamento sus rasgos de identidad y la defensa de sus propios intereses (189). Reclamó el espíritu fundador de la nación, de modo que en ningún momento cabe atribuirle una imagen antinorteamericana, pero sí la defensa de unos Estados Unidos distintos a los que históricamente se irían conformando (190). Martí sí fue antimperialista. Hostos también lo fue, como veremos.
Cuando asume Martí en el 1883 la responsabilidad de la revista La América de Nueva York, se propone “definir, avisar y poner en guardia, revelar los secretos del éxito, en apariencia, maravilloso de este país” (...) porque “hay provecho como hay peligro en la intimidad inevitable de las dos secciones del Continente Americano”, y el día de esa intimidad, añade, “se anuncia tan cercano” (196-197). Y, ¿qué ve en ella Martí entonces?
El desarroollo de una nueva modernidad en la cual “todo empuja, precipita, exaspera, exacerba, arrastra. Se tiene miedo a quedarse atrás (...) Todo es ferrocarril, teléfono, telégrafo”, dinamismo, incertidumbre, angustia, y, dicho sea con una palabra particular suya, “metalificación”, es decir, riqueza repudiable, amor al dinero.
Aprueba la inmigración de algunos sectores, pero desaprueba otros. Aprueba a los escandinavos porque vienen en familia y son agricultores. Apoya a los franceses. Pero no a los alemanes, irlandeses e italianos, porque, según dice, las inmigraciones deben coincidir y no chocar con el espíritu del país. “En los barrios pobres –de las grandes ciudades, señala Martí– es de echarse a llorar” (205). Sólo ve miseria, maridos ebrios, mujeres desesperadas, los niños “comidos por la cholera infantum” pidiendo como socorro desde sus huesos. Condena, por otra parte, el despojo de sus tierras de que son víctimas los indios. Escoge a Cleveland en la elección contra Blaine porque aquél plantea el respeto a la soberanía de las demás naciones y Blaine es un espíritu nepoleónico que siente el poder de la nación y quiere ejercitar su fuerza. De esta suerte, Martí va descubriendo la gestación de la “Roma americana” (223).
Pedro Pablo Rodríguez identifica el origen de esta visión antimperialista de Martí en tres aspectos que van adquiriendo cada vez mayor atención en sus escritos.
Primero: veía Martí que la política estadounidense se alejaba crecientemente de sus orígenes democráticos para convertirse en un negocio mercantil en manos de una oligarquía. Martí comenzó entonces a estudiar los monopolios que estaban apareciendo (los ferrocarrileros , los trusts industriales de producción de acero e hierro, del petróleo y la refinación de azúcar) (224). Fue percatándose de las estrechas relaciones entre intereses económicos y políticos, y entre los grupos de poder que se vinculaban con ambas esferas.
Segundo: En las elecciones de 1888 observa la íntima vinculación entre la oligraquía política y los monopolios en formación. (224).
Tercero: Se percata de la influencia que los nuevos intereses financieros y monopólicos mantienen sobre la política exterior de la nación que puso el propio Martí de manifiesto en sus crónicas sobre la Primera Conferencia Panamericana de 1889-1890 (225).
Pedro Pablo Rodríguez descata también cómo Martí se sintió fascinado por la creciente lucha de clases en Estados Unidos, particularmente la de los obreros y los granjeros. Para aquéllos, a propósito de la baja de salario nominal y la negativa a acortar la jornada laboral; para los granjeros, a propósito de las tarifas impuestas por los monopolios ferrocarrileros (238).
El tema social se sistematiza en Martí a partir de 1886, hasta dominar el tema de sus crónicas. Desde 1882 ya aparecía el tema de las huelgas: los molineros de Chicago, los mineros de Maryland, los herreros de Pittsburgh, las hilanderas de Lawrence y los terrapleneros de Omaha. Martí anticipa ya revueltas colosales, pero creía entonces que la protesta provenía de parte de obreros que no eran nativos del país sino de inmigrantes cargados de odios de Europa. La idea era común en la época. Es decir, siendo América la tierra de la promisión y la felicidad, los odios sociales tenían que venir del extranjero (241).
Pero con el tiempo siguió observando Martí cómo los ricos se organizaban contra los pobres detrás del aparato del estado. En 1883 publica en sus juicios sobre Karl Marx que “el monopolio está sentado como un gigante implacable a la puerta de todos los pobres”, y añade: “El monopolio es un gigante negro. El rayo tiene suspendido sobre la cabeza. Los truenos le están zumbando en los oídos. Debajo de los pies le arden volcanes. La tiranía acorralada en lo político, reaparece en lo comercial. Este país industrial tiene un tirano industrial” (247).
En 1886 Martí hace una extensa crónica de la huelga de los tranviarios de Nueva York que paralizó la ciudad. Martí escribe sobre esto para México y para Argentina, hablando de la “revolución del trabajo” de manera que se entienda cómo la acción unida de los trabajadores afectó la ciudad y la nación entera (249). Pero Martí mantiene aún hacia los obreros una actitud ambivalente. Por un lado simpatiza con los obreros pero, por el otro, censura y teme el ejercicio de la violencia, aunque censure también la violencia de los rompehuelgas. Para Martí, “la justicia de una causa es deslucida muchas veces por la ignorancia y el exceso en la manera de pedirla” (250). Martí confiaba todavía entonces en la capacidad del sistema democrático estadounidense para enmendar sus errores.
Será, a juicio de Rodríguez, el proceso contra los siete anarquistas de Chicago lo que contribuirá a radicalizar la perspectiva martiana del problema obrero. Inicialmente condenará, nuevamente, el ejercicio de la violencia por parte de los anarquistas, pero su confianza en la capacidad regenerativa del estado norteamericano se viene a pique ya para el 1887, como resultado, principalmente, de su continuo examen de la cuestión. “Los que deseen hablar con juicio sobre la condición de los obreros deben apearse a ellos, y conocer de cerca su miseria”, apunta Martí. Añade: “Los mercenarios cargan sobre los niños, y matan de un balazo a uno de ellos. ¿Qué han hecho los huelguistas? ¿Se han encendido en furia? ¿Han devuelto muerte por muerte? ¿Han despedazado con los dientes la tablazón que guarda las riquezas de la compañía? No.” Martí propone una serie de reformas urgentes para evitar que la “nación de obreros en la sombra haga batalla a la nación legal de propietarios” (266).
Este es su examen de la cuestión:
“La guerra que aseguró la Unión y el crédito, creó una generación de agiotistas venturosos, sin práctica ni fe en una libertad oscurecida por la arrogancia del triunfo y sin respeto por las instituciones trocadas en comercio por los encargados de conservarlas. Creó esta generación tribunales serviles y Senados de millonarios, y ha llegado a hacer de la Casa de Representantes, de la fuente de las leyes, un mercado abierto donde éstas se venden y se compran, un cónclave inicuo de agentes poderosos solicitantes o de empresas ricas. Y esta generación ahora se niega, cuando el país se siente rendido y vuelve en sí, a abandonar esta vida de robos disfrazados, a devolver lo que ha adquirido ilegalmente, a permitir que la nación se limpie de ellos y se reconstituya” (267).
Tras la muerte de los anarquistas, Martí apunta colérico: “Esta república, por el culto desmedido a la riqueza ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos. (...) De una apacible aldea pasmosa se convirtió la república en una monarquía disimulada”: una monarquía imperial, cesárea, la Roma americana (272). En esa visión imperial del nuevo país que echa a pique sus fabulosas promesas, la Estatua de la Libertadha perdido su aliento de vida, trocándose en una dama de piedra que en todo caso representa un sueño foráneo y un emblema de la infatuación de la ironía.
II. Hostos: La estatua al revés
Al visitar ahora la obra de Hostos, damos, ciertamente, un paso atrás en el tiempo. Pero lo hacemos con la confianza de que el análisis del pensamiento de Martí que hemos realizado con la ayuda de Pedro Pablo Rodríguez, nos ayude a comprender mejor a Hostos, pues, desafortunadamente, hay muchos aspectos de Hostos que no han sido aquilatados con justa perspectiva. Para el examen de Hostos habrá que repasar, al menos, los dos tomos del Diario conocido, el tomo de su Viaje al sur, el del Tratado de Moral, el de Hombres e ideas, el de Temas cubanos, y algunas cartas, páginas íntimas e, incluso, páginas inéditas. Asimismo, habrá que seguir de cerca el itinerario de sus peregrinaciones, pues la obra de Hostos vinculada a la ciudad de Nueva York, se ubica en diferentes espacios. Su primera llegada es el 31 de octubre de 1869. Pero regresa en el 1874, tras su viaje al sur, y nuevamente en el 1876 y en el 1898, a propósito de la Guerra Hispanoantillana y norteamericana.
Al comenzar el examen de los textos de Hostos, urge tener en cuenta que, a diferencia de José Martí, que posee una razón analógica arraigada en el símil y la alegoría, la razón de Hostos es preeminentemente deductiva-inductiva. Ese rasgo del discurso, amén de una muy diferente perspectiva que señalaremos en breve, le dan al discurso de Hostos una tesitura marcadamente diferente a la de Martí. Además, no hay que olvidar que los artículos de Martí utilizados por Pedro Pablo Rodríguez son trabajos preparados con cuidado y esmero por Martí para ser leídos por un público ilustrado. Aunque algunos de los textos de Hostos que citaremos aquí cumplen con ese linaje, otros no, pues, o son páginas de su diario –diario que era, por cierto, uno verdadero, y no una pantalla de exhibición literaria–, o son sus cartas, o textos de oratoria para mítines o artículos escritos para arengar o propagandizar.
Hostos, aquél que dijo en una ocasión, “hablaros de las Antillas es hablaros de mí mismo”, nos devela ahora otra prueba patente de la verdad de sus palabras. El Diario que conocemos por la edición de las Obras completas de 1939, tiene dos tomos que suman poco más de 800 páginas. Pues, ocurre que, poco más de 400 páginas, es decir, poco más de la mitad, están escritas en la ciudad de Nueva York, de manera que cabría decir que el Diario de Hostos es una obra neoyorkina.
Empero, Hostos no narra en el Diario las peripecias exteriores de su lucha revolucionaria: nos nos refiere los sucesos, las anécdotas, la teoría que va evolucionando en su cerebro, no detalla las controversias y los conflictos concretos, sino la parte íntima, el perfil, el contorno o la imbricación sicológica de personas y cosas, el análisis del choque de caracteres. Sí alude a las personas y, como de canto, nos refiere las reuniones, las asambleas, los mítines, las controversias, pero son apenas referencias hechas al vuelo, de refilón, de paso, no se detiene en ellas, no da detalles, como hace Martí, que parece que quisiera atrapar todo lo que ve y colocar la muchedumbre entera, el entorno completo, sin que falte el detalle en apariencia nimio, en su visión empapelada. Hostos, en cambio, es así, casi siempre, pues varía sustancialmente en la parte del Diario de 1898, cuando las páginas adquieren un carácter menos reflexivo e intimista y más concreto y exteriorista. De manera que la experiencia neoyorkina de Hostos, al menos en lo que concierne al Diario, que es la fuente principal, no nos es referida a través del registro claro de sus protagonistas o la descripción vívida del contorno físico o humano, sino a través de aquello que cabe ver reflejado en sus “sondeos”, como gustaba decirle él al análisis ya fuera de su mismidad, como de la intimidad de los otros. Hostos no ve los rostros ni las cosas, sino la intención detrás del rostro, y la utilidad o inconveniencia de las cosas. No nos da el dato sino la significación del dato. Lo demás, son casi sombras.
La experiencia neoyorkina para Hostos
Comencemos por lo que podemos llamar su escritura lavada. La expresión se nos ocurre a partir de una alusión de Hostos a la extrema pobreza en que vive que lo hace escribir, por carecer de mesa, sobre el lavabo, después de remover los útiles. La pobreza de Hostos es uno de los componentes más patéticos de su experiencia neoyorkina. Es una constante que lo acecha desde su llegada en el 1869, y que no mejora en absoluto tras su excitante periplo por los países de la América del Sur. La pobreza nos pone en evidencia rasgos capitales de ese carácter de acero de Hostos, pero, más importante aún, la naturaleza insobornable y abnegada hasta el martirio de su compromiso tanto con la revolución de Puerto Rico como con la de Cuba.
A poco más de un mes de su llegada a Nueva York, Hostos comenta que como no tiene papel no ha podido “sondearse” durante un mes. En efecto, hay un lapso de casi 30 días entre esta entrada del 7 de diciembre y la anterior del 8 de noviembre. La pobreza se debe a que nadie le ofrece trabajo. La situación de Hostos se complica porque, por un lado, rehusa recibir nada de parte de los cubanos porque combate arduamente su inclinación a la anexión, por otro lado se niega a recibir cualquier ayuda, aunque sea anónima, que no responda a una compensación razonable por un trabajo realizado, y finalmente, porque no acepta ninguna tarea que lo comprometa de tal forma que pueda impedirle participar de una expedición que salga repentinamente a una de sus islas.
El 9 de enero de 1870, nieva copiosamente. Hostos dice que pudiera ello ser una “noticia poética” si tuviera una habitación preparada para el frío, pero el caso es que su habitación es de trece pies y medio de largo por sólo seis de ancho, tiene una estera insuficiente, un cristal roto en la ventana, paredes desnudas, una silla de verano, una cama de venta con alguna manta, y, lo peor de todo, un lugar de diligencias necesarias en el patio, y abierto a todos los vientos. Concluye que es uno de los “desheredados” de la tierra (208-209).
En 1874 su situación no sólo no había mejorado, sino que era peor: escribe sobre el lavabo (II, 146); vive de limosna (II, 147); el frío lo atormenta pues carece de recursos para preservarse de él (II, 160); para comer, con frecuencia, tiene que bastarle un poco de pan, café, mantequilla y una pasta fría (II, 161); camina con un sobretodo de verano para combatir el frío de invierno, lo que casi le costó una oreja (II, 175); cuando no tiene ni para el café, toma agua de tamarindo. Cambia de pensión en varias oportunidades. En una ocasión, un cuarto sin ventana, ni a la calle ni al patio, totalmente oscuro. Trabaja más que nadie pero recibe en recompensa menos que todos (II, 170). Algunos parecen considerarlo una “máquina” de producir artículos que nadie le paga (II, 169), pero lo cierto es que muchas veces no le alcanza tampoco para pagar el franqueo para enviar los artículos a su destino (II, 176). Sigue rechazando todo lo que le impida embarcarse de inmediato en una expedición, y rehusa, incluso, los 100 pesos que se le da a cada expedicionario para que se prepare y apertreche para el viaje, por su resistencia a aceptar de los cubanos nada, nada a cambio de su vida (II, 162). En una ocasión, se ve obligado a aceptar, de un chileno enviado como representante de la exposición de Chile en Estados Unidos, su alojamiento compartido. Sólo este extranjero le ofreció a Hostos hospitalidad en Nueva York. Pero se trata de Arturo Villarroel, un hombre “que no come en ninguna parte” y a quien Hostos se ve obligado a invitar a comer en una fonda (II, 168). Lo peor de esta historia del Hostos lazarillo, es que su pobreza, con la consiguiente falta de ropa presentable, lo reduce ante los ojos de los demás como un “impotente para todo” (II, 274) y, en ocasiones, lo obliga a recluirse (II, 163). En estas condiciones, consiguió suficiente para hacer reparar los zapatos con los que visitó la Araucanía, porque con esa tierra en los zapatos, dice, “no se puede huir” (II, 168).
Sin embargo, Hostos disfruta de lecturas gratuitas en el Cooper Institute, y del ejercicio que en la forma de un paseo matutino y otro vespertino hace por la ciudad neoyorkina. En la mañana, 30 minutos. En la tarde va por Houston Street hasta South 5th Ave., y Washington Square, y sigue por la Quinta Avenida hasta el Madison Square, desde donde vuelve por la Sexta Avenida. No sabe inglés, pero está resuelto a aprenderlo, y toma clases (I, 245 y 338). Se detiene a escuchar en los mítines de la calle. Así, por ejemplo, en uno religioso en Washington Square, o su prolija descripción del 4 de julio de 1870, con la animada Broadway, las milicias, los mil pobladores de las calles que suponía en su mayoría inmigrantes, hasta el punto de referirse a la ciudad de Nueva York como la “hospedería del mundo”. En Central Park le asombra la hospitalidad de la ciudad al constatar que al “please keep off the grass” lo habían sustituido por un “visitors are allowed today on the lawn, where the word common is put” (I, 342). Pero hace un calor de 95 grados.
El entorno neyorkino
No puede llamar a sorpresa de nadie que la ciudad de Nueva York tenga ese aire de trasiego de los puertos en donde se encuentran y chocan los elementos más diversos y variados. Sabemos todos que Nueva York fue a fines del siglo XIX el gran puerto de las américas. Pero quizás olvidamos a veces que el símbolo que más claramente la representa, no le es propio, sino un obsequio de la república de Francia: una dama, inmigrante, francesa, que eleva en tierra de América la antorcha de la libertad.
Como símbolo y como emblema, la Estatua de la Libertad nos remite a la historia de este gran puerto al que arribaron incesantemente inmigrantes de todo el mundo, particularmente de Europa y de las Antillas. En sus calles y en sus espacios fundaron barrios de raíces profundas y largas atadas a sus lugares de origen. José Martí presenció la inauguración de la Estatua el 28 de octubre de 1986. Hostos, registra su visión en el diario a su llegada a Nueva York el 16 de julio de 1898. Ambos autores pertenecieron a una inmigración que encontró en la ciudad un girón de su isla natal en una comunidad que vivía y que, con hambre de abrazo, buscó mantener sus lazos de unión. Ambos autores destacaron la importancia que tenían para esta nación esas oleadas ininterrumpidas de inmigración que encontraron en sus puertos el enclave de un porvenir al que se arraigaron con determinación, como Cortés cuando quemó las naves. Ambos señalan como un peligro que crece la tendencia de la oligarquía a desarrollar monopolios que los impele a lanzarse con fuerza colosal hacia el expansionismo. Y ambos constataron cómo la libertad que enarbolaba la estatua se corrompe, se desnaturaliza y se yergue como una amenaza de muerte para los demás pueblos del mundo.
Martí observó en el 1894 que “las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín, para que prendan y prosperen”. Es con estas palabras, tomadas como epígrafe para este trabajo, que repasamos a vuelo de pájaro la aportación de la experiencia neoyorkina en el desarrollo de la lucha y las ideas políticas de Hostos y Martí.
Como Martí ha sido más estudiado que Hostos, y como hay varias obras publicadas sobre Martí en torno a este asunto, repasaremos primero lo que se ha señalado a propósito de este tema en José Martí con la ayuda de un libro reciente de Pedro Pablo Rodríguez, investigador y ex vicedirector del Centro de Estudios Martianos de La Habana, que tiene por título De las dos Américas (La Habana, Centro de Estudios Martianos / Paradigmas y Utopías, 2002). Martí tuvo la oportunidad, que no tuvo de Hostos, de vivir prolongadamente en esta ciudad. En ella escribió el cubano parte considerable de su obra, y en ella realizó su gestión política más importante, de manera que la crónica sobre Estados Unidos y la visión profunda y rica de Martí sobre ella, no es comparable, en principio, con la de Hostos. Sin embargo, tenemos como meta de este trabajo demostrar cómo Hostos anticipa los juicios fundamentales de Martí en sus partes esenciales.
Es perentorio confirmar lo que será motivo de la inmediata captación del lector: este trabajo es sólo un borrador, hecho con más premura de la conveniente, y punto de partida tanto para este autor que querrá pulirlo un poco, como para otros investigadores que puedan continuar alguna de las muchas señas aquí anotadas. No somos historiadores, y más que investigadores de academia somos aventureros venturosos que frecuentamos estos parajes porque los amamos. Más que erudición, doctrina y exégesis, el lector encontrará aquí impresiones hechas en torno a la lectura de la fuente primaria: las propias obras de Hostos y de Martí.
I. Martí: Tras la dama de piedra
Cinco tomos de las Obras completas de Martí (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975) recogen la crónica periodística de José Martí escrita en Estados Unidos y publicada en su mayor parte en medios de prensa latinoamericanos. Mucho más escribió, naturalmente, en el contorno de la gran manzana. Pero las “escenas norteamericanas”, específicamente, representan un venero sin precio redactado por un testigo excepcionalmente brillante. En sus páginas encontramos una especie de “aleph” borgiano de la ciudad de Nueva York tal como era en las últimas dos décadas del siglo XIX.
Algunos factores cosas hay que tomar en consideración antes de repasar los textos. Primero, que la visión de Martí sobre la ciudad y los problemas sociales y políticos que observa en ella van cambiando con el curso de los años. Pedro Pablo Rodríguez lleva este asunto con hilo muy fino a propósito de algunos asuntos en particular, por ejemplo, su visión de los reclamos obreros y la lucha de clases, y su diagnóstico, cada vez más próximo al que sería, y que todos conocemos, que lo llevará de la crítica de la oligarquía a la concepción de la “Roma americana” imperialista.
Segundo, es necesario tener en cuenta que gran parte de estas escenas fueron escritas para un público latinoamericano, particularmente las minorías ilustradas y la clase dirigente de nuestros países, embobada ya de admiración por los grandes adelantos y el creciente poderío económico de las nuevos Estados Unidos.
Y, tercero, que no conocemos en toda su integridad la visión martiana sobre esta sociedad y sus asuntos porque los medios periodísticos para los que escribió Martí tenían sus propias expectativas, reclamos y deseos en torno a lo que debía decirse sobre Estados Unidos de manera que en muchas ocasiones sus trabajos fueron “editados” e, incluso, censurados, pues, algunos de ellos no se publicaron.
Saber lo que acabamos de apuntar opera en dos dimensiones: primero, y la más evidente, es saber que hay omisiones y alteraciones al testimonio de Martí echas por manos ajenas a las suyas, pero además, es necesario suponer que, el propio Martí, en algún grado y sin faltar a su honestidad y honradez, pudo ejercer sobre sí algún grado de autocensura y modificar la expresión que hubiera deseado por una que pudiera anticipar tolerable para los dueños de los medios que contrataron sus servicios.
Inicia Martí sus crónicas para La Opinión Nacional de Caracas en 1881 con el propósito no sólo de de demostrar, a juicio de Rodríguez, cómo Nueva York estuvo presente en la historia estadounidense, sino cómo “esta ciudad fue, además, el laboratorio social mediante el cual se acercó y entendió los gigantescos y acelerados cambios sufridos por este país durante el decenio de los 80" (171), que lo llevaron a ver a Estados Unidos, desde entonces, como el pueblo “señor en apariencia de todos los pueblos de la tierra, y en realidad esclavo de todas las pasiones de orden bajo que perturban y pervierten a los demás pueblos” (176).
De este modo pasan a través de la inquieta y curiosa y deslumbrada mirada de Martí infinidad de asuntos y temas. Sólo en el primer tomo de estos cinco dedicados a Estados Unidos en las Obras completas, en la parte política, encontramos, sin ser detallistas o exahustivos, desde el atentado contra Garfield, las convenciones políticas, Washington, los procesos eleccionarios, la bolsa de Nueva York, la Constitución de Estados Unidos, los tratados con México, los aranceles; en la parte social, las mujeres norteamericanas y los nuevos roles que desempeñan en el campo del derecho y en las universidades, las exposiciones, Oscar Wilde, Washington Irving, Emerson, Edison, Mark Twain, pero también el pugilismo, los trabajadores, los chinos, la liga irlandesa, los alemanes, las religiones, las asociaciones de obreros, Karl Marx; y ya en un orden más diverso, la luz eléctrica, las playas, la gente de las calles, las pascuas.
En los restantes tomos, ve uno protagonizar, desde las distintas visiones de la ciudad de Nueva York en cada estación o en diferentes meses del año –digamos, Nueva York en junio, Nueva York en otoño, etc–, hasta la profunda atención que da a los procesos electorales, los barrios pobres de Nueva York en contraste con la bolsa, los grupos sociales de la ciudad y del país, como los negros, los alemanes, los indios, los gitanos, la mafia, ideas de la época como el darwinismo, y las grandes huelgas y motines obreros.
Examinando ya algunas de sus ideas pertinaces, Pedro Pablo Rodríguez observa que Martí toma siempre “el partido de los pobres” (180), y considera la inmigración europea un elemento clave para el desarrollo del país (183). Ambos elementos los ata Martí a los conflictos obreros. “En esta tierra se han de decidir –señala Martí–, aunque parezca prematura profecía, las leyes nuevas que han de gobernar al hombre que hace la labor y al que con ella mercadea. En este colosal teatro llegará a su fin el colosal problema. Aquí, donde los trabajadores son fuertes, lucharán y vencerán los trabajadores” (186). Pedro Pablo Rodríguez observa que Martí reside entonces en Brooklyn, lo que le permite entrar en contacto directo y diario con las grandes y crecientes masas de inmigrantes que se emplean en las fábricas. Además, añade Rodríguez, Nueva York era entonces el punto de residencia y centro comercial, financiero y económico de todo el país, de modo que Martí hallaba sin dificultad aquellos aspectos significativos que “indicaban los nuevos derroteros porque marcharía la nación: la gran industria moderna, el desarrollo tecnológico y científico, la explosión poblacional sustentada por los inmigrantes y los conflictos entre los grupos y clases sociales resultados de aquellos cambios que la introducían por los caminos del imperialismo norteamericano” (189).
Ante todo esto, Martí abogaba por la necesidad de incorporar a la América Latina en ese cambiante orden mundial, pero manteniendo como basamento sus rasgos de identidad y la defensa de sus propios intereses (189). Reclamó el espíritu fundador de la nación, de modo que en ningún momento cabe atribuirle una imagen antinorteamericana, pero sí la defensa de unos Estados Unidos distintos a los que históricamente se irían conformando (190). Martí sí fue antimperialista. Hostos también lo fue, como veremos.
Cuando asume Martí en el 1883 la responsabilidad de la revista La América de Nueva York, se propone “definir, avisar y poner en guardia, revelar los secretos del éxito, en apariencia, maravilloso de este país” (...) porque “hay provecho como hay peligro en la intimidad inevitable de las dos secciones del Continente Americano”, y el día de esa intimidad, añade, “se anuncia tan cercano” (196-197). Y, ¿qué ve en ella Martí entonces?
El desarroollo de una nueva modernidad en la cual “todo empuja, precipita, exaspera, exacerba, arrastra. Se tiene miedo a quedarse atrás (...) Todo es ferrocarril, teléfono, telégrafo”, dinamismo, incertidumbre, angustia, y, dicho sea con una palabra particular suya, “metalificación”, es decir, riqueza repudiable, amor al dinero.
Aprueba la inmigración de algunos sectores, pero desaprueba otros. Aprueba a los escandinavos porque vienen en familia y son agricultores. Apoya a los franceses. Pero no a los alemanes, irlandeses e italianos, porque, según dice, las inmigraciones deben coincidir y no chocar con el espíritu del país. “En los barrios pobres –de las grandes ciudades, señala Martí– es de echarse a llorar” (205). Sólo ve miseria, maridos ebrios, mujeres desesperadas, los niños “comidos por la cholera infantum” pidiendo como socorro desde sus huesos. Condena, por otra parte, el despojo de sus tierras de que son víctimas los indios. Escoge a Cleveland en la elección contra Blaine porque aquél plantea el respeto a la soberanía de las demás naciones y Blaine es un espíritu nepoleónico que siente el poder de la nación y quiere ejercitar su fuerza. De esta suerte, Martí va descubriendo la gestación de la “Roma americana” (223).
Pedro Pablo Rodríguez identifica el origen de esta visión antimperialista de Martí en tres aspectos que van adquiriendo cada vez mayor atención en sus escritos.
Primero: veía Martí que la política estadounidense se alejaba crecientemente de sus orígenes democráticos para convertirse en un negocio mercantil en manos de una oligarquía. Martí comenzó entonces a estudiar los monopolios que estaban apareciendo (los ferrocarrileros , los trusts industriales de producción de acero e hierro, del petróleo y la refinación de azúcar) (224). Fue percatándose de las estrechas relaciones entre intereses económicos y políticos, y entre los grupos de poder que se vinculaban con ambas esferas.
Segundo: En las elecciones de 1888 observa la íntima vinculación entre la oligraquía política y los monopolios en formación. (224).
Tercero: Se percata de la influencia que los nuevos intereses financieros y monopólicos mantienen sobre la política exterior de la nación que puso el propio Martí de manifiesto en sus crónicas sobre la Primera Conferencia Panamericana de 1889-1890 (225).
Pedro Pablo Rodríguez descata también cómo Martí se sintió fascinado por la creciente lucha de clases en Estados Unidos, particularmente la de los obreros y los granjeros. Para aquéllos, a propósito de la baja de salario nominal y la negativa a acortar la jornada laboral; para los granjeros, a propósito de las tarifas impuestas por los monopolios ferrocarrileros (238).
El tema social se sistematiza en Martí a partir de 1886, hasta dominar el tema de sus crónicas. Desde 1882 ya aparecía el tema de las huelgas: los molineros de Chicago, los mineros de Maryland, los herreros de Pittsburgh, las hilanderas de Lawrence y los terrapleneros de Omaha. Martí anticipa ya revueltas colosales, pero creía entonces que la protesta provenía de parte de obreros que no eran nativos del país sino de inmigrantes cargados de odios de Europa. La idea era común en la época. Es decir, siendo América la tierra de la promisión y la felicidad, los odios sociales tenían que venir del extranjero (241).
Pero con el tiempo siguió observando Martí cómo los ricos se organizaban contra los pobres detrás del aparato del estado. En 1883 publica en sus juicios sobre Karl Marx que “el monopolio está sentado como un gigante implacable a la puerta de todos los pobres”, y añade: “El monopolio es un gigante negro. El rayo tiene suspendido sobre la cabeza. Los truenos le están zumbando en los oídos. Debajo de los pies le arden volcanes. La tiranía acorralada en lo político, reaparece en lo comercial. Este país industrial tiene un tirano industrial” (247).
En 1886 Martí hace una extensa crónica de la huelga de los tranviarios de Nueva York que paralizó la ciudad. Martí escribe sobre esto para México y para Argentina, hablando de la “revolución del trabajo” de manera que se entienda cómo la acción unida de los trabajadores afectó la ciudad y la nación entera (249). Pero Martí mantiene aún hacia los obreros una actitud ambivalente. Por un lado simpatiza con los obreros pero, por el otro, censura y teme el ejercicio de la violencia, aunque censure también la violencia de los rompehuelgas. Para Martí, “la justicia de una causa es deslucida muchas veces por la ignorancia y el exceso en la manera de pedirla” (250). Martí confiaba todavía entonces en la capacidad del sistema democrático estadounidense para enmendar sus errores.
Será, a juicio de Rodríguez, el proceso contra los siete anarquistas de Chicago lo que contribuirá a radicalizar la perspectiva martiana del problema obrero. Inicialmente condenará, nuevamente, el ejercicio de la violencia por parte de los anarquistas, pero su confianza en la capacidad regenerativa del estado norteamericano se viene a pique ya para el 1887, como resultado, principalmente, de su continuo examen de la cuestión. “Los que deseen hablar con juicio sobre la condición de los obreros deben apearse a ellos, y conocer de cerca su miseria”, apunta Martí. Añade: “Los mercenarios cargan sobre los niños, y matan de un balazo a uno de ellos. ¿Qué han hecho los huelguistas? ¿Se han encendido en furia? ¿Han devuelto muerte por muerte? ¿Han despedazado con los dientes la tablazón que guarda las riquezas de la compañía? No.” Martí propone una serie de reformas urgentes para evitar que la “nación de obreros en la sombra haga batalla a la nación legal de propietarios” (266).
Este es su examen de la cuestión:
“La guerra que aseguró la Unión y el crédito, creó una generación de agiotistas venturosos, sin práctica ni fe en una libertad oscurecida por la arrogancia del triunfo y sin respeto por las instituciones trocadas en comercio por los encargados de conservarlas. Creó esta generación tribunales serviles y Senados de millonarios, y ha llegado a hacer de la Casa de Representantes, de la fuente de las leyes, un mercado abierto donde éstas se venden y se compran, un cónclave inicuo de agentes poderosos solicitantes o de empresas ricas. Y esta generación ahora se niega, cuando el país se siente rendido y vuelve en sí, a abandonar esta vida de robos disfrazados, a devolver lo que ha adquirido ilegalmente, a permitir que la nación se limpie de ellos y se reconstituya” (267).
Tras la muerte de los anarquistas, Martí apunta colérico: “Esta república, por el culto desmedido a la riqueza ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos. (...) De una apacible aldea pasmosa se convirtió la república en una monarquía disimulada”: una monarquía imperial, cesárea, la Roma americana (272). En esa visión imperial del nuevo país que echa a pique sus fabulosas promesas, la Estatua de la Libertadha perdido su aliento de vida, trocándose en una dama de piedra que en todo caso representa un sueño foráneo y un emblema de la infatuación de la ironía.
II. Hostos: La estatua al revés
Al visitar ahora la obra de Hostos, damos, ciertamente, un paso atrás en el tiempo. Pero lo hacemos con la confianza de que el análisis del pensamiento de Martí que hemos realizado con la ayuda de Pedro Pablo Rodríguez, nos ayude a comprender mejor a Hostos, pues, desafortunadamente, hay muchos aspectos de Hostos que no han sido aquilatados con justa perspectiva. Para el examen de Hostos habrá que repasar, al menos, los dos tomos del Diario conocido, el tomo de su Viaje al sur, el del Tratado de Moral, el de Hombres e ideas, el de Temas cubanos, y algunas cartas, páginas íntimas e, incluso, páginas inéditas. Asimismo, habrá que seguir de cerca el itinerario de sus peregrinaciones, pues la obra de Hostos vinculada a la ciudad de Nueva York, se ubica en diferentes espacios. Su primera llegada es el 31 de octubre de 1869. Pero regresa en el 1874, tras su viaje al sur, y nuevamente en el 1876 y en el 1898, a propósito de la Guerra Hispanoantillana y norteamericana.
Al comenzar el examen de los textos de Hostos, urge tener en cuenta que, a diferencia de José Martí, que posee una razón analógica arraigada en el símil y la alegoría, la razón de Hostos es preeminentemente deductiva-inductiva. Ese rasgo del discurso, amén de una muy diferente perspectiva que señalaremos en breve, le dan al discurso de Hostos una tesitura marcadamente diferente a la de Martí. Además, no hay que olvidar que los artículos de Martí utilizados por Pedro Pablo Rodríguez son trabajos preparados con cuidado y esmero por Martí para ser leídos por un público ilustrado. Aunque algunos de los textos de Hostos que citaremos aquí cumplen con ese linaje, otros no, pues, o son páginas de su diario –diario que era, por cierto, uno verdadero, y no una pantalla de exhibición literaria–, o son sus cartas, o textos de oratoria para mítines o artículos escritos para arengar o propagandizar.
Hostos, aquél que dijo en una ocasión, “hablaros de las Antillas es hablaros de mí mismo”, nos devela ahora otra prueba patente de la verdad de sus palabras. El Diario que conocemos por la edición de las Obras completas de 1939, tiene dos tomos que suman poco más de 800 páginas. Pues, ocurre que, poco más de 400 páginas, es decir, poco más de la mitad, están escritas en la ciudad de Nueva York, de manera que cabría decir que el Diario de Hostos es una obra neoyorkina.
Empero, Hostos no narra en el Diario las peripecias exteriores de su lucha revolucionaria: nos nos refiere los sucesos, las anécdotas, la teoría que va evolucionando en su cerebro, no detalla las controversias y los conflictos concretos, sino la parte íntima, el perfil, el contorno o la imbricación sicológica de personas y cosas, el análisis del choque de caracteres. Sí alude a las personas y, como de canto, nos refiere las reuniones, las asambleas, los mítines, las controversias, pero son apenas referencias hechas al vuelo, de refilón, de paso, no se detiene en ellas, no da detalles, como hace Martí, que parece que quisiera atrapar todo lo que ve y colocar la muchedumbre entera, el entorno completo, sin que falte el detalle en apariencia nimio, en su visión empapelada. Hostos, en cambio, es así, casi siempre, pues varía sustancialmente en la parte del Diario de 1898, cuando las páginas adquieren un carácter menos reflexivo e intimista y más concreto y exteriorista. De manera que la experiencia neoyorkina de Hostos, al menos en lo que concierne al Diario, que es la fuente principal, no nos es referida a través del registro claro de sus protagonistas o la descripción vívida del contorno físico o humano, sino a través de aquello que cabe ver reflejado en sus “sondeos”, como gustaba decirle él al análisis ya fuera de su mismidad, como de la intimidad de los otros. Hostos no ve los rostros ni las cosas, sino la intención detrás del rostro, y la utilidad o inconveniencia de las cosas. No nos da el dato sino la significación del dato. Lo demás, son casi sombras.
La experiencia neoyorkina para Hostos
Comencemos por lo que podemos llamar su escritura lavada. La expresión se nos ocurre a partir de una alusión de Hostos a la extrema pobreza en que vive que lo hace escribir, por carecer de mesa, sobre el lavabo, después de remover los útiles. La pobreza de Hostos es uno de los componentes más patéticos de su experiencia neoyorkina. Es una constante que lo acecha desde su llegada en el 1869, y que no mejora en absoluto tras su excitante periplo por los países de la América del Sur. La pobreza nos pone en evidencia rasgos capitales de ese carácter de acero de Hostos, pero, más importante aún, la naturaleza insobornable y abnegada hasta el martirio de su compromiso tanto con la revolución de Puerto Rico como con la de Cuba.
A poco más de un mes de su llegada a Nueva York, Hostos comenta que como no tiene papel no ha podido “sondearse” durante un mes. En efecto, hay un lapso de casi 30 días entre esta entrada del 7 de diciembre y la anterior del 8 de noviembre. La pobreza se debe a que nadie le ofrece trabajo. La situación de Hostos se complica porque, por un lado, rehusa recibir nada de parte de los cubanos porque combate arduamente su inclinación a la anexión, por otro lado se niega a recibir cualquier ayuda, aunque sea anónima, que no responda a una compensación razonable por un trabajo realizado, y finalmente, porque no acepta ninguna tarea que lo comprometa de tal forma que pueda impedirle participar de una expedición que salga repentinamente a una de sus islas.
El 9 de enero de 1870, nieva copiosamente. Hostos dice que pudiera ello ser una “noticia poética” si tuviera una habitación preparada para el frío, pero el caso es que su habitación es de trece pies y medio de largo por sólo seis de ancho, tiene una estera insuficiente, un cristal roto en la ventana, paredes desnudas, una silla de verano, una cama de venta con alguna manta, y, lo peor de todo, un lugar de diligencias necesarias en el patio, y abierto a todos los vientos. Concluye que es uno de los “desheredados” de la tierra (208-209).
En 1874 su situación no sólo no había mejorado, sino que era peor: escribe sobre el lavabo (II, 146); vive de limosna (II, 147); el frío lo atormenta pues carece de recursos para preservarse de él (II, 160); para comer, con frecuencia, tiene que bastarle un poco de pan, café, mantequilla y una pasta fría (II, 161); camina con un sobretodo de verano para combatir el frío de invierno, lo que casi le costó una oreja (II, 175); cuando no tiene ni para el café, toma agua de tamarindo. Cambia de pensión en varias oportunidades. En una ocasión, un cuarto sin ventana, ni a la calle ni al patio, totalmente oscuro. Trabaja más que nadie pero recibe en recompensa menos que todos (II, 170). Algunos parecen considerarlo una “máquina” de producir artículos que nadie le paga (II, 169), pero lo cierto es que muchas veces no le alcanza tampoco para pagar el franqueo para enviar los artículos a su destino (II, 176). Sigue rechazando todo lo que le impida embarcarse de inmediato en una expedición, y rehusa, incluso, los 100 pesos que se le da a cada expedicionario para que se prepare y apertreche para el viaje, por su resistencia a aceptar de los cubanos nada, nada a cambio de su vida (II, 162). En una ocasión, se ve obligado a aceptar, de un chileno enviado como representante de la exposición de Chile en Estados Unidos, su alojamiento compartido. Sólo este extranjero le ofreció a Hostos hospitalidad en Nueva York. Pero se trata de Arturo Villarroel, un hombre “que no come en ninguna parte” y a quien Hostos se ve obligado a invitar a comer en una fonda (II, 168). Lo peor de esta historia del Hostos lazarillo, es que su pobreza, con la consiguiente falta de ropa presentable, lo reduce ante los ojos de los demás como un “impotente para todo” (II, 274) y, en ocasiones, lo obliga a recluirse (II, 163). En estas condiciones, consiguió suficiente para hacer reparar los zapatos con los que visitó la Araucanía, porque con esa tierra en los zapatos, dice, “no se puede huir” (II, 168).
Sin embargo, Hostos disfruta de lecturas gratuitas en el Cooper Institute, y del ejercicio que en la forma de un paseo matutino y otro vespertino hace por la ciudad neoyorkina. En la mañana, 30 minutos. En la tarde va por Houston Street hasta South 5th Ave., y Washington Square, y sigue por la Quinta Avenida hasta el Madison Square, desde donde vuelve por la Sexta Avenida. No sabe inglés, pero está resuelto a aprenderlo, y toma clases (I, 245 y 338). Se detiene a escuchar en los mítines de la calle. Así, por ejemplo, en uno religioso en Washington Square, o su prolija descripción del 4 de julio de 1870, con la animada Broadway, las milicias, los mil pobladores de las calles que suponía en su mayoría inmigrantes, hasta el punto de referirse a la ciudad de Nueva York como la “hospedería del mundo”. En Central Park le asombra la hospitalidad de la ciudad al constatar que al “please keep off the grass” lo habían sustituido por un “visitors are allowed today on the lawn, where the word common is put” (I, 342). Pero hace un calor de 95 grados.
El entorno neyorkino
Mientras, va examinando atentamente su entorno, y estudiando a Nueva York y a la nación. Las alusiones a personajes políticos son constantes, desde Grant, Sumner y Fish, entre otros, hasta los diferentes órganos de prensa que consulta, como el Herald, The Sun, The Evening Post. Pero también observa directamente lo que ocurre en las calles. Allí se encuentra en reuniones de negros de la iglesia Episcopal y expresa su gozo de luchar por verlos libres. Ve una parada de negros que toman en Nueva York posesión de sus derechos (I, 292). No nos puede sorprender, entonces, que exprese reiteradamente su deseo de viajar a Haití en donde trabajaría a la vez por la revolución armada de Puerto Rico y Cuba y por su pensamiento federal de las Antillas (I, 214 y 216).
El problema de la emigración china y de la lucha con los indios también le llama poderosamente la atención. En una ocasión apunta lo siguiente: “A esta pujante sociedad hoy la agitan dos cuestiones: la lucha con los indios y la inmigración de los chinos. En una y otra, el problema del trabajo, de la producción, de la riqueza, de la población en situaciones distintas”. Al respecto de los indios, denuncia la “expansión ciega, fuerza y exterminio”. A propósito de los chinos, la “violencia con que los traen una compañía de especuladores por la demanda de trabajo mucho más barato que el europeo”. Hostos no deja de notar la nueva esclavitud a la que éstos son sometidos, ni deja de reflexionar en torno a la lucha de los inmigrantes chinos y los europeos por el nivel del salario (I, 336).
También observa, más allá del contorno de la nación inmediata, los conflictos entre Francia y Alemania que los llevarán a la guerra. Amén de alegrarse por el anuncio de un intento de unión entre España y Portugal, sobre el conflicto de aquéllos otros declara: “La guerra de Europa va perdiendo el carácter de duelo a muerte entre poderosos, para convertirse en lucha de intereses y por intereses” (I, 377, 382).
Las organizaciones de la emigración
La situación de las organizaciones de la emigración antillana ha sido relatada en varias oportunidades. Germán Delgado Pasapera ha hecho una muy buena relación en su libro, Puerto Rico: las luchas emancipadoras. Algunas cosas habría que repetir y otras que aclarar. En primer término, cierto es que fue desafortunado que Hostos y Betances no lograran entenderse en este encuentro en Nueva York de 1869-1870. Betances desconfiaba de las ideas de Hostos y de su capacidad para la política discreta y la acción secreta que requería la planificación de la insurrección de las islas. Por eso mantuvo a Hostos ajeno a sus planes y propósitos. Hostos, por su parte, de espalda, como se ha dicho, a esta información de Betances, receló de él, mal interpretó sus silencios y ambicionó colocarse en una posición de liderato.
Algunos han reducido este conflicto a un choque de personalidades, o partiendo de la idea de que Betances tenía que ser la cabeza indiscutible de la revolución, el patriarca de la antillanidad, la pretensión dirigente de Hostos era censurable. A mi juicio estas observaciones son extemporáneas y pretenden anticipar el perfil definitivo de figuras que estaban entonces en proceso de construcción de lo que sería eventualmente su imagen histórica, es decir, en proceso de ser. Ambos, Hostos y Betances, rectificaron posteriormente sus mutuos aprecios y enmendaron sus actitudes de aquellos tiempos. Pero el juicio de las figuras históricas a veces nos trae sorpresas. Así, por ejemplo, Betances, el ardiente revolucionario que en destemplado ademán de grito lo fijó el arte de Lorenzo Homar, es visto por sus contemporáneos, y así mismo lo describe Delgado Pasapera, como un frío calculador, un conspirador con cara de jugador de póker. En cambio Hostos, a quien la posteridad contempla como el maestro, el intelectual, el filósofo de los equilibrios, se veía a sí mismo y era visto por sus contemporáneos, como un hombre fogoso, totalmente apasionado y arrastrado por la impaciencia y la indignación presta a explotar a la menor provocación. Los escritos didácticos de Hostos son culpables de esta distorsión en el carácter de un hombre cuyas pasiones absorbentes consumían su cuerpo y le generaban toda suerte de malestares sicosomáticos, particularmente sobre su aparato digestivo y sobre su cerebro. Llegó a pensar que los dolores que sufría en el “cerebelo” eran signos de una locura incipiente. Por todo lo anterior, Hostos plantea la posibilidad de que las páginas de su Diario pudieran ser alguna vez “una fuente de estudios sicológicos” (I, 194). A veces también olvidamos que los compiladores de las Obras completas de Hostos del 1939 y del volumen España y América, enmendaron los textos de Hostos para hacerlo parecer más suave, contemporanizador y lenitivo, menos crudo, rudo y destemplado de lo que en verdad fue.
Además, es necesario tener en cuenta que la visión de estas figuras no era una, sino varias, porque los distintos sectores de la emigración, y las distintas clases que la componían, veían a estas figuras con ojos diferentes. A propósito de las Memorias de Bernardo Vega, José Luis González observa que Vega señala que Martí era visto al principio con recelo y frialdad por los tabaqueros puertorriqueños de Nueva York hasta que Sotero Figueroa, el periodista mulato de extracción popular, logró que éstos vencieran su “recelo de clase” para con Martí (13). En cambio, a pesar del distanciamiento entre Hostos y Betances, los artesanos de la época acogían, según Vega, cálidamente las ideas del mayagüezano (93), y tras la retirada de Hostos de Nueva York, continúa testimoniando Vega, no volvió a vivirse la exaltación de ideas hasta la llegada de Martí (101).
Pero el problema grave fue la falta de unidad y de organización imperante en esa emigración antillana, dividida por una opción política fundamental: la abierta aspiración anexionista de la mayor parte de esa emigración, particularmente, dentro de las organizaciones cubanas independentistas. Hostos se dedicó a combatir abiertamente a los independentistas anexionistas. Su credo político desde 1863 era la Confederación de las Antillas. Entonces, en 1863, y durante su época española, como parte de una federación hispánica que integraba a la propia península. En ese sentido Hostos no era entonces independentista, pero no lo era porque su aspiración era aún más alta que la independencia: su meta era la libertad.
La estrategia de la libertad
A mi juicio es erróneo reducir la ideología del joven Hostos a un simple reformismo. Hostos buscaba crear en España una república democrática radical, en total ruptura con el régimen monárquico, en la que las provincias se convirtieran en estados federados. Su punto de partida eran los Estados Unidos y el régimen especial que Inglaterra le otorgaba a Canadá. Su fundamento teórico era que la pobreza de las Antillas y la proximidad a unos Estados Unidos en expansión continua, requerían un régimen de esta naturaleza que pudiera garantizar la libertad de las islas. La distinción entre libertad e independencia es continuamente articulada en los escritos de Hostos. A todo lo largo de su obra Hostos desarrolló diferentes modalidades de esta relación política especial que propone, pero siguiendo siempre el principio federativo, pues estaba seguro de la inviabilidad, tanto en el plano político como en el económico, de las islas independientes. Inicialmente, incluía a España, posteriormente sólo las Antillas, a veces incluyendo a Jamaica y a Haití, a veces, pensando en una relación de asociación políticoeconómica de todo el continente americano. Pero la visión más reiterada y conocida es aquélla en la que una América del Sur unida, y la América del Norte, ambas confederadas por separado, establecen lazos de asociación con unas Antillas que cumplirían una función de enlace entre los dos grandes segmentos americanos. En la temprana visión de Hostos de estos asuntos, ya desde esta época de su primera visita a Nueva York, hay una comprensión de la amenaza que representa Estados Unidos en términos de su política expansionista, de manera que la idea que propone aspira a evitar, como quiso hacer Martí 25 años después, que Estados Unidos tomara ese nefasto rumbo. Repasemos los textos.
El Hostos que llega a Nueva York es un Hostos que ha roto con su estrategia política de 1863 pero no con la finalidad libertadora que instrumentó esa estrategia. Por eso Hostos puede decir, reiteradamente, a lo largo de los años por venir, y durante décadas, que desde 1863 está consagrado a la misma causa, la causa de la libertad de las Antillas (I, 274, 281 y otras). El Hostos que luchó en España al lado de los españoles que buscaban terminar con el absolutismo monárquico tenía como meta verdadera el reconocimiento de la soberanía de las islas. En carta escrita en Nueva York a Manuel y Guillermo Matta, en Chile, Hostos comenta que Sagasta y demás hombres del nuevo gobierno español, “sabían que yo buscaba la independencia de las Antillas detrás de la libertad de España”, es decir, que Hostos pudo “imaginar posible –como apunta más adelante– la independencia con España” (II, 114-115). Es por eso que no le bastó el triunfo de sus ideas en la península si ese triunfo no se hacía efectivo en las Antillas. Tan es así, que Hostos rompe entonces, por esa sola razón, con sus correligionarios y se lanza a la búsqueda de una solución fuera del marco español.
La determinación de lanzarse a la revolución armada y de sumarse a la primera expedición que salga, lo lleva a ser en Nueva York un crítico impaciente de las organizaciones que a su juicio están indecisas, ineficientes, sin ideas y sin recursos. Asistimos a un Hostos que despliega una actividad intensa y constante a pesar de su pobreza y a pesar de esa indecisión que en la intimidad de su diario se atribuye, aunque nadie la vea. Y vemos cómo va ganando confianza y fuerza el orador, según participa en los mítines de los clubes. El 12 de enero de 1870 invierte el artículo primero del Partido Revolucionario Cubano. Dice: “Yo estoy en Nueva York para hacer la revolución de Puerto Rico y contribuir al desarrollo de la de Cuba” (I, 220).
Las Antillas y los Estados Unidos
Pero lo que más nos interesa de momento es la concepción revolucionaria de Hostos al respecto de las Antillas, cómo ésta se expresa en el contexto de sus días neoyorkinos y cómo se manifiesta su visión política de los Estados Unidos. Desde su llegada, como hemos apuntado antes, Hostos manifiesta su propósito de luchar por la independencia de las Antillas como estrategia para alcanzar un fin más alto: la libertad. Venía escribiendo sobre el tema de las Antillas desde 1865 para la prensa española. Ese año, justamente, publica tres artículos sobre Puerto Rico, y también tres sobre Cuba, pero además otros 25 trabajos sobre el problema de las Antillas. La primera anotación de su Diario neoyorkino se refiere a un artículo titulado, “La situación de las Antillas”, en el que declara que “lo primero que se ha de buscar en ellas ha de ser la independencia. Anexionarlas –añade– es una indignidad y una torpeza: si se teme la fuerza de la anexión, prepárese la federación: ésta se presenta en el movimiento actual de Santo Domingo y Haití” (I, 191). Como puede verse, Hostos utiliza la federación de las Antillas como un escudo contra la anexión. Y sus palabras de esos años incluyen en su modelo a la república de Haití. Como las amenazas a la libertad son tantas en estas islas, Hostos puede afirmar que acaso “las Antillas no sean libres aunque sean independientes” (I, 197). No obstante, se reafirma en su propósito: “Yo tengo que hacer independiente a Puerto Rico, porque yo quiero la libertad después de la independencia” (I, 207).
Del 12 de enero de 1870 son estas clarísimas expresiones de Hostos sobre la amenaza de la anexión que pesa sobre la Antillas: “Las Antillas tienen condiciones para la vida independiente, y quiero absolutamente sustraerlas a la atracción americana. (...) Yo creo que la anexión sería la absorción, y que la absorción es un hecho real, material, patente, tangible, numerable, que no sólo consiste en el sucesivo abandono de las islas por la raza nativa, sino en el inmediato triunfo económico de la raza anexionista, y por tanto, en el empobrecimiento de la raza anexionada” (I, 221).
Justo ahí, traza este retrato de los Estados Unidos: “Yo conozco a los americanos, en el momento actual. Son fuertes, son activos, son laboriosos, y aman aquella libertad de hecho que pone a salvo todas las propiedades, así las del trabajo como las del pensamiento, así las de la tierra como las de la conciencia. (...) Pero como, de todos los pueblos de la tierra, es el único que no ha sufrido (...) le sucede lo que a individuos de vida fácil, que son fríos por ser felices y son ambiciosos por ser fríos, y es frío porque ha luchado poco y es ambicioso porque cree y le hacen creer que la felicidad se aumenta con la extensión de lo que se cree felicidad”. Unas pocas líneas más tarde, Hostos llora “la ambición territorial” de ese país.
En marzo de 1870, Hostos confiesa su temor de que la suerte de las Antillas quede comprometida para siempre si en Estados Unidos “triunfan los intereses y segundas intenciones de la oligarquía plutocrática e intelectual” (I, 284). Pensando en las presiones del gobierno federal contra Santo Domingo, Hostos vuelve a formular, acto seguido, su utopía del porvenir americano: Todos los miembros el continente, las islas y la tierra firme deberán servir a la idea de la unidad de la libertad por la federación de las naciones y a la unidad de las razas por la fusión de todas ellas. En el norte, la fusión de las razas europeas; en el sur, la fusión de las razas europeas con la raza indígena. Entre esas dos grandes masas continentales, las Antillas serán el lazo de unión de tipos, ideas, razas y caracteres. “Las Antillas son, políticamente –dice Hostos en 1870–, el fiel de la balanza, el verdadero lazo federal de la gigantesca federación del porvenir, el crisol definitivo de
las razas” (I,285).
Aunque el Club de Artesanos quiso enviar a Hostos para una misión en París, su camino lo llevó a la conocida peregrinación por los países del sur. Dejamos un momento la relación de notas de su Diario, para acogernos a otro diario diferente que escribe Hostos en esos días, el diario de su crónica de viajes. Tras dejar atrás Colombia, Hostos se detiene en Panamá a esperar una oportunidad para continuar su vaje al Perú. La situación del istmo estaba candente entonces, y Hostos no puede pasar por alto la importancia política e económica del istmo. Por esa razón, y tras asegurar que Panamá pertenece a la humanidad, formula una nueva idea de confederación integrada entonces por los países de Centroamérica y Panamá y las tres grandes Antillas. Esa confederación sería la intermediaria de las dos grandes masas continentales y su misión histórica sería la de “mantenerlas” en sus límites (VI, 79). Es entonces que Hostos retoma su temor por la ambición expansionista norteamericana, al indicar que es ése su “único temor”, el temor muy vivo que, por sus “formas colosales”, le inspira el porvenir de la democracia americana.
Hostos aclara que no puede sentir rencor por los angloamericanos, pero que es “implacable enemigo de las anexiones” y áspero opositor de sus “ambiciones territoriales”. Acto seguido, en cambio, enumera algunos de los motivos que le inspiran admiración, y luego sus reservas. Entre las reservas, señala, las tendencias absorbentes mostradas contra México y Santo Domingo; su repulsión contra los latinoamericanos; el principio egoísta de supremacía continental de la doctrina Monroe; el ideal de ocupación de todo el continente norte, archipiélago incluido; su oposición a la independencia de los países del sur; y, finalmente, su esperanza de usufructuar la desgracia y la debilidad de los países hermanos del sur (VI, 81-82).
Pero Hostos va un poco más lejos al expresar su esperanza de que si las Antillas llegaran a tiempo a su independencia y lograran constituir oportunamente una confederación, podrían frenar una de las “más formidables incognitas del porvenir”, frenando el “desarrollo morboso de la federación americana” y atajando sus “tendencias absorbentes” (VI, 83). Lo mismo apunta al final de un artículo publicado en Buenos Aires, con el título “Con El Correo Español” (IX, 298-307). Tras concluir que la independencia de las Antillas y su subsiguiente federación es su destino lógico, indica que ello es así “porque establecería en lo futuro el equilibrio continental americano, impidiendo por medio de esas islas y de todo el Archipiélago, que concluirá por formar con ellas un todo político, las absorciones que se suponen destino manifiesto de los Estados Unidos”.
Otros textos de 1874 confirmación esta visión de un Estados Unidos en tránsito al imperialismo. Me refiero a unas crónicas escritas (inéditas) desde Nueva York en el 1874, para el diario La República de Santiago de Chile. En la crónica del 30 de septiembre Hostos comienza estableciendo la necesidad de ver, sin el amparo de la “admiración irreflexiva”, a los Estados Unidos porque esa admiración “impone errores formidables”. Como vimos que hará Martí casi trece años después, en Nueva York, y para El Partido Liberal de México, Hostos también se remite, en su examen de la cuestión, a la Guerra Civil. Elogia los motivos –que más adelante cuestiona– y los efectos de la guerra, pero se pregunta si los beneficios obtenidos han salvado al país de la adulteración de sus instituciones. Acto seguido destaca el desnivel entre el progreso físico de la industria, la riqueza y el bienestar orgánico sobre el progreso moral e intelectual. No olvida señalar el advenimiento del personalismo en la política. Critica su egoísmo, su exclusivismo, su ambición, su incapacidad para adecuar la política a los principios de su propia vida. En lugar de promover la libertad en el mundo, la dirección de sus esfuerzos va encaminado al dinero por una política miseranda, unas instituciones debilitadas a los 98 años, una federación falseada y virtualmente destrozada por la prueba de la guerra, una aclimatación en el país de los errores sociales y políticos de otros países y de otras épocas, una inmoralidad administrativa y social que minan, a su parecer, el juicio público. Hostos no olvida apuntar la necesidad de combatir el desdén norteamericano hacia los países del sur que no conoce.
Otro trabajo de 1874 encontramos alusivo a estos asuntos y publicado en Buenos Aires. Se trata del titulado “Cuba y los Estados Unidos” (IX, 287-291), como refutación de unas afirmaciones publicadas en un periódico francés de La Plata referentes a la guerra de Cuba que favorecen la anexión de la isla por parte de Estados Unidos. Hostos combate la idea con vehemencia y termina con esta afirmación: “Los Estados Unidos han sido casi tan crueles y tan torpes como España con nosotros, y tendrán que conquistar a Cuba si quisieran añadir otra estrella a su bandera”: “podrán poseernos destruidos; pero enteros, no!”
Dos trabajos de principios de 1875 encontramos escritos en Nueva York y publicados en Mundo Nuevo - América Ilustrada. Uno es un trabajo sobre Jorge Wáshington (XIV, 13-16) y el otro sobre Andrés (Andrew) Johnson (XIV, 17-23). En el primero de ellos, tras comparar a Wáshington con Bolívar y San Martín, Hostos concluye que Wáshington fue un hombre grande eclipsado por un gran pueblo. Empero, al remitirlo al presente de Hostos, brota el contraste, de manera que puede decir que los actos más naturales de la vida pública de aquél se convertían en “ejemplos dificiles a ambiciosos sucesores de él”, de manera que su vida es una “protesta contra la degeneración que era imposible preveer”, pues “mucho y mal camino se ha andado desde entonces”. El trabajo sobre Johnson, el sucesor de Lincoln, revierte mayor interés, porque Hostos acredita en él la “adulteración” histórica en el desarrollo de la democracia norteamericana a la Guerra Civil. Según Hostos, en la guerra se ventilaron dos conflictos: la más corruptora de las instituciones, es decir, la abolición de la esclavitud, y la acción centralizadora del poder federal. El país se dejó llevar por la dificultad mejor vista, de manera que perdió de perspectiva que el triunfo de la abolición vino de la mano con la vigorización “abusiva” del gobierno federal de la que sacaron partido los ambiciosos de poder a costa de la autonomía absoluta de los estados.
De los principios
En mayo de 1875 Hostos viajó a la República Dominicana, y regresó a Nueva York un año después, hacia abril de 1876. En Nueva York permaneció hasta abril de 1877, pero no escribió diarios. No regresó a la ciudad hasta el 1898. Curiosamente, cada una de las cuatro estancias de Hostos en la ciudad –ya fuera la de 1869, la de 1874, la de 1876 y la de 1898–, duró aproximadamente un año. Uno de los trabajos más importantes escritos en este periodo neoyorkino de 1876 lo fue el Programa de los Independientes que Martí conoció ese mismo año en México, reseñándolo para El Federalista, y calificándolo como un “catecismo” de la democracia. El texto de casi 40 páginas, publicado dentro del Diario en las Obras completas de Hostos de 1939 (II, 220-259), examina lo que deben ser los principios de la Liga de los Independientes que combaten por la revolución de las Antillas. Éstos son: el principio de Libertad, el de autoridad, de igualdad, de separación de poderes, de nacionalidad, y de expansión. En el exordio que los precede, Hostos observa lo siguiente: “Próxima ya la hora en que los combatientes activos y pasivos de la Independencia han de ser llamados a una obra de razón más larga, ningún patriota de razón puede resignar la responsabilidad que ha de tocarle en la tarea de constituir en la libertad la sociedad desorganizada que dejará la guerra y que deja siempre la educación mortífera del coloniaje”. Esto es, nuevamente, que independencia y libertad son dos cosas distintas, y que tanto la guerra, como la colonia, son agentes de perturbación y desorden social. Por eso pudo decir también, en los Estatutos de la Liga de los Independientes, que la conquista de la independencia es un simple paso hacia la obra ulterior de libertad política, religiosa, económica e intelectual (II, 227). En estos principios, la Libertad es el único de los principios escrito con mayúscula inicial, es el primero de los principios expuestos, y es el principio que expresa la concepción más encumbrada. Hostos pudo decir en estas líneas estas palabras que no tienen olvido: “La libertad es un modo absolutamente indispensable de vivir” (II, 236). Al hablar del principio de expansión tocará nuevamente el tema de la Confederación de las Antillas y repetirá el tropo utilizado en sus páginas íntimas para referirse a ellas, tropo que utilizará posteriormente Martí: me refiero a la metáfora del “fiel de la balanza” (II, 257).
En los años ochenta, Hostos despliega su tarea educativa revolucionaria tanto en la República Dominicana como en la República de Chile. Entre los innumerables textos escritos en esa década recordamos para efecto de este texto sólo dos. Uno de ellos, un clásico hostosiano inolvidable: Moral social (1888). El otro, un texto de Hostos frecuentemente olvidado: la Geografía política universal (1884?). Del cotejo de uno y otro texto, escritos, según parece, con muy pocos años de diferencia, y a propósito de su esfuerzo por desarrollar textos para los cursos que instituyó, se desprenden lo que a primera vista parecen inconsecuencias. Comentamos la Geografía porque en ella hace un examen, desde el punto de vista de la geografía política, de los Estados Unidos. Los datos que refiere parecen estar tomados de registros publicados a principios de esa década. Hostos destaca allí el liderato mundial que en material industrial han alcanzado los Estados Unidos, gracias al vapor, la electricidad y el ferrocarril, pero sin olvidar la imprenta y el impulso dado al pensamiento, entre otros elementos que menciona. El desarrollo del país, a su juicio “portentoso”, le ha permitido levantar el más alto grado de civilización del mundo, de manera que en su opinión se presenta como el país donde está más organizada la libertad (XX.III, 253-254). Como nota pertinente al comentario, que refresca además su interpretación del coloniaje como enfermedad, Hostos apunta en otra parte, a propósito de Puerto Rico, que “civilización sin independencia, civilización sin libertad, civilización sin derechos, civilización sin dominio sobre el territorio y sus bienes materiales o morales (...) no es posible” (XX.III, 360). La falta de libertad que hay en las colonias las anula como países, de manera que Hostos considera que carece de patria.
En Moral social, en cambio, Hostos destaca en la introducción la importancia del tema de civilización y barbarie. Alega, a propósito de él, que es precisamente la enorme divergencia y el insalvable contraste entre el extraordinario progreso material y el cuestionable progreso moral uno de los más formidables enigmas del porvenir. Le dolía la “incapacidad de la civilización contemporánea para hacer omnilateral –de todos– el progreso de la humanidad” (Tratado de moral, Obras completas (2000). IX.I, 191), de manera que “han podido renovarse en Europa y América –dice– las vergüenzas de las guerras de conquista, la vergüenza de la primacía de la fuerza sobre el derecho... la renovación de las persecuciones infames y cobardes de la Edad Media europea” (IX.I, 193).
La vil repartición del mundo a través de guerras de conquista que tienen como fundamento verdadero el robo de recursos de pueblos alrededor del mundo, lleva a Hostos a declarar lo siguiente: “Se buscan acá y allá, principalmente en América y en Oceanía (todavía el petróleo no tenía mucha importancia táctica), islas estratégicas que gobiernen mares, estrechos y canales, y que aseguren la primacía comercial, y en caso de querella, la prepotencia militar del ocupante; se rebuscan los escondrijos de nuestro Continente, que se cree o se aparenta creer que no tienen dueño; se registra de norte a sur, de este a oeste, de Guinea a Egipto, del Delta al Níger, el continente negro; en África, en América y en Oceanía, hoy como en los siglos XV y XVI, se ocupan territorios y jurisdicciones con la misma llaneza con que Colón ocupa las Antillas, con que Vasco Núñez de Balboa toma posesión del mar del sur, con que Vasco de Gama declara portuguesa una población de más de doscientos millones de hindús”... (IX.I, 194)
En otra página brillante, Hostos el educador, Hostos el demócrata, Hostos el moralista problemático, se pregunta: “qué ha sido de los indígenas de Australia? ¿Qué ha sido de los indígenas de las Antillas? ¿Qué ha sido de los indígenas del Perú, de México, del Brasil, de la Argentina? ¿Qué de los pecuodes, de los narragansets, de los natches? ¿Qué de aquellos dulces, pacíficos, benévolos, inofensivos habitantes de la Acadia canadiense, que ni siquiera eran salvajes, que ni siquiera eran de raza distinta, puesto que eran franceses, defensores de Francia y del derecho de Francia en la despiadada guerra de desalojo que contra ella hizo Inglaterra en el Canadá?” (IX.I, 195)
Hostos se percata de cómo ha venido en auxilio de los conquistadores la política darwinista que tanta mecha y combustible generó más tarde en el fascismo europero. El “problema darwiniano” –observa Hostos, como vimos que lo comentará años más tarde Martí– se proclamó lo mismo en el “Far West” (IX.I, 198), desalojando poco a poco de los territorios que según pactos previos ocupaban los autóctonos americanos, que en Australia. “Usufructúan –añade– la teoría de la selección y atribuyen a la lucha biológica la aterradora ruina de mil sociedades que, en todos los grados de razón y de cultura, ha destruido con perseverante brutalidad el egoísmo nacional”. Y además, añade Hostos, el maestro y civilizador, el teórico de la lucha entre civilización y barbarie: “ Culpa ha sido, torpeza ha sido de los hombres que se tienen por civilizados, el estrago de sociedades y civilizaciones incipientes”. Hostos se percata de que el motor de destrucción está en el “tremendo empuje de la industria” y la lucha por la “primacía comercial”. Por eso tiene que denunciar que las “naciones sedicientes civilizadas no han seguido, en sus relaciones con las que consideran razas inferiores, otra que la conducta ignominiosa de los bandoleros del mar, para quienes el dolo, el engaño y la violencia son medios necesarios” (IX.I, 198).
Se pregunta Hostos: “¿La civilización no es, al contrario, vencimiento de la fatalidad por la libertad, dominio de la fuerza por la inteligencia, apropiación de agentes naturales por agentes científicos y económicos, aprovechamiento de todo para mayor bien de todos, desarrrollo tal de razón que cada vez haga más dueño de sí mismo al hombre”?
“Desolan, y ya han civilizado”, dice en una conclusión de prodigiosa transparencia Hostos. Y añade: “Pero seres de razón, civilizar no es desolar; civilizar no es sustituir la población de un territorio con los advenedizos que ponemos en lugar de ella” (IX.I, 199). ¿Y cuál es el sujeto, que hemos omitido, responsable de esta desolación, usurpación y pillaje? Pues, principalmente, los clásicos: Europa, y los Estados Unidos (IX.I, 193 y 198).
El patriota del 98
Como sabemos, la guerra necesaria que inicia Martí en Cuba en el 1895 halló a Hostos en la república de Chile. Hasta allá acudieron los emisarios de Martí para reclutarlo como representante de la revolución cubana. Hostos, a pesar de las posiciones de confianza que ocupaba en el país, aceptó hacer lo que estuviera a su alcance, y de inmediato comenzó a escribir y a propagandizar a favor del proceso emancipador. Ello le trajo inconvenientes con el gobierno, pues España protestó su intervención, pero Hostos se sostuvo hasta 1898, cuando ya la intervención norteamericana en el conflicto era inminente. Cargando con una numerosa familia a cuestas, inició el regreso al teatro de guerra de las Antillas con la finalidad de influenciar en el desarrollo de los sucesos.
Hostos desembarca en Nueva York esta vez el 16 de julio. Las cartas familiares –“íntimas”– a su esposa Inda y a sus hijos revelan el pesimismo que antecede a su llegada. Teme lo que anticipa, esto es, que Puerto Rico será tomado como botín de guerra y anexionada (III, 281, 289). En las páginas de su Diario, que reinicia después de suspenderlo durante veinte años el 6 de julio de 1898, ya en Caracas, Venezuela, resume el propósito que lo anima. Va con la esperanza de llegar a tiempo para conseguir que Estados Unidos envíe las armas que prometió repartir entre los puertorriqueños. Va, además, con la esperanza de conseguir que los puertorriqueños de la emigración neoyorkina lo ayuden a obtener de los americanos el consentimiento de los puertorriqueños. Y va con la esperanza de conseguir que la delegación cubana vea el peligro de la anexión de Puerto Rico y se reafirme en el cumplimiento del artículo uno del Partido Revolucionario Cubano que instruye a fomentar y auxiliar la independencia de Puerto Rico (II, 329).
Describe la llegada a Nueva York como un paisaje variado de poblaciones. La ensenada, el
fuerte Hamilton, las quintas e iglesias, el contraste de verdes, la continua sucesión de caseríos, Brooklyn, la Estatua de la Libertad que no había visto, el puente de Brooklyn, los nuevos edificios de 16 y 20 pisos, los ferrocarriles elevados, los tranvías de tracción subterránea (II, 332). Pero ese Hostos parece retroceder a primera vista respecto a sus concepciones previas sobre Estados Unidos. La percepción que se tiene sobre el último Hostos descansa en su aparente admiración por los Estados Unidos, su afán de americanizar a Puerto Rico, su aceptación de la anexión si ésta ganara un plebiscito, y la conocida defensa de los Estados Unidos por parte de algunos de sus hijos. El retroceso, empero, es aparente, según veremos. La prensa norteamericana contribuyó a ello al poner en boca de Hostos declaraciones que nunca hizo.
En el Diario, Hostos refiere sus entrevistas con el Directorio, la Comisión Civil, el periódico Patria, fundado por Martí como órgano del Partido Revolucionario Cubano con la ayuda de Sotero Figueroa. Intenta coordinar los esfuerzos para atajar la realización del rumor público que oye doquier: la anexión de Puerto Rico. Alude a varias entrevistas que ofreció para la prensa de ciudad, como el New York Commercial Advertizer, el New York Journal, e incluso The New York Times. Hostos, en estos previos a la invasión del 25 de julio, pondera que “es casi seguro que Puerto Rico será considerado como presa de guerra”; se lamenta de que “la independencia (...) se va desvaneciendo como un celaje: mi dolor ha sido vivo”, dice (II, 337); y certifica la “creciente hambre de posesión que siente el pueblo americano” (II, 339). Betances, añade, será su “lejano compañero de dolor y de tristeza”.
Pero Hostos no se hunde. Acepta la inevitabilidad de los hechos consumados y pondera qué es aquello que aún no se ha consumado y puede intentarse: esto es, que dada la ocupación de Puerto Rico el país reclame su derecho a plebiscito y a un gobierno civil temporal. A su regreso a Puerto Rico Hostos anota en su Diario no sólo su “emoción sin nombre” –“todo me enamoró otra vez”, dice mientras pasa todo el 13 de septiembre mirando con los anteojos en las manos la isla entera (II, 344)–, sino también la desazón profunda de una “tierra condenada a no ser poseída de sus hijos” y a “verla salir de dueño en dueño sin jamás serlo de sí misma” (II, 343-344). Sin embargo, desembarca a luchar con una agenda, un programa de trabajo, y una disposición de lucha incesante, llena de iniciativas. Una carta dirigida a Federico Henríquez y Carvajal en noviembre del 98 expresa su dolor con crudeza: “Puerto Rico ha sido anexada a la fuerza. Ya está rota la tradición jurídica: ya está violado el principio federativo” (IV, 201). Su esperanza, leve, reside en una declaración del expresidente McKinley que cita continuamente porque va en el sentido de que “una anexión forzada sería una agresión criminal” (V.II, 2001: 245). Abriga también su convicción de que podía apelarse al Congreso, o en su defecto a la Corte Suprema, o en su defecto, al propio pueblo norteamericano y a las naciones del mundo, el respeto y la aplicación a Puerto Rico de la Constitución, las leyes federales y el derecho natural que vetaban la conquista y la ocupación de territorios sin mediación del consentimiento de los gobernados. Hostos alegaba que el procedimiento seguido con Puerto Rico no tenía precedente en la historia norteamericana, pues, “nunca hubo ocupación de tierra que no fuera pactada con sus poseedores” (V.II, 2001: 258; V.III, 2001: 39).
En Nueva York, antes, el 2 de agosto, en el Chimney Corner Hall, se celebró la asamblea de la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano en la que Hostos logró la aprobación de una resolución para disolverla y crear en su lugar una Comisión Permanente en Nueva York con el objeto de asesorar al Congreso y a la prensa en todos los asuntos relacionados con el porvenir de Puerto Rico, otra Comisión que viajaría a Puerto Rico para convenir la mejor manera de reorganizar el país, y otros asuntos (V.II, 2001: 238). Hostos proyectaba obtener además, en esta reunión, la constitución de su Liga de Patriotas, pero ésta tuvo que esperar hasta el 10 de septiembre, cuando se constituyó finalmente. En el interín, un detalle que creo no está explorado, es una operación por un descenso del recto a la que se somete en ese entonces en Nueva York.
La política de la Liga de Patriotas era, según Hostos, “una política al revés de la enseñada por el coloniaje. En vez de encaminarla al poder político, se encamina al poder social; en vez de buscar el dominio de todos para uno, busca el dominio de cada uno por sí mismo; en vez de ufanarse por fabricar partidos en el aire, se desvive por cimentar en la conciencia de la triste patria la noción de sus derechos, el conocimiento de sus deberes y el reconocimiento de sus responsabilidades” (V.III, 2001: 27). Los fines de la Liga eran resumibles a dos: uno, inmediato, que era “poner a la madre Isla en condiciones de derecho”; y otro, mediato, que era “poner en actividad los medios que se necesitan para educar a un pueblo en la práctica de las libertades que han de servir a su vida, privada y pública, industrial y colectiva, económica y política, moral y material” (V.III, 2001: 23).
Hostos, siempre, ideaba no sólo la utópica ambición, sino que además, instrumentaba la estrategia y los medios para conseguirla. Su objetivo político era el cambio pronto del gobierno militar por el civil, el establecimiento de un gobierno temporal, y la exaltación del país a la categoría de estado, pero con reserva del derecho de plebiscito. El objetivo social, a su juicio aún más ambicioso, era preparar a la generación actual para que contribuyera al mejoramiento del país de modo que las generaciones posteriores se apoderaran de todos los recursos que la libertad pone en manos del país (V.III 2001: 28). Para ello, Hostos veía necesario fundar la instrucción pública desde el kindergarten hasta las universidades.
Hostos se estremeció a su llegada a Puerto Rico por el estado lastimoso en que encontró a la isla y la anemia física y moral de los puertorriqueños. “La población está depauperada –dice–: la miseria fisiológica y la miseria económica se dan la mano; el paludismo que amomia al individuo está momificando a la sociedad entera; esos tristes esqueletos semovientes que en la bajura y en la altura atestiguan que el régimen de reconcentración fue sistemático en el coloniaje; esa infancia enclenque; esa adolescencia pechihundida; esa juventud ajada; esa virilidad enfermiza; esa vejez anticipada; en suma, esa debilidad individual y social que está a la vista, parece que hace incapaz de ayuda de sí mismo a nuestro pueblo” (V.III, 2001|, 44).
Hostos cree lo imposible, es capaz imaginarlo, y, de hecho, le propone al pueblo enfermo que puede aún armarse del derecho contra la brutalidad de la fuerza y presentarse ante la historia como el primero que, despojado de arreos bélicos, sin arma ninguna de las que emplea la fuerza bruta, pero abroquelado de las armas del derecho, lucha por él, vence con él (V.III, 2001: 73).
Cierto es, pues, que Hostos acepta el gobierno temporal y acepta y desea “americanizar al país”. A su juicio, Puerto Rico “no puede ir” a la independencia “inmediata”, pero a lo que es la anexión, “no debe ir” (V.III, 2001: 111). Americanizar era para Hostos preparar al país, ya fuera para la anexión o para integrarse como parte de la Confederación Antillana, en estos aspectos: modificar la organización social; cambiar el régimen económico; sustituir uno por uno los principios de organización política española con los del sistema americano de gobierno; simplificar la administración pública; reformar la instrucción; modificar costumbres sociales y políticas, y llenar de instituciones jurídicas y culturales el país (V.III, 2001: 112). No era, pues, un contrasentido decir, como en efecto dice Hostos en el 1900, que de haber americanizado a Puerto Rico el país habría podido “ejercer efizcamente su independencia en la vida de relación con los demás pueblos de la tierra” (V.III, 2001: 264). Es decir, había que americanizar para independizar la patria yaciente.
En diciembre de 98 regresa Hostos a Nueva York para concretar las peticiones que la Comisión compuesta por Hostos, Manuel Zeno Gandía y J. Julio Henna presentarían a nombre del pueblo de Puerto Rico en una entrevista con el presidente McKinley que se celebraría en enero del 99. La Comisión pide la extensión a Puerto Rico de los derechos reconocidos en la Constitución federal, de manera que, reconociendo que la anexión forzada sería una criminal agresión contra almas, se le reconozca a Puerto Rico, como a Cuba y a Filipinas, una ocupación temporal (V.II, 2001: 258 y ss.). Las peticiones económicas incluyen el libre cambio, la liberación de derechos para la harina de trigo, calzado, útiles escolares, aparatos agrícolas, herramientas, azúcar, medicamentos y otros géneros. Pidieron la reducción de la fuerza militar. Pidieron todo tipo de escuelas, independencia municipal, un archivo general y un museo prehistórico. Urgieron la enseñanza agrícola. El reconocimiento del derecho de Habeas Corpus. El reconocimiento de la libertad de imprenta y la libertad inmediata de varios periodistas perseguidos por el régimen militar y encarcelados. También el respeto a la dignidad humana.
En Estados Unidos, como en Puerto Rico, los textos de Hostos –artículos y cartas– evidencian cuán profundamente atento se mantuvo a la dinámica y al desarrollo de la política norteamericana, particularmente a los gestores del Congreso y los medios de prensa (V.III, 2001, 211, 215). En su opinión, el oeste, el sur y el este de la nación estaban contrarios a la posesión por la fuerza de nuevos territorios. Asimismo lo estaba también el ex presidente Cleveland, que incluso expresó su rechazo de la “epidemia reinante del imperialismo y extensión territorial” , y con evidente sátira añadió: “El remedio es sencillo y obvio. Que se extermine a los habitantes de nuestros anexionados territorios que prefieran algo diferente de lo que se les propone para sojuzgarlos. La matanza de indígenas ha sido una de las características de la expansión desde que comenzó la expansión, y no debería calmarse el entusiasmo imperialista, por sólo ser necesidad el destruir algunos millares de indígenas” (V.III, 2001: 221). Hostos se refiere también a la fundación de la Liga Antimperialista de Boston, en la que militó incluso Mark Twain, y concluye del análisis del senado federal que la anexión parece no tener segura mayoría allí (V.III, 2001: 215). El uso del término imperialista es cada vez más frecuente en Hostos a partir del 1899.
Sabido es el poco éxito que obtuvo Hostos con sus iniciativas. El liderato político del país lo desoyó, como desoyó el grito de Betances que aconsejó no cooperar con la ocupación norteamericana. Con Luis Muñoz Rivera a la cabeza, el liderato político puertorriqueño aceptó la reconfirmación que el general Brooke hizo de todos los miembros del Gabinete Autonómico, pasando éstos de ser los representantes electos del pueblo de Puerto Rico a ser servidores del nuevo régimen militar (Delgado Pasapera, 594).
Hostos, tras agotar sus esfuerzos, incomprendido por el liderato del país y por las masas del pueblo que acudió al principio a oírle masivamente, pero que, desacostumbrados por la nueva oratoria pedagógica, tan dispar de la retórica política al uso, abandonó poco a poco las conferencias del mayagüezano, había concebido una alegoría según la cual una hormiga, o un grupo pequeño de hormigas, eran incapaces de mover el cuerpo de una cucaracha muerta: sin embargo, la misión era sencilla para el millar de hormigas. Hostos no logró reunir ese necesario millar de puertorriqueños. En enero de 1900 se trasladó Hostos, nuevamente, a la República Dominicana. Desde allá enjuició la nueva ley Foraker.
“No hay nada bueno actualmente en Puerto Rico”, dice Hostos. Los norteamericanos que han ido a Puerto Rico “son fuerzas ciegas, que movidas en una dirección se mueven implacablemente, arrollando lo que arrollen, caiga quien caiga. Algunos admiran eso en la historia escrita y en la historia hecha: yo no creo digna de admiración a la fuerza bruta, ya la vea en la historia de cada día, ya me la presenten adornada, adulada y admirada en la historia escrita, pero creo digno de la mayor atención o del mayor cuidado el hecho manifiesto de que los norteamericanos enviados a Puerto Rico y los norteamericanos del Gobierno que les envía, están procediendo en Puerto Rico como fuerza bruta. ¿En dirección a qué va encaminada esa fuerza bruta? En dirección al exterminio. Eso no es ni puede ser un propósito confeso, pero es una convicción inconfesa de los bárbaros que intentan desde el Ejecutivo de la Federación popularizar la conquista y el imperialismo, que para absorber a Puerto Rico es necesario exterminarlo: y naturalmente, ven, como hecho que concurre a su designio, que el hambre y la envidia exterminan a los puertorriqueños, y dejan impasibles que el hecho se consume” (V.III, 2001:263-264).
Para Hostos, la ley Foraker es “un arma de dos filos”. Por un lado, dice, sólo se propone legalizar la situación anómala creada con la posesión del país. La ley declara la constitución de un “pueblo de Puerto Rico” que es abstracción, un fantasma, puesto que incluye a todos los residentes, hayan nacido o no en la isla, y a los que adopten la ciudadanía norteamericana. Pero gracias a la ley, asegura Hostos, Puerto Rico se ha salvado temporeramente de una sujección perpetua al no ser el país declarado territorio, aunque sí dependencia de los Estados Unidos. Sin embargo, Hostos, considera nula la ley, en tanto no ha habido aquiescencia alguna del pueblo de Puerto Rico. Por ello piensa que algún día la ley le permitiría al país cortar el nudo que la une a la Federación (V.III, 2001: 191-192).
Por eso puede Hostos hacer la siguiente exhortación a la Asamblea Legislativa, que le permitiría justificar un día su indolencia. Hostos la exhorta a “insistir todos los días que Puerto Rico ha sido robada de lo suyo, de su libertad nacional; de su dignidad nacional; de su independencia nacional”. Por ese camino se puede ir a la anexión, como se puede ir a la independencia. Pero para Hostos, “los puertorriqueños que vean más a fondo el porvenir, seguirán queriendo que Puerto Rico sea un Estado confederado de las Antillas Unidas en un todo político y nacional, y esos puertorriqueños saben ya que ni hoy ni mañana ni nunca, mientras quede un vislumbre de derecho en la vida norteamericana, está perdido para nosotros el derecho de reclamar la independencia, porque ni hoy ni mañana ni nunca dejará nuestra patria de ser nuestra” (V.III, 2001: 267). Como, a juicio de Hostos, no hay en el derecho natural ni en el derecho escrito de la Unión americana una sola presunción de derecho para situación tan insostenible como la de Puerto Rico ante la common law y la Constitutional Law de los Estados Unidos, “esa situación se vendrá al suelo en cuanto la Asamblea Legislativa de Puerto Rico pregunte en virtud de qué derecho del pueblo americano puede el pueblo puertorriqueño ser súbdito suyo; y en cuanto pida que le enseñen la ley escrita que reconoce a la Federación americana, el derecho, el poder, la capacidad siquiera de tener posesiones” (Ibid).
Para Hostos, los Estados Unidos habían puesto al revés en Puerto Rico el principio de libertad que proclama su dama inmigrante, la estatua de piedra.
III. La larga raíz: conclusión
A nuestro juicio sería acertado ver innumerables coincidencias, y analogías, tanto en la visión de Nueva York como en la función que la ciudad desempeñó en la acción concreta de Hostos y de Martí. Para ambos Nueva York fue ese laboratorio social que le permitió enjuiciar, como si fuera una muestra privilegiada, lo que eran los procesos y la ruta de Estados Unidos. Ambos anotan la importancia de las inmigraciones, y no podía ser de otra manera, pues ambos autores formaban parte de esa vida sectorial que se vivía en la ciudad. En ese sentido, Nueva York fue la sede, el nido, que permitió y dio amparo a muchas de sus ambiciones más encumbradas.
Ambos ven a los Estados Unidos como un todo pujante, industrioso, de brío y tensión. Martí ve la pobreza: Hostos la vive. Martí rastrea los orígenes del desvío en los principios democráticos del país para ubicarlo en la Guerra Civil. Hostos hace otro tanto. Martí ve el germen de la adulteración de la democracia norteamericana en la oligarquía que se fortalece, la aparición de los monopolios, la sociedad que se polariza en clases que pugnan por el control social y político. Hostos también identifica estos factores, aunque la penetración y las implicaciones que la lucha de clases tiene en Martí no se refleje con la misma intensidad en el caso de Hostos. De hecho, puede decirse que Hostos no ve con la claridad de Martí la intríngulis fatal de las fuerzas económicas en la formación del imperialismo –“fase final del capitalismo”. Ello, en cierta medida, lo hace reducir su rechazo al fenómeno al carácter inmoral. Hostos sí ve la trabazón entre imperialismo e industria, pero para él nada tiene más peso que el deber de la conciencia de ejercer siempre el bien. Por eso el juicio más completo, profundo y trascendente que puede hacer lo hace necesariamente en el plano moral.
Hay otra diferencia entre las visiones de ambos próceres, que aunque se cita y alude de continuo, no se ha analizado a mi juicio, y me parece que es de vital importancia. A Martí se le identifica sin más y con toda certidumbre con la latinoamericanidad, esa visión que acuñó con su célebre expresión “Nuestra América”. Pues ocurre que Hostos, en cambio, a pesar de su aversión profunda a la anexión, y a pesar de su solidaridad latinoamericana tan evidente, reiteradamente subrayó que el destino de las Antillas era otro. Es decir, ni norte ni suramericanos: antillanos. Esta persistente idea de Hostos debe ser objeto de la más profunda exégesis. Téngase en cuenta, que sin disputarle ni restarle nada, absolutamente nada, a Betances, esta visión de Hostos lo encumbra como un profeta de la antillanidad en un plano quizás insuperable.
Tanto para Hostos como para Martí, los eventos de los que fueron testigos oculares en la ciudad de Nueva York, tuvieron repercusiones decisivas en su militancia política y en su estrategia revolucionaria. Las ideas de ambos tenían, en efecto, una larga raíz, sembrada en corazones afines.
Observamos, además, una marcada diferencia de carácter y temperamento entre ambos. Hostos vio la ciudad y su entorno más desde la introspección del sondeador que desde lo que tantas veces parece simbolismo trascendente en Martí. Otra diferencia crucial está vinculada con los últimos acontecimientos de la vida de ambos. Martí funda el Partido Revolucionario Cubano e inicia una guerra de liberación en la que muere. Hostos asiste a la ocupación de su patria por un poder imbatible en el plano de armas lo que lo obliga, nuevamente, a inventar e intentar lo imposible: esa estrategia de las fuerzas de paz del derecho y de los principios como método de lucha contra el más poderoso poder militar de la tierra. Con ese invento imposible, intentó poner la estatua abatida por los acontecimientos sobre sus pies, e intentó insuflarle el aliento de vida a la dama de piedra. La visión de una comunidad libre y de unos principios que llevaba vivos y con los ojos abiertos en su sangre se convirtieron en la larga raíz, la raíz indesprendible, de unos pasos que nunca perdieron su senda.
Bibliografía
Germán Delgado Pasapera. Puerto Rico: las luchas emancipadoras.
Hostos, Eugenio María de. Obras completas. 20 tomos. (1939 y 1969).
______. España y América. 1954.
______. “Crónica extranjera”. Serie de artículos de 1874 publicados en La República de Chile. No incluidos en las Obras de 1939.
José Martí. Obras completas. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975.
Pedro Pablo Rodríguez. De las dos Américas. La Habana: Centro de Estudios Martianos / Paradigmas y Utopías, 2002.
José Bernardo Vega. Memorias. San Juan: Ediciones Huracán.
El problema de la emigración china y de la lucha con los indios también le llama poderosamente la atención. En una ocasión apunta lo siguiente: “A esta pujante sociedad hoy la agitan dos cuestiones: la lucha con los indios y la inmigración de los chinos. En una y otra, el problema del trabajo, de la producción, de la riqueza, de la población en situaciones distintas”. Al respecto de los indios, denuncia la “expansión ciega, fuerza y exterminio”. A propósito de los chinos, la “violencia con que los traen una compañía de especuladores por la demanda de trabajo mucho más barato que el europeo”. Hostos no deja de notar la nueva esclavitud a la que éstos son sometidos, ni deja de reflexionar en torno a la lucha de los inmigrantes chinos y los europeos por el nivel del salario (I, 336).
También observa, más allá del contorno de la nación inmediata, los conflictos entre Francia y Alemania que los llevarán a la guerra. Amén de alegrarse por el anuncio de un intento de unión entre España y Portugal, sobre el conflicto de aquéllos otros declara: “La guerra de Europa va perdiendo el carácter de duelo a muerte entre poderosos, para convertirse en lucha de intereses y por intereses” (I, 377, 382).
Las organizaciones de la emigración
La situación de las organizaciones de la emigración antillana ha sido relatada en varias oportunidades. Germán Delgado Pasapera ha hecho una muy buena relación en su libro, Puerto Rico: las luchas emancipadoras. Algunas cosas habría que repetir y otras que aclarar. En primer término, cierto es que fue desafortunado que Hostos y Betances no lograran entenderse en este encuentro en Nueva York de 1869-1870. Betances desconfiaba de las ideas de Hostos y de su capacidad para la política discreta y la acción secreta que requería la planificación de la insurrección de las islas. Por eso mantuvo a Hostos ajeno a sus planes y propósitos. Hostos, por su parte, de espalda, como se ha dicho, a esta información de Betances, receló de él, mal interpretó sus silencios y ambicionó colocarse en una posición de liderato.
Algunos han reducido este conflicto a un choque de personalidades, o partiendo de la idea de que Betances tenía que ser la cabeza indiscutible de la revolución, el patriarca de la antillanidad, la pretensión dirigente de Hostos era censurable. A mi juicio estas observaciones son extemporáneas y pretenden anticipar el perfil definitivo de figuras que estaban entonces en proceso de construcción de lo que sería eventualmente su imagen histórica, es decir, en proceso de ser. Ambos, Hostos y Betances, rectificaron posteriormente sus mutuos aprecios y enmendaron sus actitudes de aquellos tiempos. Pero el juicio de las figuras históricas a veces nos trae sorpresas. Así, por ejemplo, Betances, el ardiente revolucionario que en destemplado ademán de grito lo fijó el arte de Lorenzo Homar, es visto por sus contemporáneos, y así mismo lo describe Delgado Pasapera, como un frío calculador, un conspirador con cara de jugador de póker. En cambio Hostos, a quien la posteridad contempla como el maestro, el intelectual, el filósofo de los equilibrios, se veía a sí mismo y era visto por sus contemporáneos, como un hombre fogoso, totalmente apasionado y arrastrado por la impaciencia y la indignación presta a explotar a la menor provocación. Los escritos didácticos de Hostos son culpables de esta distorsión en el carácter de un hombre cuyas pasiones absorbentes consumían su cuerpo y le generaban toda suerte de malestares sicosomáticos, particularmente sobre su aparato digestivo y sobre su cerebro. Llegó a pensar que los dolores que sufría en el “cerebelo” eran signos de una locura incipiente. Por todo lo anterior, Hostos plantea la posibilidad de que las páginas de su Diario pudieran ser alguna vez “una fuente de estudios sicológicos” (I, 194). A veces también olvidamos que los compiladores de las Obras completas de Hostos del 1939 y del volumen España y América, enmendaron los textos de Hostos para hacerlo parecer más suave, contemporanizador y lenitivo, menos crudo, rudo y destemplado de lo que en verdad fue.
Además, es necesario tener en cuenta que la visión de estas figuras no era una, sino varias, porque los distintos sectores de la emigración, y las distintas clases que la componían, veían a estas figuras con ojos diferentes. A propósito de las Memorias de Bernardo Vega, José Luis González observa que Vega señala que Martí era visto al principio con recelo y frialdad por los tabaqueros puertorriqueños de Nueva York hasta que Sotero Figueroa, el periodista mulato de extracción popular, logró que éstos vencieran su “recelo de clase” para con Martí (13). En cambio, a pesar del distanciamiento entre Hostos y Betances, los artesanos de la época acogían, según Vega, cálidamente las ideas del mayagüezano (93), y tras la retirada de Hostos de Nueva York, continúa testimoniando Vega, no volvió a vivirse la exaltación de ideas hasta la llegada de Martí (101).
Pero el problema grave fue la falta de unidad y de organización imperante en esa emigración antillana, dividida por una opción política fundamental: la abierta aspiración anexionista de la mayor parte de esa emigración, particularmente, dentro de las organizaciones cubanas independentistas. Hostos se dedicó a combatir abiertamente a los independentistas anexionistas. Su credo político desde 1863 era la Confederación de las Antillas. Entonces, en 1863, y durante su época española, como parte de una federación hispánica que integraba a la propia península. En ese sentido Hostos no era entonces independentista, pero no lo era porque su aspiración era aún más alta que la independencia: su meta era la libertad.
La estrategia de la libertad
A mi juicio es erróneo reducir la ideología del joven Hostos a un simple reformismo. Hostos buscaba crear en España una república democrática radical, en total ruptura con el régimen monárquico, en la que las provincias se convirtieran en estados federados. Su punto de partida eran los Estados Unidos y el régimen especial que Inglaterra le otorgaba a Canadá. Su fundamento teórico era que la pobreza de las Antillas y la proximidad a unos Estados Unidos en expansión continua, requerían un régimen de esta naturaleza que pudiera garantizar la libertad de las islas. La distinción entre libertad e independencia es continuamente articulada en los escritos de Hostos. A todo lo largo de su obra Hostos desarrolló diferentes modalidades de esta relación política especial que propone, pero siguiendo siempre el principio federativo, pues estaba seguro de la inviabilidad, tanto en el plano político como en el económico, de las islas independientes. Inicialmente, incluía a España, posteriormente sólo las Antillas, a veces incluyendo a Jamaica y a Haití, a veces, pensando en una relación de asociación políticoeconómica de todo el continente americano. Pero la visión más reiterada y conocida es aquélla en la que una América del Sur unida, y la América del Norte, ambas confederadas por separado, establecen lazos de asociación con unas Antillas que cumplirían una función de enlace entre los dos grandes segmentos americanos. En la temprana visión de Hostos de estos asuntos, ya desde esta época de su primera visita a Nueva York, hay una comprensión de la amenaza que representa Estados Unidos en términos de su política expansionista, de manera que la idea que propone aspira a evitar, como quiso hacer Martí 25 años después, que Estados Unidos tomara ese nefasto rumbo. Repasemos los textos.
El Hostos que llega a Nueva York es un Hostos que ha roto con su estrategia política de 1863 pero no con la finalidad libertadora que instrumentó esa estrategia. Por eso Hostos puede decir, reiteradamente, a lo largo de los años por venir, y durante décadas, que desde 1863 está consagrado a la misma causa, la causa de la libertad de las Antillas (I, 274, 281 y otras). El Hostos que luchó en España al lado de los españoles que buscaban terminar con el absolutismo monárquico tenía como meta verdadera el reconocimiento de la soberanía de las islas. En carta escrita en Nueva York a Manuel y Guillermo Matta, en Chile, Hostos comenta que Sagasta y demás hombres del nuevo gobierno español, “sabían que yo buscaba la independencia de las Antillas detrás de la libertad de España”, es decir, que Hostos pudo “imaginar posible –como apunta más adelante– la independencia con España” (II, 114-115). Es por eso que no le bastó el triunfo de sus ideas en la península si ese triunfo no se hacía efectivo en las Antillas. Tan es así, que Hostos rompe entonces, por esa sola razón, con sus correligionarios y se lanza a la búsqueda de una solución fuera del marco español.
La determinación de lanzarse a la revolución armada y de sumarse a la primera expedición que salga, lo lleva a ser en Nueva York un crítico impaciente de las organizaciones que a su juicio están indecisas, ineficientes, sin ideas y sin recursos. Asistimos a un Hostos que despliega una actividad intensa y constante a pesar de su pobreza y a pesar de esa indecisión que en la intimidad de su diario se atribuye, aunque nadie la vea. Y vemos cómo va ganando confianza y fuerza el orador, según participa en los mítines de los clubes. El 12 de enero de 1870 invierte el artículo primero del Partido Revolucionario Cubano. Dice: “Yo estoy en Nueva York para hacer la revolución de Puerto Rico y contribuir al desarrollo de la de Cuba” (I, 220).
Las Antillas y los Estados Unidos
Pero lo que más nos interesa de momento es la concepción revolucionaria de Hostos al respecto de las Antillas, cómo ésta se expresa en el contexto de sus días neoyorkinos y cómo se manifiesta su visión política de los Estados Unidos. Desde su llegada, como hemos apuntado antes, Hostos manifiesta su propósito de luchar por la independencia de las Antillas como estrategia para alcanzar un fin más alto: la libertad. Venía escribiendo sobre el tema de las Antillas desde 1865 para la prensa española. Ese año, justamente, publica tres artículos sobre Puerto Rico, y también tres sobre Cuba, pero además otros 25 trabajos sobre el problema de las Antillas. La primera anotación de su Diario neoyorkino se refiere a un artículo titulado, “La situación de las Antillas”, en el que declara que “lo primero que se ha de buscar en ellas ha de ser la independencia. Anexionarlas –añade– es una indignidad y una torpeza: si se teme la fuerza de la anexión, prepárese la federación: ésta se presenta en el movimiento actual de Santo Domingo y Haití” (I, 191). Como puede verse, Hostos utiliza la federación de las Antillas como un escudo contra la anexión. Y sus palabras de esos años incluyen en su modelo a la república de Haití. Como las amenazas a la libertad son tantas en estas islas, Hostos puede afirmar que acaso “las Antillas no sean libres aunque sean independientes” (I, 197). No obstante, se reafirma en su propósito: “Yo tengo que hacer independiente a Puerto Rico, porque yo quiero la libertad después de la independencia” (I, 207).
Del 12 de enero de 1870 son estas clarísimas expresiones de Hostos sobre la amenaza de la anexión que pesa sobre la Antillas: “Las Antillas tienen condiciones para la vida independiente, y quiero absolutamente sustraerlas a la atracción americana. (...) Yo creo que la anexión sería la absorción, y que la absorción es un hecho real, material, patente, tangible, numerable, que no sólo consiste en el sucesivo abandono de las islas por la raza nativa, sino en el inmediato triunfo económico de la raza anexionista, y por tanto, en el empobrecimiento de la raza anexionada” (I, 221).
Justo ahí, traza este retrato de los Estados Unidos: “Yo conozco a los americanos, en el momento actual. Son fuertes, son activos, son laboriosos, y aman aquella libertad de hecho que pone a salvo todas las propiedades, así las del trabajo como las del pensamiento, así las de la tierra como las de la conciencia. (...) Pero como, de todos los pueblos de la tierra, es el único que no ha sufrido (...) le sucede lo que a individuos de vida fácil, que son fríos por ser felices y son ambiciosos por ser fríos, y es frío porque ha luchado poco y es ambicioso porque cree y le hacen creer que la felicidad se aumenta con la extensión de lo que se cree felicidad”. Unas pocas líneas más tarde, Hostos llora “la ambición territorial” de ese país.
En marzo de 1870, Hostos confiesa su temor de que la suerte de las Antillas quede comprometida para siempre si en Estados Unidos “triunfan los intereses y segundas intenciones de la oligarquía plutocrática e intelectual” (I, 284). Pensando en las presiones del gobierno federal contra Santo Domingo, Hostos vuelve a formular, acto seguido, su utopía del porvenir americano: Todos los miembros el continente, las islas y la tierra firme deberán servir a la idea de la unidad de la libertad por la federación de las naciones y a la unidad de las razas por la fusión de todas ellas. En el norte, la fusión de las razas europeas; en el sur, la fusión de las razas europeas con la raza indígena. Entre esas dos grandes masas continentales, las Antillas serán el lazo de unión de tipos, ideas, razas y caracteres. “Las Antillas son, políticamente –dice Hostos en 1870–, el fiel de la balanza, el verdadero lazo federal de la gigantesca federación del porvenir, el crisol definitivo de
las razas” (I,285).
Aunque el Club de Artesanos quiso enviar a Hostos para una misión en París, su camino lo llevó a la conocida peregrinación por los países del sur. Dejamos un momento la relación de notas de su Diario, para acogernos a otro diario diferente que escribe Hostos en esos días, el diario de su crónica de viajes. Tras dejar atrás Colombia, Hostos se detiene en Panamá a esperar una oportunidad para continuar su vaje al Perú. La situación del istmo estaba candente entonces, y Hostos no puede pasar por alto la importancia política e económica del istmo. Por esa razón, y tras asegurar que Panamá pertenece a la humanidad, formula una nueva idea de confederación integrada entonces por los países de Centroamérica y Panamá y las tres grandes Antillas. Esa confederación sería la intermediaria de las dos grandes masas continentales y su misión histórica sería la de “mantenerlas” en sus límites (VI, 79). Es entonces que Hostos retoma su temor por la ambición expansionista norteamericana, al indicar que es ése su “único temor”, el temor muy vivo que, por sus “formas colosales”, le inspira el porvenir de la democracia americana.
Hostos aclara que no puede sentir rencor por los angloamericanos, pero que es “implacable enemigo de las anexiones” y áspero opositor de sus “ambiciones territoriales”. Acto seguido, en cambio, enumera algunos de los motivos que le inspiran admiración, y luego sus reservas. Entre las reservas, señala, las tendencias absorbentes mostradas contra México y Santo Domingo; su repulsión contra los latinoamericanos; el principio egoísta de supremacía continental de la doctrina Monroe; el ideal de ocupación de todo el continente norte, archipiélago incluido; su oposición a la independencia de los países del sur; y, finalmente, su esperanza de usufructuar la desgracia y la debilidad de los países hermanos del sur (VI, 81-82).
Pero Hostos va un poco más lejos al expresar su esperanza de que si las Antillas llegaran a tiempo a su independencia y lograran constituir oportunamente una confederación, podrían frenar una de las “más formidables incognitas del porvenir”, frenando el “desarrollo morboso de la federación americana” y atajando sus “tendencias absorbentes” (VI, 83). Lo mismo apunta al final de un artículo publicado en Buenos Aires, con el título “Con El Correo Español” (IX, 298-307). Tras concluir que la independencia de las Antillas y su subsiguiente federación es su destino lógico, indica que ello es así “porque establecería en lo futuro el equilibrio continental americano, impidiendo por medio de esas islas y de todo el Archipiélago, que concluirá por formar con ellas un todo político, las absorciones que se suponen destino manifiesto de los Estados Unidos”.
Otros textos de 1874 confirmación esta visión de un Estados Unidos en tránsito al imperialismo. Me refiero a unas crónicas escritas (inéditas) desde Nueva York en el 1874, para el diario La República de Santiago de Chile. En la crónica del 30 de septiembre Hostos comienza estableciendo la necesidad de ver, sin el amparo de la “admiración irreflexiva”, a los Estados Unidos porque esa admiración “impone errores formidables”. Como vimos que hará Martí casi trece años después, en Nueva York, y para El Partido Liberal de México, Hostos también se remite, en su examen de la cuestión, a la Guerra Civil. Elogia los motivos –que más adelante cuestiona– y los efectos de la guerra, pero se pregunta si los beneficios obtenidos han salvado al país de la adulteración de sus instituciones. Acto seguido destaca el desnivel entre el progreso físico de la industria, la riqueza y el bienestar orgánico sobre el progreso moral e intelectual. No olvida señalar el advenimiento del personalismo en la política. Critica su egoísmo, su exclusivismo, su ambición, su incapacidad para adecuar la política a los principios de su propia vida. En lugar de promover la libertad en el mundo, la dirección de sus esfuerzos va encaminado al dinero por una política miseranda, unas instituciones debilitadas a los 98 años, una federación falseada y virtualmente destrozada por la prueba de la guerra, una aclimatación en el país de los errores sociales y políticos de otros países y de otras épocas, una inmoralidad administrativa y social que minan, a su parecer, el juicio público. Hostos no olvida apuntar la necesidad de combatir el desdén norteamericano hacia los países del sur que no conoce.
Otro trabajo de 1874 encontramos alusivo a estos asuntos y publicado en Buenos Aires. Se trata del titulado “Cuba y los Estados Unidos” (IX, 287-291), como refutación de unas afirmaciones publicadas en un periódico francés de La Plata referentes a la guerra de Cuba que favorecen la anexión de la isla por parte de Estados Unidos. Hostos combate la idea con vehemencia y termina con esta afirmación: “Los Estados Unidos han sido casi tan crueles y tan torpes como España con nosotros, y tendrán que conquistar a Cuba si quisieran añadir otra estrella a su bandera”: “podrán poseernos destruidos; pero enteros, no!”
Dos trabajos de principios de 1875 encontramos escritos en Nueva York y publicados en Mundo Nuevo - América Ilustrada. Uno es un trabajo sobre Jorge Wáshington (XIV, 13-16) y el otro sobre Andrés (Andrew) Johnson (XIV, 17-23). En el primero de ellos, tras comparar a Wáshington con Bolívar y San Martín, Hostos concluye que Wáshington fue un hombre grande eclipsado por un gran pueblo. Empero, al remitirlo al presente de Hostos, brota el contraste, de manera que puede decir que los actos más naturales de la vida pública de aquél se convertían en “ejemplos dificiles a ambiciosos sucesores de él”, de manera que su vida es una “protesta contra la degeneración que era imposible preveer”, pues “mucho y mal camino se ha andado desde entonces”. El trabajo sobre Johnson, el sucesor de Lincoln, revierte mayor interés, porque Hostos acredita en él la “adulteración” histórica en el desarrollo de la democracia norteamericana a la Guerra Civil. Según Hostos, en la guerra se ventilaron dos conflictos: la más corruptora de las instituciones, es decir, la abolición de la esclavitud, y la acción centralizadora del poder federal. El país se dejó llevar por la dificultad mejor vista, de manera que perdió de perspectiva que el triunfo de la abolición vino de la mano con la vigorización “abusiva” del gobierno federal de la que sacaron partido los ambiciosos de poder a costa de la autonomía absoluta de los estados.
De los principios
En mayo de 1875 Hostos viajó a la República Dominicana, y regresó a Nueva York un año después, hacia abril de 1876. En Nueva York permaneció hasta abril de 1877, pero no escribió diarios. No regresó a la ciudad hasta el 1898. Curiosamente, cada una de las cuatro estancias de Hostos en la ciudad –ya fuera la de 1869, la de 1874, la de 1876 y la de 1898–, duró aproximadamente un año. Uno de los trabajos más importantes escritos en este periodo neoyorkino de 1876 lo fue el Programa de los Independientes que Martí conoció ese mismo año en México, reseñándolo para El Federalista, y calificándolo como un “catecismo” de la democracia. El texto de casi 40 páginas, publicado dentro del Diario en las Obras completas de Hostos de 1939 (II, 220-259), examina lo que deben ser los principios de la Liga de los Independientes que combaten por la revolución de las Antillas. Éstos son: el principio de Libertad, el de autoridad, de igualdad, de separación de poderes, de nacionalidad, y de expansión. En el exordio que los precede, Hostos observa lo siguiente: “Próxima ya la hora en que los combatientes activos y pasivos de la Independencia han de ser llamados a una obra de razón más larga, ningún patriota de razón puede resignar la responsabilidad que ha de tocarle en la tarea de constituir en la libertad la sociedad desorganizada que dejará la guerra y que deja siempre la educación mortífera del coloniaje”. Esto es, nuevamente, que independencia y libertad son dos cosas distintas, y que tanto la guerra, como la colonia, son agentes de perturbación y desorden social. Por eso pudo decir también, en los Estatutos de la Liga de los Independientes, que la conquista de la independencia es un simple paso hacia la obra ulterior de libertad política, religiosa, económica e intelectual (II, 227). En estos principios, la Libertad es el único de los principios escrito con mayúscula inicial, es el primero de los principios expuestos, y es el principio que expresa la concepción más encumbrada. Hostos pudo decir en estas líneas estas palabras que no tienen olvido: “La libertad es un modo absolutamente indispensable de vivir” (II, 236). Al hablar del principio de expansión tocará nuevamente el tema de la Confederación de las Antillas y repetirá el tropo utilizado en sus páginas íntimas para referirse a ellas, tropo que utilizará posteriormente Martí: me refiero a la metáfora del “fiel de la balanza” (II, 257).
En los años ochenta, Hostos despliega su tarea educativa revolucionaria tanto en la República Dominicana como en la República de Chile. Entre los innumerables textos escritos en esa década recordamos para efecto de este texto sólo dos. Uno de ellos, un clásico hostosiano inolvidable: Moral social (1888). El otro, un texto de Hostos frecuentemente olvidado: la Geografía política universal (1884?). Del cotejo de uno y otro texto, escritos, según parece, con muy pocos años de diferencia, y a propósito de su esfuerzo por desarrollar textos para los cursos que instituyó, se desprenden lo que a primera vista parecen inconsecuencias. Comentamos la Geografía porque en ella hace un examen, desde el punto de vista de la geografía política, de los Estados Unidos. Los datos que refiere parecen estar tomados de registros publicados a principios de esa década. Hostos destaca allí el liderato mundial que en material industrial han alcanzado los Estados Unidos, gracias al vapor, la electricidad y el ferrocarril, pero sin olvidar la imprenta y el impulso dado al pensamiento, entre otros elementos que menciona. El desarrollo del país, a su juicio “portentoso”, le ha permitido levantar el más alto grado de civilización del mundo, de manera que en su opinión se presenta como el país donde está más organizada la libertad (XX.III, 253-254). Como nota pertinente al comentario, que refresca además su interpretación del coloniaje como enfermedad, Hostos apunta en otra parte, a propósito de Puerto Rico, que “civilización sin independencia, civilización sin libertad, civilización sin derechos, civilización sin dominio sobre el territorio y sus bienes materiales o morales (...) no es posible” (XX.III, 360). La falta de libertad que hay en las colonias las anula como países, de manera que Hostos considera que carece de patria.
En Moral social, en cambio, Hostos destaca en la introducción la importancia del tema de civilización y barbarie. Alega, a propósito de él, que es precisamente la enorme divergencia y el insalvable contraste entre el extraordinario progreso material y el cuestionable progreso moral uno de los más formidables enigmas del porvenir. Le dolía la “incapacidad de la civilización contemporánea para hacer omnilateral –de todos– el progreso de la humanidad” (Tratado de moral, Obras completas (2000). IX.I, 191), de manera que “han podido renovarse en Europa y América –dice– las vergüenzas de las guerras de conquista, la vergüenza de la primacía de la fuerza sobre el derecho... la renovación de las persecuciones infames y cobardes de la Edad Media europea” (IX.I, 193).
La vil repartición del mundo a través de guerras de conquista que tienen como fundamento verdadero el robo de recursos de pueblos alrededor del mundo, lleva a Hostos a declarar lo siguiente: “Se buscan acá y allá, principalmente en América y en Oceanía (todavía el petróleo no tenía mucha importancia táctica), islas estratégicas que gobiernen mares, estrechos y canales, y que aseguren la primacía comercial, y en caso de querella, la prepotencia militar del ocupante; se rebuscan los escondrijos de nuestro Continente, que se cree o se aparenta creer que no tienen dueño; se registra de norte a sur, de este a oeste, de Guinea a Egipto, del Delta al Níger, el continente negro; en África, en América y en Oceanía, hoy como en los siglos XV y XVI, se ocupan territorios y jurisdicciones con la misma llaneza con que Colón ocupa las Antillas, con que Vasco Núñez de Balboa toma posesión del mar del sur, con que Vasco de Gama declara portuguesa una población de más de doscientos millones de hindús”... (IX.I, 194)
En otra página brillante, Hostos el educador, Hostos el demócrata, Hostos el moralista problemático, se pregunta: “qué ha sido de los indígenas de Australia? ¿Qué ha sido de los indígenas de las Antillas? ¿Qué ha sido de los indígenas del Perú, de México, del Brasil, de la Argentina? ¿Qué de los pecuodes, de los narragansets, de los natches? ¿Qué de aquellos dulces, pacíficos, benévolos, inofensivos habitantes de la Acadia canadiense, que ni siquiera eran salvajes, que ni siquiera eran de raza distinta, puesto que eran franceses, defensores de Francia y del derecho de Francia en la despiadada guerra de desalojo que contra ella hizo Inglaterra en el Canadá?” (IX.I, 195)
Hostos se percata de cómo ha venido en auxilio de los conquistadores la política darwinista que tanta mecha y combustible generó más tarde en el fascismo europero. El “problema darwiniano” –observa Hostos, como vimos que lo comentará años más tarde Martí– se proclamó lo mismo en el “Far West” (IX.I, 198), desalojando poco a poco de los territorios que según pactos previos ocupaban los autóctonos americanos, que en Australia. “Usufructúan –añade– la teoría de la selección y atribuyen a la lucha biológica la aterradora ruina de mil sociedades que, en todos los grados de razón y de cultura, ha destruido con perseverante brutalidad el egoísmo nacional”. Y además, añade Hostos, el maestro y civilizador, el teórico de la lucha entre civilización y barbarie: “ Culpa ha sido, torpeza ha sido de los hombres que se tienen por civilizados, el estrago de sociedades y civilizaciones incipientes”. Hostos se percata de que el motor de destrucción está en el “tremendo empuje de la industria” y la lucha por la “primacía comercial”. Por eso tiene que denunciar que las “naciones sedicientes civilizadas no han seguido, en sus relaciones con las que consideran razas inferiores, otra que la conducta ignominiosa de los bandoleros del mar, para quienes el dolo, el engaño y la violencia son medios necesarios” (IX.I, 198).
Se pregunta Hostos: “¿La civilización no es, al contrario, vencimiento de la fatalidad por la libertad, dominio de la fuerza por la inteligencia, apropiación de agentes naturales por agentes científicos y económicos, aprovechamiento de todo para mayor bien de todos, desarrrollo tal de razón que cada vez haga más dueño de sí mismo al hombre”?
“Desolan, y ya han civilizado”, dice en una conclusión de prodigiosa transparencia Hostos. Y añade: “Pero seres de razón, civilizar no es desolar; civilizar no es sustituir la población de un territorio con los advenedizos que ponemos en lugar de ella” (IX.I, 199). ¿Y cuál es el sujeto, que hemos omitido, responsable de esta desolación, usurpación y pillaje? Pues, principalmente, los clásicos: Europa, y los Estados Unidos (IX.I, 193 y 198).
El patriota del 98
Como sabemos, la guerra necesaria que inicia Martí en Cuba en el 1895 halló a Hostos en la república de Chile. Hasta allá acudieron los emisarios de Martí para reclutarlo como representante de la revolución cubana. Hostos, a pesar de las posiciones de confianza que ocupaba en el país, aceptó hacer lo que estuviera a su alcance, y de inmediato comenzó a escribir y a propagandizar a favor del proceso emancipador. Ello le trajo inconvenientes con el gobierno, pues España protestó su intervención, pero Hostos se sostuvo hasta 1898, cuando ya la intervención norteamericana en el conflicto era inminente. Cargando con una numerosa familia a cuestas, inició el regreso al teatro de guerra de las Antillas con la finalidad de influenciar en el desarrollo de los sucesos.
Hostos desembarca en Nueva York esta vez el 16 de julio. Las cartas familiares –“íntimas”– a su esposa Inda y a sus hijos revelan el pesimismo que antecede a su llegada. Teme lo que anticipa, esto es, que Puerto Rico será tomado como botín de guerra y anexionada (III, 281, 289). En las páginas de su Diario, que reinicia después de suspenderlo durante veinte años el 6 de julio de 1898, ya en Caracas, Venezuela, resume el propósito que lo anima. Va con la esperanza de llegar a tiempo para conseguir que Estados Unidos envíe las armas que prometió repartir entre los puertorriqueños. Va, además, con la esperanza de conseguir que los puertorriqueños de la emigración neoyorkina lo ayuden a obtener de los americanos el consentimiento de los puertorriqueños. Y va con la esperanza de conseguir que la delegación cubana vea el peligro de la anexión de Puerto Rico y se reafirme en el cumplimiento del artículo uno del Partido Revolucionario Cubano que instruye a fomentar y auxiliar la independencia de Puerto Rico (II, 329).
Describe la llegada a Nueva York como un paisaje variado de poblaciones. La ensenada, el
fuerte Hamilton, las quintas e iglesias, el contraste de verdes, la continua sucesión de caseríos, Brooklyn, la Estatua de la Libertad que no había visto, el puente de Brooklyn, los nuevos edificios de 16 y 20 pisos, los ferrocarriles elevados, los tranvías de tracción subterránea (II, 332). Pero ese Hostos parece retroceder a primera vista respecto a sus concepciones previas sobre Estados Unidos. La percepción que se tiene sobre el último Hostos descansa en su aparente admiración por los Estados Unidos, su afán de americanizar a Puerto Rico, su aceptación de la anexión si ésta ganara un plebiscito, y la conocida defensa de los Estados Unidos por parte de algunos de sus hijos. El retroceso, empero, es aparente, según veremos. La prensa norteamericana contribuyó a ello al poner en boca de Hostos declaraciones que nunca hizo.
En el Diario, Hostos refiere sus entrevistas con el Directorio, la Comisión Civil, el periódico Patria, fundado por Martí como órgano del Partido Revolucionario Cubano con la ayuda de Sotero Figueroa. Intenta coordinar los esfuerzos para atajar la realización del rumor público que oye doquier: la anexión de Puerto Rico. Alude a varias entrevistas que ofreció para la prensa de ciudad, como el New York Commercial Advertizer, el New York Journal, e incluso The New York Times. Hostos, en estos previos a la invasión del 25 de julio, pondera que “es casi seguro que Puerto Rico será considerado como presa de guerra”; se lamenta de que “la independencia (...) se va desvaneciendo como un celaje: mi dolor ha sido vivo”, dice (II, 337); y certifica la “creciente hambre de posesión que siente el pueblo americano” (II, 339). Betances, añade, será su “lejano compañero de dolor y de tristeza”.
Pero Hostos no se hunde. Acepta la inevitabilidad de los hechos consumados y pondera qué es aquello que aún no se ha consumado y puede intentarse: esto es, que dada la ocupación de Puerto Rico el país reclame su derecho a plebiscito y a un gobierno civil temporal. A su regreso a Puerto Rico Hostos anota en su Diario no sólo su “emoción sin nombre” –“todo me enamoró otra vez”, dice mientras pasa todo el 13 de septiembre mirando con los anteojos en las manos la isla entera (II, 344)–, sino también la desazón profunda de una “tierra condenada a no ser poseída de sus hijos” y a “verla salir de dueño en dueño sin jamás serlo de sí misma” (II, 343-344). Sin embargo, desembarca a luchar con una agenda, un programa de trabajo, y una disposición de lucha incesante, llena de iniciativas. Una carta dirigida a Federico Henríquez y Carvajal en noviembre del 98 expresa su dolor con crudeza: “Puerto Rico ha sido anexada a la fuerza. Ya está rota la tradición jurídica: ya está violado el principio federativo” (IV, 201). Su esperanza, leve, reside en una declaración del expresidente McKinley que cita continuamente porque va en el sentido de que “una anexión forzada sería una agresión criminal” (V.II, 2001: 245). Abriga también su convicción de que podía apelarse al Congreso, o en su defecto a la Corte Suprema, o en su defecto, al propio pueblo norteamericano y a las naciones del mundo, el respeto y la aplicación a Puerto Rico de la Constitución, las leyes federales y el derecho natural que vetaban la conquista y la ocupación de territorios sin mediación del consentimiento de los gobernados. Hostos alegaba que el procedimiento seguido con Puerto Rico no tenía precedente en la historia norteamericana, pues, “nunca hubo ocupación de tierra que no fuera pactada con sus poseedores” (V.II, 2001: 258; V.III, 2001: 39).
En Nueva York, antes, el 2 de agosto, en el Chimney Corner Hall, se celebró la asamblea de la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano en la que Hostos logró la aprobación de una resolución para disolverla y crear en su lugar una Comisión Permanente en Nueva York con el objeto de asesorar al Congreso y a la prensa en todos los asuntos relacionados con el porvenir de Puerto Rico, otra Comisión que viajaría a Puerto Rico para convenir la mejor manera de reorganizar el país, y otros asuntos (V.II, 2001: 238). Hostos proyectaba obtener además, en esta reunión, la constitución de su Liga de Patriotas, pero ésta tuvo que esperar hasta el 10 de septiembre, cuando se constituyó finalmente. En el interín, un detalle que creo no está explorado, es una operación por un descenso del recto a la que se somete en ese entonces en Nueva York.
La política de la Liga de Patriotas era, según Hostos, “una política al revés de la enseñada por el coloniaje. En vez de encaminarla al poder político, se encamina al poder social; en vez de buscar el dominio de todos para uno, busca el dominio de cada uno por sí mismo; en vez de ufanarse por fabricar partidos en el aire, se desvive por cimentar en la conciencia de la triste patria la noción de sus derechos, el conocimiento de sus deberes y el reconocimiento de sus responsabilidades” (V.III, 2001: 27). Los fines de la Liga eran resumibles a dos: uno, inmediato, que era “poner a la madre Isla en condiciones de derecho”; y otro, mediato, que era “poner en actividad los medios que se necesitan para educar a un pueblo en la práctica de las libertades que han de servir a su vida, privada y pública, industrial y colectiva, económica y política, moral y material” (V.III, 2001: 23).
Hostos, siempre, ideaba no sólo la utópica ambición, sino que además, instrumentaba la estrategia y los medios para conseguirla. Su objetivo político era el cambio pronto del gobierno militar por el civil, el establecimiento de un gobierno temporal, y la exaltación del país a la categoría de estado, pero con reserva del derecho de plebiscito. El objetivo social, a su juicio aún más ambicioso, era preparar a la generación actual para que contribuyera al mejoramiento del país de modo que las generaciones posteriores se apoderaran de todos los recursos que la libertad pone en manos del país (V.III 2001: 28). Para ello, Hostos veía necesario fundar la instrucción pública desde el kindergarten hasta las universidades.
Hostos se estremeció a su llegada a Puerto Rico por el estado lastimoso en que encontró a la isla y la anemia física y moral de los puertorriqueños. “La población está depauperada –dice–: la miseria fisiológica y la miseria económica se dan la mano; el paludismo que amomia al individuo está momificando a la sociedad entera; esos tristes esqueletos semovientes que en la bajura y en la altura atestiguan que el régimen de reconcentración fue sistemático en el coloniaje; esa infancia enclenque; esa adolescencia pechihundida; esa juventud ajada; esa virilidad enfermiza; esa vejez anticipada; en suma, esa debilidad individual y social que está a la vista, parece que hace incapaz de ayuda de sí mismo a nuestro pueblo” (V.III, 2001|, 44).
Hostos cree lo imposible, es capaz imaginarlo, y, de hecho, le propone al pueblo enfermo que puede aún armarse del derecho contra la brutalidad de la fuerza y presentarse ante la historia como el primero que, despojado de arreos bélicos, sin arma ninguna de las que emplea la fuerza bruta, pero abroquelado de las armas del derecho, lucha por él, vence con él (V.III, 2001: 73).
Cierto es, pues, que Hostos acepta el gobierno temporal y acepta y desea “americanizar al país”. A su juicio, Puerto Rico “no puede ir” a la independencia “inmediata”, pero a lo que es la anexión, “no debe ir” (V.III, 2001: 111). Americanizar era para Hostos preparar al país, ya fuera para la anexión o para integrarse como parte de la Confederación Antillana, en estos aspectos: modificar la organización social; cambiar el régimen económico; sustituir uno por uno los principios de organización política española con los del sistema americano de gobierno; simplificar la administración pública; reformar la instrucción; modificar costumbres sociales y políticas, y llenar de instituciones jurídicas y culturales el país (V.III, 2001: 112). No era, pues, un contrasentido decir, como en efecto dice Hostos en el 1900, que de haber americanizado a Puerto Rico el país habría podido “ejercer efizcamente su independencia en la vida de relación con los demás pueblos de la tierra” (V.III, 2001: 264). Es decir, había que americanizar para independizar la patria yaciente.
En diciembre de 98 regresa Hostos a Nueva York para concretar las peticiones que la Comisión compuesta por Hostos, Manuel Zeno Gandía y J. Julio Henna presentarían a nombre del pueblo de Puerto Rico en una entrevista con el presidente McKinley que se celebraría en enero del 99. La Comisión pide la extensión a Puerto Rico de los derechos reconocidos en la Constitución federal, de manera que, reconociendo que la anexión forzada sería una criminal agresión contra almas, se le reconozca a Puerto Rico, como a Cuba y a Filipinas, una ocupación temporal (V.II, 2001: 258 y ss.). Las peticiones económicas incluyen el libre cambio, la liberación de derechos para la harina de trigo, calzado, útiles escolares, aparatos agrícolas, herramientas, azúcar, medicamentos y otros géneros. Pidieron la reducción de la fuerza militar. Pidieron todo tipo de escuelas, independencia municipal, un archivo general y un museo prehistórico. Urgieron la enseñanza agrícola. El reconocimiento del derecho de Habeas Corpus. El reconocimiento de la libertad de imprenta y la libertad inmediata de varios periodistas perseguidos por el régimen militar y encarcelados. También el respeto a la dignidad humana.
En Estados Unidos, como en Puerto Rico, los textos de Hostos –artículos y cartas– evidencian cuán profundamente atento se mantuvo a la dinámica y al desarrollo de la política norteamericana, particularmente a los gestores del Congreso y los medios de prensa (V.III, 2001, 211, 215). En su opinión, el oeste, el sur y el este de la nación estaban contrarios a la posesión por la fuerza de nuevos territorios. Asimismo lo estaba también el ex presidente Cleveland, que incluso expresó su rechazo de la “epidemia reinante del imperialismo y extensión territorial” , y con evidente sátira añadió: “El remedio es sencillo y obvio. Que se extermine a los habitantes de nuestros anexionados territorios que prefieran algo diferente de lo que se les propone para sojuzgarlos. La matanza de indígenas ha sido una de las características de la expansión desde que comenzó la expansión, y no debería calmarse el entusiasmo imperialista, por sólo ser necesidad el destruir algunos millares de indígenas” (V.III, 2001: 221). Hostos se refiere también a la fundación de la Liga Antimperialista de Boston, en la que militó incluso Mark Twain, y concluye del análisis del senado federal que la anexión parece no tener segura mayoría allí (V.III, 2001: 215). El uso del término imperialista es cada vez más frecuente en Hostos a partir del 1899.
Sabido es el poco éxito que obtuvo Hostos con sus iniciativas. El liderato político del país lo desoyó, como desoyó el grito de Betances que aconsejó no cooperar con la ocupación norteamericana. Con Luis Muñoz Rivera a la cabeza, el liderato político puertorriqueño aceptó la reconfirmación que el general Brooke hizo de todos los miembros del Gabinete Autonómico, pasando éstos de ser los representantes electos del pueblo de Puerto Rico a ser servidores del nuevo régimen militar (Delgado Pasapera, 594).
Hostos, tras agotar sus esfuerzos, incomprendido por el liderato del país y por las masas del pueblo que acudió al principio a oírle masivamente, pero que, desacostumbrados por la nueva oratoria pedagógica, tan dispar de la retórica política al uso, abandonó poco a poco las conferencias del mayagüezano, había concebido una alegoría según la cual una hormiga, o un grupo pequeño de hormigas, eran incapaces de mover el cuerpo de una cucaracha muerta: sin embargo, la misión era sencilla para el millar de hormigas. Hostos no logró reunir ese necesario millar de puertorriqueños. En enero de 1900 se trasladó Hostos, nuevamente, a la República Dominicana. Desde allá enjuició la nueva ley Foraker.
“No hay nada bueno actualmente en Puerto Rico”, dice Hostos. Los norteamericanos que han ido a Puerto Rico “son fuerzas ciegas, que movidas en una dirección se mueven implacablemente, arrollando lo que arrollen, caiga quien caiga. Algunos admiran eso en la historia escrita y en la historia hecha: yo no creo digna de admiración a la fuerza bruta, ya la vea en la historia de cada día, ya me la presenten adornada, adulada y admirada en la historia escrita, pero creo digno de la mayor atención o del mayor cuidado el hecho manifiesto de que los norteamericanos enviados a Puerto Rico y los norteamericanos del Gobierno que les envía, están procediendo en Puerto Rico como fuerza bruta. ¿En dirección a qué va encaminada esa fuerza bruta? En dirección al exterminio. Eso no es ni puede ser un propósito confeso, pero es una convicción inconfesa de los bárbaros que intentan desde el Ejecutivo de la Federación popularizar la conquista y el imperialismo, que para absorber a Puerto Rico es necesario exterminarlo: y naturalmente, ven, como hecho que concurre a su designio, que el hambre y la envidia exterminan a los puertorriqueños, y dejan impasibles que el hecho se consume” (V.III, 2001:263-264).
Para Hostos, la ley Foraker es “un arma de dos filos”. Por un lado, dice, sólo se propone legalizar la situación anómala creada con la posesión del país. La ley declara la constitución de un “pueblo de Puerto Rico” que es abstracción, un fantasma, puesto que incluye a todos los residentes, hayan nacido o no en la isla, y a los que adopten la ciudadanía norteamericana. Pero gracias a la ley, asegura Hostos, Puerto Rico se ha salvado temporeramente de una sujección perpetua al no ser el país declarado territorio, aunque sí dependencia de los Estados Unidos. Sin embargo, Hostos, considera nula la ley, en tanto no ha habido aquiescencia alguna del pueblo de Puerto Rico. Por ello piensa que algún día la ley le permitiría al país cortar el nudo que la une a la Federación (V.III, 2001: 191-192).
Por eso puede Hostos hacer la siguiente exhortación a la Asamblea Legislativa, que le permitiría justificar un día su indolencia. Hostos la exhorta a “insistir todos los días que Puerto Rico ha sido robada de lo suyo, de su libertad nacional; de su dignidad nacional; de su independencia nacional”. Por ese camino se puede ir a la anexión, como se puede ir a la independencia. Pero para Hostos, “los puertorriqueños que vean más a fondo el porvenir, seguirán queriendo que Puerto Rico sea un Estado confederado de las Antillas Unidas en un todo político y nacional, y esos puertorriqueños saben ya que ni hoy ni mañana ni nunca, mientras quede un vislumbre de derecho en la vida norteamericana, está perdido para nosotros el derecho de reclamar la independencia, porque ni hoy ni mañana ni nunca dejará nuestra patria de ser nuestra” (V.III, 2001: 267). Como, a juicio de Hostos, no hay en el derecho natural ni en el derecho escrito de la Unión americana una sola presunción de derecho para situación tan insostenible como la de Puerto Rico ante la common law y la Constitutional Law de los Estados Unidos, “esa situación se vendrá al suelo en cuanto la Asamblea Legislativa de Puerto Rico pregunte en virtud de qué derecho del pueblo americano puede el pueblo puertorriqueño ser súbdito suyo; y en cuanto pida que le enseñen la ley escrita que reconoce a la Federación americana, el derecho, el poder, la capacidad siquiera de tener posesiones” (Ibid).
Para Hostos, los Estados Unidos habían puesto al revés en Puerto Rico el principio de libertad que proclama su dama inmigrante, la estatua de piedra.
III. La larga raíz: conclusión
A nuestro juicio sería acertado ver innumerables coincidencias, y analogías, tanto en la visión de Nueva York como en la función que la ciudad desempeñó en la acción concreta de Hostos y de Martí. Para ambos Nueva York fue ese laboratorio social que le permitió enjuiciar, como si fuera una muestra privilegiada, lo que eran los procesos y la ruta de Estados Unidos. Ambos anotan la importancia de las inmigraciones, y no podía ser de otra manera, pues ambos autores formaban parte de esa vida sectorial que se vivía en la ciudad. En ese sentido, Nueva York fue la sede, el nido, que permitió y dio amparo a muchas de sus ambiciones más encumbradas.
Ambos ven a los Estados Unidos como un todo pujante, industrioso, de brío y tensión. Martí ve la pobreza: Hostos la vive. Martí rastrea los orígenes del desvío en los principios democráticos del país para ubicarlo en la Guerra Civil. Hostos hace otro tanto. Martí ve el germen de la adulteración de la democracia norteamericana en la oligarquía que se fortalece, la aparición de los monopolios, la sociedad que se polariza en clases que pugnan por el control social y político. Hostos también identifica estos factores, aunque la penetración y las implicaciones que la lucha de clases tiene en Martí no se refleje con la misma intensidad en el caso de Hostos. De hecho, puede decirse que Hostos no ve con la claridad de Martí la intríngulis fatal de las fuerzas económicas en la formación del imperialismo –“fase final del capitalismo”. Ello, en cierta medida, lo hace reducir su rechazo al fenómeno al carácter inmoral. Hostos sí ve la trabazón entre imperialismo e industria, pero para él nada tiene más peso que el deber de la conciencia de ejercer siempre el bien. Por eso el juicio más completo, profundo y trascendente que puede hacer lo hace necesariamente en el plano moral.
Hay otra diferencia entre las visiones de ambos próceres, que aunque se cita y alude de continuo, no se ha analizado a mi juicio, y me parece que es de vital importancia. A Martí se le identifica sin más y con toda certidumbre con la latinoamericanidad, esa visión que acuñó con su célebre expresión “Nuestra América”. Pues ocurre que Hostos, en cambio, a pesar de su aversión profunda a la anexión, y a pesar de su solidaridad latinoamericana tan evidente, reiteradamente subrayó que el destino de las Antillas era otro. Es decir, ni norte ni suramericanos: antillanos. Esta persistente idea de Hostos debe ser objeto de la más profunda exégesis. Téngase en cuenta, que sin disputarle ni restarle nada, absolutamente nada, a Betances, esta visión de Hostos lo encumbra como un profeta de la antillanidad en un plano quizás insuperable.
Tanto para Hostos como para Martí, los eventos de los que fueron testigos oculares en la ciudad de Nueva York, tuvieron repercusiones decisivas en su militancia política y en su estrategia revolucionaria. Las ideas de ambos tenían, en efecto, una larga raíz, sembrada en corazones afines.
Observamos, además, una marcada diferencia de carácter y temperamento entre ambos. Hostos vio la ciudad y su entorno más desde la introspección del sondeador que desde lo que tantas veces parece simbolismo trascendente en Martí. Otra diferencia crucial está vinculada con los últimos acontecimientos de la vida de ambos. Martí funda el Partido Revolucionario Cubano e inicia una guerra de liberación en la que muere. Hostos asiste a la ocupación de su patria por un poder imbatible en el plano de armas lo que lo obliga, nuevamente, a inventar e intentar lo imposible: esa estrategia de las fuerzas de paz del derecho y de los principios como método de lucha contra el más poderoso poder militar de la tierra. Con ese invento imposible, intentó poner la estatua abatida por los acontecimientos sobre sus pies, e intentó insuflarle el aliento de vida a la dama de piedra. La visión de una comunidad libre y de unos principios que llevaba vivos y con los ojos abiertos en su sangre se convirtieron en la larga raíz, la raíz indesprendible, de unos pasos que nunca perdieron su senda.
Bibliografía
Germán Delgado Pasapera. Puerto Rico: las luchas emancipadoras.
Hostos, Eugenio María de. Obras completas. 20 tomos. (1939 y 1969).
______. España y América. 1954.
______. “Crónica extranjera”. Serie de artículos de 1874 publicados en La República de Chile. No incluidos en las Obras de 1939.
José Martí. Obras completas. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975.
Pedro Pablo Rodríguez. De las dos Américas. La Habana: Centro de Estudios Martianos / Paradigmas y Utopías, 2002.
José Bernardo Vega. Memorias. San Juan: Ediciones Huracán.